Ruta
66
Eduardo
Mario Favier Dubois
Leopoldo
se despierta transpirado y mira el reloj.
Recién
son las cuatro de la mañana.
Viene
durmiendo mal y tiene mucho sueño.
Había
puesto la alarma del despertador para sonar media hora más tarde, no porque
fuera su horario habitual sino por hoy es el día de su cumpleaños.
Hoy cumple 66
años.
Duda
entre levantarse o quedarse un rato acostado y dormir la media hora que le
falta.
Su
miedo es que a las cinco de la mañana, si sigue en la cama, lo encuentre la
muerte.
Todavía
acostado vuelve a su memoria aquella lejana visita de una gitana a su casa
natal.
Ella,
con la excusa de agradecer una modesta ayuda, leyó las palmas de la mano de
toda la familia y a cada uno le predijo algo. En su caso, le anunció con
precisión el día, la hora y el lugar de su muerte.
Iba
a ser en un cumpleaños, puntualmente a las cinco de la mañana y estando en la
cama.
Algo
similar le vaticinó a su padre, solo que con otro horario.
Por
suerte no les precisó el año de sus muertes, quizás porque sus manos no tenían
toda la información o tal vez porque esa gitana no había aún terminado su curso
de adivinación.
Ellos,
por las dudas, no se lo preguntaron.
Cuando
se fue la gitana Leopoldo, que era un niño pequeño, quedó muy asustado pero las
palabras de su padre lo tranquilizaron. Solo
Dios conoce el futuro.
Ninguna
gitana sabe nada, son charlatanerías nada màs, le dijo.
Con
el tiempo se había olvidado totalmente del episodio hasta que, cinco años
atrás, su padre falleció justo en el día de su cumpleaños y, además, estando en
la cama y a la hora profetizada.
Se
acordó de la profecía y se horrorizó.
Sus
amigos todos le dijeron que no era más que una coincidencia, pero él no pudo
hacerles caso.
Siempre
creyó en el más allá, en Dios, en algo después de la muerte, en la existencia
de otra dimensión distinta de la que vemos y tocamos, y el anuncio de la gitana se correspondía con
esa creencia.
Para
peor, revisando partidas de estado civil para hacer los trámites funerarios,
Leopoldo se había enterado de que su hora de nacimiento también había sido a
las cinco de la mañana.
Un
amigo le dijo en broma que este último descubrimiento le daba la ventaja de
que, en su futura necrología, iban a
coincidir exactamente el día y hora del nacimiento con los de la muerte.
“Una vida
totalmente capicúa”
podrían ufanarse sus deudos.
Esto
lo ponía en mejor situación que la de tantos próceres y notables que son
recordados por la fecha de su muerte.
Tal
es el caso de Sarmiento donde el “día del Maestro” no evoca su nacimiento sino
el día de su muerte en Paraguay, el 11 de Septiembre de 1888, fecha que nada le
significó en vida al Ilustre.
La
broma no lo divirtió.
Lejos
de encontrarle ventaja al caso, la profecía le producía una creciente angustia
a medida en que se acercaba cada fecha de cumpleaños, angustia que se convertía
en un enorme miedo en la madrugada de ese día.
¿Sería
el último?
¿Era
el día de su muerte?
A
veces trataba de racionalizar esa angustia.
Recordaba
que en las charlas de café con sus amigos siempre se había ufanado de no tener
miedo a la muerte.
Que
siguiendo las ideas de Sócrates, cuando bebió su veneno, decía que la muerte
solo podía ser una de dos cosas:
O
un paso a otro estado, a una vida sobrenatural y mejor, o un paso hacia la
nada, lo que equivalía a un sueño eterno.
Ninguna
de las dos posibilidades era en sí misma mala.
Los
amigos le replicaban que, aun desde esa visión, la muerte era mala por el
sufrimiento anterior que llevaba a ella, como en los casos de soledad,
depresión o largas enfermedades, y por el vacío posterior: dejábamos a nuestros seres queridos sin protección.
Para
Leopoldo estos argumentos no aplicaban.
Si
se moría en ese cumpleaños llegaba sin sufrimiento anterior.
