Por Alfredo M. Cepero
Director de www.lanuevanacion.com
Desde que irrumpió en el escenario mundial el Papa Francisco desencadenó un cataclismo cuando se refirió a la forma en que el Vaticano se comunicará con sus millones de feligreses en el mundo bajo su pontificado.
Abrió de par en par las puertas de la venerable y centenaria Basílica de San Pedro para que en ella entraran todos los miembros de la familia humana por cuya salvación murió Cristo en la cruz.
Y como Cristo, Francisco ha demostrado saber que los santos no necesitan ser salvados.
Que quienes están urgidos de guía, compasión y amor son aquellos que, víctimas del pecado, han caído en el curso del azaroso y empinado camino que conduce a la vida eterna.
A riesgo de decir lo obvio, digo que Francisco es el Papa que demandaban los tiempos huracanados por los cuales atraviesa la Iglesia Católica en estos momentos.
Tiempos en que un Papa alemán descubre que su ayuda de cámara le traiciona y en que altos prelados son acusados de practicar la pedofilia. Tiempos en que las vocaciones en la vieja Europa son tan escasas que hay más iglesias que sacerdotes.
Tiempos en que el Banco Vaticano está bajo escrutinio por supuesto lavado de dinero.
Tiempos en que la secularización avanza y en que los fieles no solo son discriminados sino masacrados en vastas regiones donde predomina el violento fundamentalismo islámico.
De pronto, sucede lo impensable y, en la mañana del 11 de febrero de este año,
Benedicto XVI comunica su decisión de renunciar.
Los relojes en el Vaticano y en las principales capitales del mundo parecen haberse detenido y los católicos de vieja escuela ven la renuncia como el principio del fin del mundo.
Los cardenales se apresuran a superar la crisis y se reúnen en Roma para uno de los cónclaves más complicados de la historia del papado.
Escasamente un mes después, el 13 de marzo, sustituyen al circunspecto papa alemán con un carismático cardenal argentino que, para mayor beneficio, no muestra inclinación alguna hacia los ancestrales procedimientos de la Iglesia ni ha participado en los recientes manejos de la curia romana que probablemente hayan provocado la renuncia de Benedicto XVI.
Jorge Mario Bergoglio, argentino, hijo de inmigrantes italianos, se presenta en el balcón de la Basílica de San Pedro para convertirse en el primer papa de América Latina, primer papa jesuita y primer papa que elige el nombre de Francisco.
Es humilde, sencillo, espiritual.
Habla poco pero sus palabras y sus gestos tocan el corazón.
Vive en una habitación de hotel.
Celebra misa con empleados vaticanos, jardineros y funcionarios. Desayuna, come y cena en el comedor con quien encuentra en la mesa. Viste una simple sotana blanca.
Acaricia y consuela a minusválidos y a personas que sufren.
A los poderosos del mundo ha explicado que “el verdadero poder es el servicio”.
Su sabiduría para enfrentar los problemas sociales le ha ganado una considerable simpatía tanto entre católicos como entre no católicos.
Desde el inicio de su pontificado, Francisco ha dado muestras de sentir que su misión no es la de juzgar sino la de pastorear las ovejas del rebaño que le ha encomendado Cristo.
Ha optado por la compasión antes que por la condena.
A los cardenales ha precisado que el peor mal que pueda sucederle a la Iglesia es la mundanidad espiritual, la auto-referencialidad y el narcisismo teológico.
A los sacerdotes ha dicho que el buen pastor lleva consigo “el olor de las ovejas”.
El Arzobispo de Nueva York, Timothy Dolan, gemelo de Francisco en la forma directa y firme de comunicarse, ha dicho que el Papa: “habla como Jesucristo” y representa “una bocanada de aire fresco”.
Durante una larga conversación con la revista jesuita Civiltà Cattolica, Francisco reconoce que la Iglesia Católica necesita reformas y asegura que considera urgente “curar heridas”, “dar calor” y “acompañar a las personas a partir de su condición”, lo que incluye a los homosexuales y a los divorciados que se han vuelto a casar.
Se refiere con reverencia a la mujer cuando dice:
“el genio femenino es necesario en los lugares donde se toman decisiones importantes”.
Y, para no dejar duda alguna sobre su pensamiento, pone a correr a cualquier prelado con ostentaciones de superioridad machista cuando afirma:
“María, una mujer, es más importante que los obispos. Digo esto porque no hay que confundir la función con la dignidad”, sostiene el papa que aboga por “elaborar una teología profunda de la mujer”.
Tengamos, sin embargo, presente que, como Jesucristo, Francisco podrá ser compasivo en temas sociales pero no indeciso en cuestiones morales o normas dogmáticas.
Este papa sabe enfrentar los asuntos de la fe sin guantes y con la manga al codo.
Un George Patton de cruz y sotana formado en la férrea disciplina del ejército fundado por San Ignacio para defender la integridad de la Santa Madre Iglesia frente a enemigos internos y externos.
En cuanto al dogma no acepta términos medio ni tonos grises sino demanda los tonos definidos del blanco y el negro.
Sobre el horror del aborto le ha dicho a los médicos católicos que se nieguen a matar niños no nacidos.
A sus obispos en todo el mundo les ha dado órdenes precisas de poner fin al flagelo bochornoso de una pedofilia cuyo costo moral a la Iglesia ha sido superior a los miles de millones de dólares pagados a las víctimas.
Ni el ornato del Vaticano, ni la reverencia de sus cortesanos, ni el inmenso poder del papado han logrado cambiar al Jorge Bergoglio que nunca se inclinó ante los poderosos y que siempre llamó a las cosas por su nombre. Lo pudo comprobar el binomio corrupto y diabólico de los Kirchners a quienes el Cardenal Bergoglio les dedicó algunas de sus más fuertes reprimendas.
Lo mismo ha hecho ahora con una prensa secular y de izquierda que, ante la imposibilidad de intimidarlo o manipularlo, ha optado por tratar de manchar su ejecutoria durante la dictadura de los “milicos” argentinos.
Francisco no se ha dado por enterado porque está demasiado ocupado en apacentar a sus ovejas para perder tiempo argumentando con la jauría materialista.
Sin embargo, como hombre de integridad y coraje no teme reconocer errores o limitaciones. En la mencionada entrevista con la revista jesuita Civiltà Cattolica, Francisco admite:
“Mi forma autoritaria y rápida de tomar decisiones me ha llevado a tener problemas serios y a ser acusado de ultraconservador pero jamás he sido de derechas.”
Admite asimismo los errores de una Iglesia cuyo éxito descansa sobre sus hombros y señala el camino futuro diciendo:
“Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio”.
Con estas palabras los católicos podemos dormir tranquilos. Francisco lo ha dicho todo.
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