Dicen que a Jorge Bergoglio le encanta ser Papa.
GESTOS.
El Papa aprovechó su “luna de miel” en el cargo para diseñar su nueva imagen.
Por James Neilson
Dicen que a Jorge Bergoglio le encanta ser Papa.
Estarán en lo cierto.
Para embelesamiento de sus muchos admiradores, desde aquel 13 de marzo del año pasado en que por primera vez se sentó en el trono de San Pedro, desempeña con entusiasmo desbordante la misión que le fue confiada por los cardenales o, según algunos, por el Espíritu Santo mismo.
Sonríe mucho, charla con fieles que no son celebridades, besa enfermos, repudia el lujo terrenal, hace gala de su sencillez.
Francisco quiere que la Iglesia Católica Apostólica Romana sea más hospitalaria, más humilde y por lo tanto más popular de lo que era durante el reinado de su antecesor, y amigo, el cerebral alemán Joseph Ratzinger que, según parece, aprueba el cambio de estilo que ha impulsado el argentino campechano.
De acuerdo común, ya ha logrado lo que se había propuesto.
Puede que fuera del mundo de los fieles, la influencia real de Francisco no haya sido tan grande como imaginan los convencidos de que se ha erigido en el guía moral del género humano, pero es evidente que ha ganado un lugar de privilegio entre quienes aspiran a cumplir dicha función.
En este ámbito, el Papa corre con ventaja.
Solo tiene que gobernar el Vaticano, lo que puede ser un tanto complicado pero lo es menos que manejar una economía.
Hablar de lo terrible que es el destino de los pobres, atribuyéndolo a la indiferencia de los demás, es fácil; cambiarlo no lo es en absoluto.
La fórmula de Confucio,
“dale un pescado a un hombre y comerá un día, enseñarle a pescar y comerá siempre” vale más que mil sermones cristianos acerca de la caridad.
Pero, como nos recuerdan con frecuencia distintos voceros eclesiásticos, no les corresponde a los clérigos decir lo que convendría hacer para eliminar las lacras que denuncian con la indignación apropiada.
Tendrán que encargarse de la parte más difícil los economistas y políticos.
Así, pues, Francisco, a diferencia del presidente norteamericano Barack Obama que, antes de poner manos a la obra, disfrutaba de una imagen parecida, ha podido seguir limitándose a pontificar en torno a lo feo que es el capitalismo “salvaje” sin tener que preocuparse por las eventuales consecuencias concretas que tendrían medidas basadas en los principios que reivindica.
El Obama de las desmedidas expectativas populares consiguió el Premio Nobel de la Paz por lo que había dicho en el transcurso de la campaña electoral que lo llevó a la Casa Blanca, pero pronto se vería criticado con virulencia por su negativa a rendirse enseguida a los enemigos de su país.
Lo de “si vis pacem, para bellum”, o sea,
“si quieres la paz, prepara la guerra”, no impresiona para nada a los bien pensantes actuales.
Francisco también ha sido nominado para aquel premio noruego un tanto ridículo ya que, como el candidato Obama, se afirma contrario a la violencia.
Por desgracia, es virtualmente nula la posibilidad de que sus palabras conmovedoras en tal sentido incidan en la conducta de quienes se adhieren a valores radicalmente distintos.
Al contrario, solo servirán para estimularlos.
A juzgar por lo que escriben y dicen los miles de personas que están ensalzando a Francisco por lo que toman por un año triunfal en que, según ellos, se las arregló para rescatar a la Iglesia Católica de la depresión anímica en que había caído, encabezan la lista de prioridades papales asuntos como
la pedofilia clerical,
las intrigas de la curia y la brecha entre una cultura moderna sexualmente permisiva por un lado y,
por el otro, los severos dogmas propios de una institución dominada por ancianos de mentalidad que, en opinión de los hedonistas, es medieval.
De ser estos los problemas más importantes enfrentados por la Iglesia, Bergoglio ha tenido un éxito fulgurante.
Si bien las transgresiones de sacerdotes lascivos siguen motivando escándalos, el impacto es menor de lo que era cuando, a pesar de una rica tradición literaria picaresca que se alimentaba de los pecados sexuales de monjes, monjas, obispos y hasta ciertos papas, se trataba de una presunta novedad.
