Juan Pablo Schiavi, el ex secretario de Transporte, señalado por los familiares de las víctimas de Once.
CFK también fue silbada.
Por James Neilson
Desde hace varios años, la política argentina gira en torno a la relación de Cristina con los demás.
Por razones que siguen siendo un tanto misteriosas, sobre todo para los crónicamente desconcertados dirigentes opositores, la Presidenta ha logrado forjar un vínculo personal muy fuerte con funcionarios y legisladores que actúan como autómatas serviciales, una claque de empresarios aplaudidores que la siguen a todas partes, aquellos intelectuales orgánicos que procuran convencernos, en prosa a menudo barroca, de las bondades del modelo o proyecto kirchnerista, los militantes gritones de La Cámpora que van por todo y confían en conseguirlo, los que la apoyan por motivos que podrían calificarse de pragmáticos, entre ellos los beneficiados por las extensas redes clientelares que el Gobierno ha tejido y, huelga decirlo, los muchísimos ciudadanos rasos que le aseguran una reserva electoral nada despreciable.
¿En qué se basa está relación fundamental?
Puede que en nada más que una ilusión colectiva, en la voluntad de millones de individuos, la mayoría sumida en la pobreza extrema, de creer que, por fin, la Argentina ha encontrado el camino que la conducirá a una utopía modesta, combinada con el temor a la inestabilidad que sería la antesala de otro derrumbe calamitoso que los privaría de lo poco que han conseguido conservar.
En cierto modo, se trata de un ejemplo político del fenómeno de “cristalización” que, según el novelista decimonónico francés Stendhal, hace que los enamorados atribuyan a una persona determinada cualidades que, a juicio de los inmunes a sus hipotéticos encantos, no posee.
Stendhal ilustró la idea señalando que, “si se echa una rama seca y deshojada en una de las minas de Salzburgo”, el día siguiente se verá convertida en “una especie de ensamblaje de diamantes”.
En otras latitudes, equipos bien remunerados de asesores profesionales ayudan a políticos nada carismáticos a dotarse de imágenes relucientes, transformando, merced a la publicidad y apariciones públicas cuidadosamente escenificadas, “ramas secas” en “ensamblajes de diamantes”, pero parecería que Cristina no tuvo que recurrir a tales especialistas porque tantos querían que fuera la líder indicada para sacar al país del pantano en que se hundía. Bien que mal, las circunstancias se las arreglaron para ahorrarse la necesidad de hacerlo.
Por ser tan importante la relación personal y en buena medida subjetiva, ya que depende de las emociones y en el deseo de creer, cuando no de dejarse engañar, de cada uno, de Cristina con los distintos sectores que la respaldan, cualquier cambio de la imagen presidencial tendrá un gran impacto político. De difundirse la sensación de que la Cristina auténtica es en verdad una persona muy diferente de la imaginada, podría romperse de repente el vínculo en que se sostiene el orden al que nos hemos acostumbrado, lo que desataría una crisis generalizada ya que para llenar el vacío otro dirigente tendría que motivar ilusiones parecidas a las que se han cristalizado en torno a la figura de la santacruceña adoptiva.
Así las cosas, fue muy significante el que a un año de aquel terrible accidente ferroviario en la estación Once en que murieron aplastados más de cincuenta pasajeros y resultaron heridos otros 700, la Presidenta fuera blanco de un sonoro abucheo en Plaza de Mayo, donde una muchedumbre de aproximadamente 15.000 reclamaba no sólo “justicia” sino también una señal, por pequeña que fuera, de que la jefa de Estado entendía la gravedad de lo que había sucedido. La sospecha de que Cristina es tan ensimismada que vive en su propio mundo, uno que tiene muy poco en común con aquel de la mayoría, y que por lo tanto no le importa el deterioro constante de la calidad de vida de los demás, ya le ha costado el apoyo de buena parte de la clase media urbana. De continuar acumulando problemas la economía, pronto afectará a sus reductos electorales en el conurbano bonaerense.