Tampoco
dejaba familia para proteger ya que su única hija vivía en el exterior con su
marido, hijos y suegros, y no les faltaba nada.
Tampoco
ella lo iba a extrañar ya que su relación, que se había empezado a enfriar
desde su divorcio, hoy estaba congelada.
Sin
embargo él quería seguir viviendo, con o sin argumentos, al menos un años más.
El
miedo a la muerte no atiende razones.
Pero
ese momento de zozobra, de sufrimiento y de terror a la muerte se desvanecía
totalmente luego de que pasaban las cinco de la mañana de cada cumpleaños,
dando lugar a una gran alegría y excitación.
Se
abría por delante un nuevo año sin ningún riesgo de fallecimiento hasta el
próximo cumple.
Se
trataba del lado bueno de la historia: si sabés qué día te vas a morir también
sabés cuando no te vas a morir y, en tal sentido, sos inmortal hasta el día
anunciado.
Quizás
por eso la gitana se lo contó como haciéndole un regalo.
Esto
lo hacía festejar cada año con mayor intensidad.
Festejos
que al principio eran íntimos, solo con sus primos y amigos, y luego se fueron
ampliando para incorporar compañeros de trabajo, vecinos y hasta parientes
lejanos, festejando en restaurantes o salones.
Con
estas cosas en la cabeza se queda dormido.
No
sabe cuánto tiempo duerme ni qué sueña, pero al rato se encuentra desayunando
en la cocina.
Mira
el reloj y son las siete de la mañana.
¡La hora fatal ha
pasado!
piensa aliviado.
Otro
año más se abre en su horizonte.
Un
gran motivo para organizar los tradicionales festejos de estar vivo.
Se
toma el día libre en el trabajo y dedica la mayor parte de la jornada a recibir
y a agradecer mensajes de amigos, primos, vecinos, compañeros y personas que
son solo conocidas.
Es
más, tiene cientos de amigos por facebook que no conoce personalmente pero que
ahora lo saludan con devoción.
Y
él responde mensajes dedicando mucho tiempo a cada uno.
Mientras
lo hace recuerda ese refrán popular que dice que el noviazgo, por el tiempo de
dedicación que exige, es como un “segundo empleo”.
Ahora
piensa: también lo es facebook, si lo atendés como corresponde.
Además
tiene que confirmar a los invitados de la cena de la noche que va a ofrecer en
el SUM del club de golf.
Hizo
la lista dos semanas atrás y mandó a cada uno una invitación, pero muchos no
contestaron y otros no estaban seguros, por lo que la confirmación sobre la
hora le parece esencial para comprometerlos y saber el número.
Ahora,
cuando ya terminó los mensajes y llamados, debe encarar algo de lo que está
orgulloso pero que le exige un importante esfuerzo cada vez: preparar su discurso de cumpleaños.
Siempre
pensó que si al soplar las velas solo dice “muchas gracias” la cosa queda por
la mitad.
Sin
mensaje a sus amigos.
Sin
un balance de lo bueno y lo malo del último año.
Sin
los proyectos para el siguiente.
En
fin, sin un discurso, siente que su cumpleaños es como una fiesta más donde
solo se come, se bebe y se conversan banalidades, cada uno con sus propios
conocidos.
Sería
una fiesta intrascendente, sin un sentido ritual, sin una temática, sin un
mensaje o sin siquiera preguntas disparadoras para que los invitados
reflexionen y/o sociabilicen.
La
cuestión es que hoy no le sale el discurso.
Se
sienta un largo rato frente a la computadora.
Mira
hacia la plaza desde su balcón del séptimo piso.
El
sol brilla sobre los árboles.
No
se le ocurre nada.
No
puede escribir nada que no le parezca una obviedad: que la vida, que la
amistad, que el tiempo.
Está
en ese momento de “página en blanco”, más propio de un escritor profesional que
de un agente inmobiliario divorciado que quiere decirle algo original a sus
amigos en su cumpleaños.
De
repente le llega un whatsapp.
Es
de su prima Stella de Estados Unidos.
