"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

lunes, 30 de abril de 2018

Ruta 66

Ruta 66
Eduardo Mario Favier Dubois

Leopoldo se despierta transpirado y mira el reloj. 
Recién son las cuatro de la mañana.
Viene durmiendo mal y tiene mucho sueño.
Había puesto la alarma del despertador para sonar media hora más tarde, no porque fuera su horario habitual sino por hoy es el día de su cumpleaños.
Hoy cumple 66 años.
Duda entre levantarse o quedarse un rato acostado y dormir la media hora que le falta.
Su miedo es que a las cinco de la mañana, si sigue en la cama, lo encuentre la muerte.
Todavía acostado vuelve a su memoria aquella lejana visita de una gitana a su casa natal.
Ella, con la excusa de agradecer una modesta ayuda, leyó las palmas de la mano de toda la familia y a cada uno le predijo algo. En su caso, le anunció con precisión el día, la hora y el lugar de su muerte.
Iba a ser en un cumpleaños, puntualmente a las cinco de la mañana y estando en la cama.
Algo similar le vaticinó a su padre, solo que con otro horario.
Por suerte no les precisó el año de sus muertes, quizás porque sus manos no tenían toda la información o tal vez porque esa gitana no había aún terminado su curso de adivinación.
Ellos, por las dudas, no se lo preguntaron.
Cuando se fue la gitana Leopoldo, que era un niño pequeño, quedó muy asustado pero las palabras de su padre lo tranquilizaron. Solo Dios conoce el futuro.
Ninguna gitana sabe nada, son charlatanerías nada màs, le dijo.
Con el tiempo se había olvidado totalmente del episodio hasta que, cinco años atrás, su padre falleció justo en el día de su cumpleaños y, además, estando en la cama y a la hora profetizada.
Se acordó de la profecía y se horrorizó.

Sus amigos todos le dijeron que no era más que una coincidencia, pero él no pudo hacerles caso.
Siempre creyó en el más allá, en Dios, en algo después de la muerte, en la existencia de otra dimensión distinta de la que vemos y tocamos,  y el anuncio de la gitana se correspondía con esa creencia.
Para peor, revisando partidas de estado civil para hacer los trámites funerarios, Leopoldo se había enterado de que su hora de nacimiento también había sido a las cinco de la mañana.
Un amigo le dijo en broma que este último descubrimiento le daba la ventaja de que,  en su futura necrología, iban a coincidir exactamente el día y hora del nacimiento con los de la muerte.
“Una vida totalmente capicúa” podrían ufanarse sus deudos.
Esto lo ponía en mejor situación que la de tantos próceres y notables que son recordados por la fecha de su muerte.
Tal es el caso de Sarmiento donde el “día del Maestro” no evoca su nacimiento sino el día de su muerte en Paraguay, el 11 de Septiembre de 1888, fecha que nada le significó en vida al Ilustre.
La broma no lo divirtió.
Lejos de encontrarle ventaja al caso, la profecía le producía una creciente angustia a medida en que se acercaba cada fecha de cumpleaños, angustia que se convertía en un enorme miedo en la madrugada de ese día.
¿Sería el último?
¿Era el día de su muerte?

