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Caricatura de Alfredo Sabat

martes, 8 de octubre de 2013

Vivir sin gobierno

Por Álvaro Vargas Llosa

Casi dos generaciones de estadounidenses ignoraban lo que era pasar un día sin gobierno o con medio gobierno. Ahora saben que el mundo no se acaba.

Precisamente, lo que tenían previsto los fundadores del país cuando firmaron la Constitución en 1787, dividiendo el poder cuidadosamente entre las distintas ramas y convirtiendo el proceso presupuestario en una odisea legislativa.
Sabían que era más peligroso darle a una persona el poder de gobernar sin contrapesos que tener que pasar unos días sin gobierno o con medio gobierno, porque la Casa Blanca y el Capitolio se odian a muerte.

¿Qué ha significado hasta ahora el cierre parcial del gobierno?
Mucho menos de lo que parece, aunque si se prolonga habrá efectos de envergadura.
Los principales afectados son los 800 mil empleados públicos, de un total de 2,1 millones de asalariados federales civiles, obligados a mirar el techo en sus casas.
Después de ellos, se han visto perjudicados los usuarios de los servicios “no indispensables”, hoy paralizados.
De continuar las cosas así, se irán complicando hasta afectar gradualmente a ciertos servicios que funcionan. Si el cierre se prolonga, diversos mercados sentirán el efecto de la parálisis de los servicios de estadísticas económicas y de información básica sobre el crédito de las personas, todo lo cual pasa por el gobierno.

Un ejemplo de esto último son las hipotecas inmobiliarias.
Como los bancos no pueden prestar el dinero si no verifican la calidad crediticia de la persona en cuestión y la entidad federal que otorga esa información no puede funcionar durante el cierre del gobierno, se podría frenar el proceso de recuperación del mercado hipotecario.

Otro ejemplo: la política monetaria de la Reserva Federal. Gran parte de lo que decide el banco central tiene que ver con la información estadística acerca de la economía.
Su mandato obliga a la Reserva Federal a ocuparse no sólo de la inflación, sino también del empleo.
Por tanto, necesita hacer un seguimiento cercano de las estadísticas.
Sin ellas, Ben Bernanke actúa a ciegas.

Se citan con frecuencia en estos días algunos antecedentes de cierres del gobierno federal. En realidad, no ha habido ninguno con estas características.
La mayor parte duró muy pocos días, con la excepción de los 21 días que duró uno de los dos que hubo durante la presidencia de Bill Clinton.
Pero el país estaba boyante y, aunque se había desatado la guerra entre Clinton y el Congreso manejado por Newt Gingrich, no había un problema simultáneo de tipo fiscal y de límites al endeudamiento.

El proceso presupuestario tiene mucho que ver con lo que está sucediendo en Estados Unidos.
Aunque hay que ser un bicho muy raro para interesarse por semejante cosa, es indispensable entenderlo a grandes rasgos para comprender por qué las cosas han llegado a este extremo y podrían complicarse.

A diferencia de otros países, en Estados Unidos no es el presupuesto aprobado por el Congreso el que permite al gobierno gastar dinero.
Lo que autoriza el uso de recursos públicos es una serie de leyes de asignación llamadas appropriation bills. Se aprueban independientemente del presupuesto, que resulta ser algo así como un marco teórico.
Se puede dar el caso de que no se apruebe el presupuesto pero se aprueben las distintas partidas específicas (unas doce leyes).
Es así como desde 2009 hasta hoy, el gobierno norteamericano gasta dinero sin que haya sido aprobado el presupuesto como tal.

Pero hay más: con frecuencia no se aprueban a tiempo las partidas concretas.
En ese caso, se recurre a lo que se llama “resoluciones de continuidad”, que son autorizaciones temporales y limitadas de gasto.
Si esas resoluciones no se aprueban, el gobierno, como sucedió esta semana, cierra parcialmente sus puertas.

Por si este laberinto no fuera bastante, el Congreso debe aprobar, además, el aumento de la deuda que el gobierno está autorizado a emitir una vez que alcanza un determinado límite.
Y esto es lo que está creando una situación sin precedentes.
Puede darse en teoría el hecho de que, incluso habiendo aprobado partidas presupuestarias, el Congreso no autorice un aumento del techo de la deuda, en cuyo caso el gobierno entra en suspensión de pagos.
No ha ocurrido nunca en la historia de la república, pero puede suceder este 17 de octubre si no hay antes un acuerdo.

La nuez del problema, por supuesto, no es el procedimiento legislativo, sino la profunda división ideológica que vive la política norteamericana.
Aunque el presupuesto y el endeudamiento van por separado, los republicanos quieren vincular ambas cosas para poner fin a la expansión excesiva del Estado.
En 2011 lo lograron, condicionando el aumento del techo de la deuda a una serie de recortes presupuestarios automáticos que el Presidente Obama se vio obligado a proponer, por un total de un billón de dólares para los próximos 10 años.
Aunque Obama los propuso con la intención de presionar a sus adversarios a fin de que luego modificaran dicha ley, ello no ha ocurrido y, por tanto, los recortes se están dando.
Recortes que no implican reducir lo que gasta el gobierno, sino disminuir el aumento presupuestario durante una década.
Ello, mientras haya partidas aprobadas, cosa que por ahora no hay.

