Escrito por Silvana Melo
(APe).-
Es que acá se muere la gente de a centenares.
Y de a medios centenares.
Y nunca es por casualidad.
Jamás por azar.
Se mueren incendiadas y ahogadas en un boliche.
Se mueren voladas en pedazos por una bomba.
Por dos bombas.
Se mueren aplastadas por un tren que juntó cuatro vagones en uno y dejó los huesitos y la piel y los sueños devastados.
Se mueren inundados, ahogados, arrasados por el alud, aterrados por el agua que sube y que sube y que llega a los hombros y nadie escucha.
Nadie.
En La Plata se mueren de a medio centenar –o más, seguro que más- porque llovió lo que nunca. 300 milímetros en una tarde jamás.
Pero también por otras mil causas.
Mil o en realidad tres o cuatro razones terribles, perversas, demoledoras.
Que a arquitectos, construidores y hacedores de asfaltos y rascacielos les molesten los ríos y los arroyos y los sometan a entubamientos.
Y a los ríos y a los arroyos “no les gusta –como dice Rodolfo Livingston- correr dentro de las cañerías”. Añoran sus años de orillas verdes, pájaros y cielo.
Entonces asoman, salen, escupen y estallan por cualquier alcantarilla.
Que a la tierra le indigna que la agoten, la maltraten y la servilicen, que le talen los bosques y le llenen los ríos y los aires de veneno y entonces se vuelve desierto en los pies y se pone tropical en la panza, con lluvias arrasadoras en tiempos mínimos.
Pero a los construidores y hacedores de asfaltos y rascacielos les encanta elevar torres a las nubes y hacer muchísimo dinero con viviendas hacia arriba para los que pueden comprarlas porque las de abajo ya se inundaban antes y las torres frenarán todavía más el camino de salida del agua que cae a millones de milímetros y el agua enloquece y sube y entra en las casas de la gente hasta el techo y se le lleva la heladera, la historia, los colchones, la vida.
En La Plata la gente se murió de a medio centenar.
O más.
Tal vez bastante más.
Se murió horriblemente, sola, a la noche, cuando el agua subió aceleradísima, sin avisarle a nadie.
Y los que pudieron se subieron al techo o se treparon a cualquier altura.
Pero no había nadie.
Sólo una soledad espantosa.
Porque los que pudieron irse se fueron.
Y lo que no podían, se murieron.
Gritaron desde sus piernas endebles, desde sus sillas, desde el horror de no poder moverse de ese lugarcito que fue el abrigo, la casa de la vida y que ahora se transformaba en la trampa de la muerte.
Gritaron y lloraron porque a los 80, a los 90, no puede ser la vida tan injusta como para irse así, tan solos, tan desamparados, con el agua ya a punto del cielo raso.
Gritaron como Lucila Ahumada, que a los 82 había sobrevivido a la dictadura más sangrienta, había sobrevivido a no ver nunca más a su hijo ni al cuerpo de su hijo, había sobrevivido a no conocer jamás a su nieto nacido en cautiverio.
Pero se la llevó el agua maldita, negra y oleosa que le entró como los monstruos, pateando la puerta, y subió a 1,70 y la dejó
solita, muerta y
más solita que nunca.
Gritaron y los vecinos de los techos los escuchaban pero no podían.
Y los teléfonos de emergencia no existían.
Ni los bomberos ni la policía ni la gendarmería ni la prefectura ni una lancha ni un bote ni un acorazado de guerra oxidado y semi hundido.
Nada.
Ni la gendarmería ni la prefectura,
tan dispuestas siempre al control social, a la caminata conurbana,
al espionaje de las organizaciones, al disciplinamiento de los indomables.
Ninguno se enteró hasta las 8 de la mañana del otro día, cuando los muertos ya estaban muertos, por medio centenar.
O más. Seguramente más.
Entonces apareció Bruera mintiendo con foto falaz que estaba recorriendo centros de evacuados.
Y estaba en Brasil.
Entonces fue la Presidenta.
Y les dijo que ella ya sabía lo que era inundarse y perderlo todo.
Entonces fue Scioli.
Y Alicia Kirchner.
Y la gente les fue diciendo, a todos, que se fueran un poco.
Que los dejaran en paz.
Y que la reconstrucción sería con ayuda concreta y real y no con presencias fatuas ni imágenes idílicas ni rebotes mediáticos.
Que necesitan sus casas y que de la canilla salga agua y que puedan encender la luz y que esté la heladera y la foto de aquella fiesta y el cd de León Gieco y la laptop y los osos amarillos y rojos y que los vecinos no les quieran vender lo que ya no sirve y que a 500 metros no les cobren el agua como si fuera zumo de oro
y que puedan secarse las esperanzas colgadas de los muebles en la calle
y que no los olviden más y que no los humillen más.
Porque el Estado ya no estuvo cuando había que salvar la vida y los que personalizan el Estado se culpabilizan mutuamente con cinismo electoral y recorren sólo los territorios amigos aunque los muertos sean todos muertos y la mayoría viejos, castigados a palos por la vida, solos de toda soledad, quebrados de terror en el último aliento.
Se muere la gente a centenares acá.
Y nadie aprende nada, a pesar de que el país se mueve traccionado a sangre.
Pero nadie aprende nada.
Porque seguirá lloviendo a mares y a océanos, porque el cielo cambió y la tierra cambió.
Pero seguirá muriéndose la gente y quedándose sin casa y sin historia.
Con el cielo y la tierra en insurgencia.
Y el poder, exclusivo y excluyente, comiendo allá lejos su cena bendita.
Foto gentileza diario Clarín
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