A veces trataba de racionalizar esa angustia.
Recordaba que en las charlas de café con sus amigos siempre se había ufanado de no tener miedo a la muerte.
Que siguiendo las ideas de Sócrates, cuando bebió su veneno, decía que la muerte solo podía ser una de dos cosas:
O un paso a otro estado, a una vida sobrenatural y mejor, o un paso hacia la nada, lo que equivalía a un sueño eterno.
Ninguna de las dos posibilidades era en sí misma mala.
Los amigos le replicaban que, aun desde esa visión, la muerte era mala por el sufrimiento anterior que llevaba a ella, como en los casos de soledad, depresión o largas enfermedades, y por el vacío posterior: dejábamos a nuestros seres queridos sin protección.
Para Leopoldo estos argumentos no aplicaban.
Si se moría en ese cumpleaños llegaba sin sufrimiento anterior.
Tampoco dejaba familia para proteger ya que su única hija vivía en el exterior con su marido, hijos y suegros, y no les faltaba nada.
Tampoco ella lo iba a extrañar ya que su relación, que se había empezado a enfriar desde su divorcio, hoy estaba congelada.
Sin embargo él quería seguir viviendo, con o sin argumentos, al menos un años más.
El miedo a la muerte no atiende razones.
Pero ese momento de zozobra, de sufrimiento y de terror a la muerte se desvanecía totalmente luego de que pasaban las cinco de la mañana de cada cumpleaños, dando lugar a una gran alegría y excitación.
Se abría por delante un nuevo año sin ningún riesgo de fallecimiento hasta el próximo cumple.
Se trataba del lado bueno de la historia: si sabés qué día te vas a morir también sabés cuando no te vas a morir y, en tal sentido, sos inmortal hasta el día anunciado.
Quizás por eso la gitana se lo contó como haciéndole un regalo.
Esto lo hacía festejar cada año con mayor intensidad.
Festejos que al principio eran íntimos, solo con sus primos y amigos, y luego se fueron ampliando para incorporar compañeros de trabajo, vecinos y hasta parientes lejanos, festejando en restaurantes o salones.
Con estas cosas en la cabeza se queda dormido.
No sabe cuánto tiempo duerme ni qué sueña, pero al rato se encuentra desayunando en la cocina.
Mira el reloj y son las siete de la mañana.
¡La hora fatal ha pasado! piensa aliviado.
Otro año más se abre en su horizonte.
Un gran motivo para organizar los tradicionales festejos de estar vivo.
Se toma el día libre en el trabajo y dedica la mayor parte de la jornada a recibir y a agradecer mensajes de amigos, primos, vecinos, compañeros y personas que son solo conocidas.
Es más, tiene cientos de amigos por facebook que no conoce personalmente pero que ahora lo saludan con devoción.
Y él responde mensajes dedicando mucho tiempo a cada uno.
Mientras lo hace recuerda ese refrán popular que dice que el noviazgo, por el tiempo de dedicación que exige, es como un “segundo empleo”.