Se dice que todo esto ha sido causado por un grupo de fanáticos ideologizados del Partido Republicano bajo influencia del “Tea Party”.
En parte, es al revés: la grave crisis de las finanzas públicas ha sido un factor clave en el surgimiento de esta ala radical del conservadurismo o, para usar la etiqueta comúnmente usada, del ala libertaria del Partido Republicano.

No es la primera vez en la historia de Estados Unidos que la percepción de un desvío traumático con respecto a los fundamentos de la república produce una reacción así.
Ha ocurrido muchas veces en el terreno religioso (los famosos “despertares” espirituales en siglos pasados fueron expresión de ello).
También en el político: cuando Estados Unidos debatía si debía involucrarse o no en la Segunda Guerra Mundial, surgió el America First Committee, como grupo de presión ferozmente enemistado con la idea de enredarse en conflictos extranjeros.

En este caso, el “Tea Party” y el sector libertario del Partido Republicano son en parte una reacción a la percepción de un Estado fuera de control y por tanto, írrito a la idea fundacional del “gobierno limitado”. Síntomas de ese Estado desbocado son la deuda de casi 17 billones de dólares y déficits fiscales ya crónicos (el año pasado equivalió a ocho por ciento del PBI).
También, el hecho de que el gasto federal represente ahora 22 por ciento del tamaño de la economía, cuando durante décadas representó un 15 por ciento.
En un país con una antigua vena libertaria, no es sorprendente que haya alcanzado amplitud una corriente radical como la del “Tea Party” (lo que no significa que no haya habido otros detonantes: por ejemplo, el rechazo a la inmigración o la reacción religiosa a los vientos de modernidad valórica que soplan en parte del país).

En una columna reciente, traté de explicar que el verdadero debate ideológico no se da ahora entre los republicanos y los demócratas liderados por Obama, sino al interior del Partido Republicano.
El presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, hubiera pactado con Obama para evitar el cierre si no hubiese estado tan presionado por su ala radical.
Y varios representantes republicanos, suficientes para dar a Obama un presupuesto si votan con ellos todos los demócratas, han expresado su voluntad de negociar.
Pero unos y otros están bajo presión en sus circunscripciones y el propio Boehner corre peligro como presidente de la Cámara, pues bastaría que unos 30 representantes de su partido le dieran la espalda para que el voto de los demócratas y de los disidentes sumara una fuerza capaz de destronarlo en cualquier momento.

El debate clave es entre republicanos.
Y no por primera vez.
Los republicanos, como los demócratas, han albergado siempre facciones.
Contemporáneamente, aquéllos se han dividido entre los “Rockefeller Republicans”, conservadores tradicionales y moderados, y los herederos libertarios de Barry Goldwater, el candidato que abrió las puertas al fenómeno de Ronald Reagan.
Por su lado, los demócratas se han dividido entre los sureños, herederos de los viejos conservadores de aquella zona del país, y los “liberales” (en el sentido estadounidense), vinculados a Nueva Inglaterra, Nueva York y California.

En el contexto del descalabro financiero de los últimos años, ese conflicto ha empujado las cosas a los extremos que alcanzaron esta semana, al negarse los republicanos a aprobar la autorización para el uso de fondos públicos si no se posterga la aplicación de la reforma de la salud de Obama, que para los conservadores y libertarios implica un aumento exponencial del Estado.

Obama está convencido de que el ala radical va a convertir a los republicanos en una fuerza marginal y otorgar a su partido un dominio permanente, sustentado no sólo en la mayoría moderada, sino en las llamadas “minorías”, léase hispanos y afroamericanos.
Los republicanos moderados temen que esto suceda. Incluso alguien tan “duro” como Dick Morris, el ex asesor de Clinton convertido desde hace años en un vocero del republicanismo radical, ha alertado contra “un cierre que la gente percibe como contrario a sus intereses y que ve con mucho miedo”.

Pero el “Tea Party” cree que esta es su gran oportunidad y que el país, hastiado del estatismo, se volcará con un líder dispuesto a llevar a cabo una gran revolución libertario-conservadora.
¿Cómo concilian esta convicción con encuestas que dicen que el cierre es abrumadoramente impopular y que la gente culpa más a la derecha que a la izquierda? 
Lo hacen apelando a otras encuestas, especialmente las que señalan que una mayoría de estadounidenses se opone al “Obamacare”, la reforma de la salud pública que entró en vigor el 1 de octubre y mediante la cual el gobierno obliga a todos a tomar un seguro médico, exige a las empresas contratarlo para empleados que cumplan más de 30 horas semanales de trabajo y ofrece subvenciones a millones de personas de bajos recursos.

“Obamacare -decía Rand Paul, el congresista de Kentucky que simboliza a los libertarios- es la línea Maginot del gobierno de Obama, porque él cree que lo va a defender, pero en realidad va a ser como la línea de defensa francesa penetrada por los alemanes en la Primer Guerra Mundial”.

El presidente considera que esa es la reforma insignia de su gobierno y que pasará a la historia por ella.
Los republicanos creen que es la gota que colmó el vaso del estatismo en el país fundado sobre la idea de la libertad.
Pocas veces estuvo más nítida la línea demarcatoria.

Si ninguno cede y el techo de la descomunal deuda no se eleva, Estados Unidos entrará en suspensión de pagos y habrá, al menos en el corto plazo, una hecatombe financiera mundial.
Si alguno cede, será sólo un paso atrás a la espera de dar dos adelante.

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