Le
manda una foto donde aparecen ella y su marido sonriendo en una carretera y
señalando un cartel que dice “Route 66”.
Al
pie de la foto se lee:
“Feliz cumpleaños
Leo. Como no conseguimos las 66 velitas te mandamos esta foto. Ja Ja”.
Se
queda un rato mirando el cartel de la foto, la ruta, el paisaje.
Se
siente iluminado. ¡Ruta 66! exclama contento, mientras recuerda la icónica
serie de los años 60/70 que él había seguido por televisión blanco y negro.
Eran
dos muchachos que recorrían en un auto descapotado la histórica ruta
norteamericana, entre Chicago y Los Ángeles, en plena libertad mientras vivían
distintas experiencias, conocían gente de toda clase y transitaban paisajes
increíbles.
Le
encanta la idea para su discurso.
La
vida a los 66 años como un viaje de aventuras.
El
tema lo atrapa y se pone a escribir de corrido.
A
medida que escribe se le ocurren más cosas.
Un
viaje es un momento en el cuál abrimos nuestra percepción dispuestos a absorber
todo lo nuevo.
Donde
el tiempo pasa muy lentamente y observamos con mucho detenimiento cada una de
las cosas que nos rodean, como si fuera la primera vez, como si fuéramos niños.
La
propuesta es vivir la cotidianeidad como un viaje, no en el espacio pero sí en
el tiempo de cada día, y tener abiertos los sentidos a todo lo nuevo.
Redescubrir
los lugares de todos los días: la propia casa, el barrio, las calles, la
oficina.
Redescubrir
a las personas que nos rodean.
Sacarlos
del rol que cumplen y hacer “personas” a los vecinos del departamento, al
portero, a la gente del barrio, a los que atienden en los negocios, a los
empleados y compañeros de trabajo, a los taxistas, a los que encontramos por la
calle.
Conversar
con todo el mundo de temas banales o importantes. Interesarse en todo lo nuevo,
lo distinto, incursionar en nuevas áreas, nuevos intereses, nuevas personas.
Ser
un espíritu inquieto, interrogante, contemplativo y positivo.
Escribe
y escribe.
También
se empieza a entusiasmar con el número 66.
Faltan
33 años para que llegue a otra edad redonda: los 99.
Es
como tener un boleto válido por 33 años más de vida.
Le
gusta.
Lo
escribe en su discurso.
También
encuentra un cierre que le encanta:
“Invito
a todos a recorrer juntos mi ruta 66, a vivir un año de ricas experiencias”.
Ahora
se despierta en la cama.
Mira
el reloj y falta solo un minuto para las cinco.
Se
da cuenta que estuvo soñando su día de cumpleaños.
Se
desespera.
Empieza
a transpirar de nuevo.
Se
incorpora de un salto y corre a sentarse en el sofá del living.
Siente
que su corazón empieza a galopar.
Las
manos le sudan.
El
galope sigue y sigue y ahora no sabe si es solo por miedo o porque se está
preparando el infarto del que va a morir.
Mira
el reloj y recién pasó un minuto.
Faltan
cuatro para la hora “horribilis”.
Mira
por el balcón y la plaza iluminada parece tranquila, ignorando el drama del
séptimo piso.
Vuelve
a mirar el reloj.
Ya
son las cinco en punto.
Se
pone a temblar.
Por
suerte no está en la cama y no debería pasarle nada.
Se
aferra a esa idea pero al mover su mano descubre una perilla.
Se
da cuenta que está un “sofá-cama”.
¿Podría
la muerte agarrase de ese detalle y llevárselo hoy?
“Noooooo…”
suena un grito en la madrugada.
El
reloj marca las siete de la mañana.
Un
cuerpo está inmóvil en el sofá.
Sin
embargo respira.
El
pulso es normal.
Leopoldo
abre los ojos.
Siente
que poco a poco le vuelven las fuerzas.
Mira
hacia la plaza.
El
sol ilumina las copas de los árboles.
Los
pájaros cantan.
Va
al baño y se mira en el espejo.
Sonríe.
Hoy
comienza su recorrido por la “Ruta 66”.
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