Ahora piensa: también lo es facebook, si lo atendés como corresponde. 
Además tiene que confirmar a los invitados de la cena de la noche que va a ofrecer en el SUM del club de golf.
Hizo la lista dos semanas atrás y mandó a cada uno una invitación, pero muchos no contestaron y otros no estaban seguros, por lo que la confirmación sobre la hora le parece esencial para comprometerlos y saber el número.
Ahora, cuando ya terminó los mensajes y llamados, debe encarar algo de lo que está orgulloso pero que le exige un importante esfuerzo cada vez: preparar su discurso de cumpleaños.
Siempre pensó que si al soplar las velas solo dice “muchas gracias” la cosa queda por la mitad.
Sin mensaje a sus amigos.
Sin un balance de lo bueno y lo malo del último año.
Sin los proyectos para el siguiente.
En fin, sin un discurso, siente que su cumpleaños es como una fiesta más donde solo se come, se bebe y se conversan banalidades, cada uno con sus propios conocidos.
Sería una fiesta intrascendente, sin un sentido ritual, sin una temática, sin un mensaje o sin siquiera preguntas disparadoras para que los invitados reflexionen y/o sociabilicen.
La cuestión es que hoy no le sale el discurso.
Se sienta un largo rato frente a la computadora.
Mira hacia la plaza desde su balcón del séptimo piso.
El sol brilla sobre los árboles.
No se le ocurre nada.
No puede escribir nada que no le parezca una obviedad: que la vida, que la amistad, que el tiempo.
Está en ese momento de “página en blanco”, más propio de un escritor profesional que de un agente inmobiliario divorciado que quiere decirle algo original a sus amigos en su cumpleaños.
De repente le llega un whatsapp.
Es de su prima Stella de Estados Unidos.
Le manda una foto donde aparecen ella y su marido sonriendo en una carretera y señalando un cartel que dice “Route 66”.
Al pie de la foto se lee:
“Feliz cumpleaños Leo. Como no conseguimos las 66 velitas te mandamos esta foto. Ja Ja”.
Se queda un rato mirando el cartel de la foto, la ruta, el paisaje.
Se siente iluminado. ¡Ruta 66! exclama contento, mientras recuerda la icónica serie de los años 60/70 que él había seguido por televisión blanco y negro.
Eran dos muchachos que recorrían en un auto descapotado la histórica ruta norteamericana, entre Chicago y Los Ángeles, en plena libertad mientras vivían distintas experiencias, conocían gente de toda clase y transitaban paisajes increíbles.
Le encanta la idea para su discurso.
La vida a los 66 años como un viaje de aventuras.
El tema lo atrapa y se pone a escribir de corrido.
A medida que escribe se le ocurren más cosas.
Un viaje es un momento en el cuál abrimos nuestra percepción dispuestos a absorber todo lo nuevo.
Donde el tiempo pasa muy lentamente y observamos con mucho detenimiento cada una de las cosas que nos rodean, como si fuera la primera vez, como si fuéramos niños.
La propuesta es vivir la cotidianeidad como un viaje, no en el espacio pero sí en el tiempo de cada día, y tener abiertos los sentidos a todo lo nuevo.
Redescubrir los lugares de todos los días: la propia casa, el barrio, las calles, la oficina.
Redescubrir a las personas que nos rodean.
Sacarlos del rol que cumplen y hacer “personas” a los vecinos del departamento, al portero, a la gente del barrio, a los que atienden en los negocios, a los empleados y compañeros de trabajo, a los taxistas, a los que encontramos por la calle.
Conversar con todo el mundo de temas banales o importantes. Interesarse en todo lo nuevo, lo distinto, incursionar en nuevas áreas, nuevos intereses, nuevas personas.
Ser un espíritu inquieto, interrogante, contemplativo y positivo.
Escribe y escribe.
También se empieza a entusiasmar con el número 66.
Faltan 33 años para que llegue a otra edad redonda: los 99.
Es como tener un boleto válido por 33 años más de vida.
Le gusta.
Lo escribe en su discurso.
También encuentra un cierre que le encanta:
“Invito a todos a recorrer juntos mi ruta 66, a vivir un año de ricas experiencias”.

Ahora se despierta en la cama.
Mira el reloj y falta solo un minuto para las cinco.
Se da cuenta que estuvo soñando su día de cumpleaños.
Se desespera.
Empieza a transpirar de nuevo.
Se incorpora de un salto y corre a sentarse en el sofá del living.
Siente que su corazón empieza a galopar.
Las manos le sudan.
El galope sigue y sigue y ahora no sabe si es solo por miedo o porque se está preparando el infarto del que va a morir.
Mira el reloj y recién pasó un minuto.
Faltan cuatro para la hora “horribilis”.
Mira por el balcón y la plaza iluminada parece tranquila, ignorando el drama del séptimo piso.
Vuelve a mirar el reloj.
Ya son las cinco en punto.
Se pone a temblar.
Por suerte no está en la cama y no debería pasarle nada.
Se aferra a esa idea pero al mover su mano descubre una perilla.
Se da cuenta que está un “sofá-cama”.
¿Podría la muerte agarrase de ese detalle y llevárselo hoy?
“Noooooo…” suena un grito en la madrugada.
El reloj marca las siete de la mañana.
Un cuerpo está inmóvil en el sofá.
Sin embargo respira.
El pulso es normal.
Leopoldo abre los ojos.
Siente que poco a poco le vuelven las fuerzas.
Mira hacia la plaza.
El sol ilumina las copas de los árboles.
Los pájaros cantan.
Va al baño y se mira en el espejo.
Sonríe.

Hoy comienza su recorrido por la “Ruta 66”.

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