La indignación de los manifestantes de Plaza de Mayo se debió a la pretensión urticante de Cristina de figurar como la dueña absoluta y exclusiva del “dolor” porque, como insiste en recordarnos, es una viuda que, a más de dos años de la muerte de su marido, sigue guardando luto siciliano, acaso por suponer que le trae suerte. En palabras de la madre de una de las muchas víctimas mortales del desastre de Once, Cristina le había asegurado que “no sabés todavía lo que es el dolor”, dando a entender de este modo que el presidencial era más profundo que el de una persona común, “La Presidenta está hecha de mármol”. Al llamar repetidamente la atención a su propia pérdida que, como es notorio, le permitió recuperarse casi enseguida del bajón en las encuestas que amenazaba con truncar una gestión tambaleante, la Presidenta brinda la impresión de ser incapaz de simpatizar con las de los demás. Como ya es habitual, muchos aprovecharon la oportunidad para subrayar nuevamente la diferencia entre la personalidad de Cristina y la de su homóloga brasileña, Dilma Rousseff, una mujer que sí entiende que otras personas existen y que tienen sentimientos que merecen respeto.
El narcisismo es una enfermedad endémica entre los políticos: su oficio los obliga a tratar de hacer creer que son mejores, más confiables y más “humanos” que sus congéneres, pero por motivos profesionales, y también porque les es riesgoso tomar demasiado en serio su propia propaganda, no les conviene hacer gala de la egolatría resultante. En las democracias consolidadas en que las instituciones son robustas y dejarse interrogar por periodistas hostiles es normal, el peligro es menor de lo que es en países caudillistas, como la Argentina, en que dirigentes populistas pueden rodearse de adulones obsequiosos que, por lealtad mal entendida, terminan traicionándolos. Desgraciadamente para Cristina, y para el país, los miembros de su círculo áulico minimalista le temen tanto que no se animan a advertirle que ciertas decisiones suyas, como la de acercarse a la rabiosa teocracia iraní, podrían tener consecuencias muy graves.
Además de sentirse ofendidos por la frialdad autorreferencial de una Presidenta obsesionada por su propio drama personal, los familiares de la víctimas de Once y muchos otros la acusan de negarse a asumir la responsabilidad por un accidente pavoroso que fue imputable a la corrupción que, es innecesario decirlo, es propia del “capitalismo de los amigos”, o sea, del sacrosanto “modelo” kirchnerista. El sistema enmarañado de subsidios gigantescos que se entregan a empresarios a cambio de su apoyo que ha armado el Gobierno es intrínsecamente disfuncional, ya que depende de los contactos personales de cortesanos con funcionarios que colaboran para sacar el máximo provecho de su acceso al dinero aportado por los contribuyentes, sin preocuparse por temas tan “neoliberales” como la eficiencia o la necesidad urgente de mejorar los servicios prestados. Tarde o temprano, sabremos más sobre las coimas cuantiosas que se han denunciado, pero tendrían que pasar muchos años de buena administración antes de que el país contara con servicios públicos adecuados. Mientras tanto, seguirán siendo cotos de caza para empresarios inescrupulosos y políticos igualmente dispuestos a subordinar todo a sus intereses privados.
Es paradójico que una facción política como la kirchnerista que se supone estatista haya permitido que el sector público degenere hasta tal punto que, como sucedió a comienzos de la década del noventa, son cada vez más los que preferirían confiar en el privado – incluso los sindicalistas K toman más en serio las estadísticas difundidas por consultoras privadas que las confeccionadas por el INDEC gubernamental –por razones que no tienen nada que ver con sus presuntas convicciones ideológicas–. Aunque los trenes están en manos de concesionarios, la mayoría atribuye sus deficiencias a la desidia de los funcionarios que en teoría deberían controlarlos pero que en realidad actúan como cómplices de quienes presuntamente disfrutan de la amistad de los “de arriba”: el resultado es una mezcla sumamente perversa de lo peor del estatismo corrupto con lo peor del capitalismo “salvaje”.
¿Es más presente el Estado de lo que era en el decenio de hegemonía menemista?
Escasean los motivos para creerlo. Aunque el gasto público ha alcanzado un nivel sin precedentes, la Argentina sigue siendo el país de “impuestos suecos y servicios públicos haitianos” denostado por los liberales, uno en que la voracidad de los militantes políticos parece insaciable pero es virtualmente nulo su interés en retribuir los sacrificios exigidos con mejoras concretas.
Si bien tanto aquí como en el resto del mundo el destino de los políticos suele depender más del relato que dicen estar protagonizando que de lo que efectivamente hacen en el caso de que les toque gobernar, andando el tiempo hasta los más comprometidos con un proyecto protestarán si los resultados se apartan demasiado de los previstos por los propagandistas oficiales. De más está decir que el eventual divorcio será aun más rencoroso si los decepcionados por el desempeño de un líder supuestamente carismático y solidario llegan a la conclusión de que la imagen que tanto los había fascinado es fraudulenta.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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