"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

jueves, 24 de enero de 2013

Escribir es defender la soledad en que se está...


Nos aseguró María Zambrano en 1950 cuando en su ensayo 'Por qué se escribe' comenzó su empresa titulada 'Hacia un saber sobre el alma', uno de sus grandes títulos
A estas alturas Zambrano ya había dado al mundo textos esclarecedores que se habían distanciado de aquellos que en su juventud parecían dictados por su maestro, don José Ortega y Gasset.
A estas alturas, además, aún incompleta la mitad de la obra que nos legó, acercarse a ella era lo más parecido a tentar las fuerzas de un torrente incontrolable que a cierta distancia acomplejaba al más talentoso y trabajador de los intelectuales de la época. 
No era solo que su producción de hasta entonces fuera ingente.
Lo importante, lo realmente significativo, es que María Zambrano había edificado a mitad de siglo una obra poliédrica y plural, alborotadora, curiosa con todos los frentes, caudalosa, vasta, opulenta. 
No son adjetivos gratuitos.
Aún faltaba mucho para su regreso a España y desde su puesto de profesora de Filosofía en las universidades americanas donde cumplió su exilio Zambrano había vinculado el liberalismo frente a la ética, la religión y el problema social en un Horizonte que para 1930 –Zambrano había nacido en Vélez Málaga un perfumado 22 de abril de 1904– representaba una osadía juvenil de lucidez y acierto.
A los meses posteriores a que este país estallara la alumna aventajada de Ortega y Zubiri fijó el compromiso de los intelectuales en el drama de España en un texto que entre otras cosas decía que no había modo de valorar los dramas si no se les miraba frente a frente y sin posibilidad de engaño. Fueron años difíciles.
Antes de marcharse de aquí escribió de san Juan de la Cruz con la inútil esperanza de encontrar en su mística pasillos que la condujeran a la serenidad que había abandonado al hombre.
Fue ese año de 1937 cuando María Zambrano y su esposo, el historiador Alfonso Rodríguez Aldave, volvieron a España cuando ya sabían que la guerra estaba perdida. ¿Por qué vuelven entonces? les preguntó aquellos días un periodista en Madrid: "Por eso. Porque está perdida", contestaron los dos.
No quedaba tiempo para mucho más, pero desde aquella primera tarde María Zambrano se comprometió en la defensa de la República y ocupó un puesto como consejera nacional de la Infancia Evacuada. No debió de serle fácil. Ayudó a muchos niños a salir de España. Pero el futuro que le esperaba no era mejor que aquel desastre que dejaban atrás.
En el 38 murió el padre de la filósofa, don Blas Zambrano, cuya historia estuvo tan colmada de afectos y buenos deseos con don Antonio Machado. El poeta de Sevilla le dedicó al conocer la noticia de su fallecimiento un capítulo de su Mairena póstumo.
La guerra acabó y María Zambrano no reconoció aquel país y volvió a marchar primero a Cuba y luego a México. Son los meses en que edifica su ensayo titulado 'La envidia española y su raíz religiosa', los días en que sus escritos están salpicados de sombras proyectadas por Unamuno y por el pensamiento vivo de Séneca, que dos mil años después aún alumbraban los estertores de Occidente.
La guerra de España fue la antesala a la guerra europea a la que califica de agonía en su ensayo de 1945. Pero el envés de aquellas tragedias diseccionadas con una prosa limpia y de aguas claras era la dedicación al lado dulce de la vida que halló en Cuba de mano de José Lezama Lima, el autor inabarcable de la novela 'Paradiso', que huele a fruta, a sudor y a sexo abierto.
Aquel amor por la isla, aquella delectación que le produce la sensualidad de un país que parece revivir el pecado original conduce nuevamente al principio de estas líneas y a su texto de 'Por qué se escribe'. Zambrano aquel año de 1950 advirtió: 
"Descubrir el secreto y comunicarlo son los dos acicates que mueven al escritor".
Eso era justo lo que ella había hecho toda su vida: desvelar un secreto que anidaba en los pliegues entre la divinidad y el sueño, entre la realidad y la poesía que fueron palabras que le sirvieron para interpretar el mundo, para entenderlo, para fijarlo.

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