Mientras tanto, el catolicismo light predicado por un hombre que según parece no toma demasiado en serio desviaciones que antes eran condenadas sin ambages por los defensores más rigurosos de la fe, le ha permitido reconciliarse con la elite progresista internacional; lo cree uno de los suyos.
Aun cuando la Iglesia Católica fuera una institución exclusivamente occidental, las prioridades así supuestas serían parroquianas, pero sucede que sus pretensiones son universales.
Por lo tanto, el Sumo Pontífice se ve ante un desafío que es incomparablemente más angustiante que los planteados por la pedofilia sacerdotal o el escaso interés de la mayoría de los fieles en prestar atención a las enseñanzas sexuales del clero.
En casi todo el Medio Oriente salvo en Israel, en África del Norte y Pakistán, católicos y otros cristianos son blancos de una campaña de exterminación.
Está en marcha un genocidio equiparable con el sufrido en Turquía por los armenios y griegos durante y después de la Primera Guerra Mundial.
Francisco dice que
“no nos resignamos a pensar en un Oriente Medio sin cristianos, que hace 2.000 años participan de la vida social, cultural y religiosa de las naciones a las que pertenecen”.
Pues bien, le guste o no le guste al Papa, convendría que se acostumbrara a pensar en un Oriente Medio en que el cristianismo se haya visto definitivamente extirpado.
El programa de limpieza religiosa que tantas vidas está segando podría culminar mientras aún esté en el Vaticano.
Pocos días transcurren sin que mueran decenas, a veces centenares, de cristianos a manos de musulmanes que se inspiran en el Corán.
Los que pueden, huyen a lugares que les parecen relativamente más seguros pero que a menudo resultan ser trampas.
A menos que sus correligionarios de Europa y las Américas se movilicen a fin de ayudarlas, lo que a esta altura luce muy poco probable, comunidades de cristianos que se remontan a la antigüedad en países como Irak y Siria no tardarán en verse borradas del mapa.
En Nigeria, los guerreros santos de Boko Haram –quiere decir, la educación occidental es pecado–, matan ferozmente a niños y mujeres sin que las autoridades locales logren hacer nada para protegerlos.
¿Y Francisco, el jefe supremo de la confesión cristiana mayor?
Insiste en que hay que tratar mejor a los musulmanes que viven en Europa y que, conforme a muchas encuestas, incluye una minoría sustancial que simpatiza vivamente con los genocidas, con la esperanza de que los fanáticos despiadados que están proliferando en distintas partes del mundo asuman una actitud igualmente benévola.
Poner la otra mejilla suena noble, pero nunca ha servido para disuadir a los resueltos a decapitar o quemar vivos a todos los infieles que se niegan a convertirse enseguida a la única fe verdadera.
Tampoco ayuda explicarles, como hacen tantos políticos e intelectuales occidentales, además del Papa Francisco, que la paz es mejor que la guerra, que a la larga la violencia es siempre contraproducente y que los conflictos sectarios son malos, como si solo fuera cuestión de mantener a raya abstracciones desagradables, no de reaccionar frente a hechos concretos cotidianos cometidos por seres de carne y hueso.
A esta altura, debería ser evidente que la resistencia de todos los líderes occidentales, entre ellos el Papa, a reconocer que hay un vínculo directo entre los textos fundamentales del Islam y la ofensiva cruenta que tantos musulmanes están librando contra el resto del mundo en nombre de su fe, no contribuye a apaciguar a los yihadistas.
Antes bien, la toman por un síntoma muy tentador de debilidad que los hace redoblar los ataques.
¿Habrá una nueva ola de atentados al regresar a casa desde Siria los miles de personas criadas en Europa que se han sumado a las bandas sunnitas, de las que las más mortíferas están vinculadas con la red Al Qaeda, que están luchando no solo contra el dictador Bashar al-Assad sino también contra aquellos cristianos que todavía quedan?
Muchos temen que sí, y que serán decididamente más sanguinarios que los perpetrados hasta ahora.
Que Francisco sea reacio a pensar seriamente en cómo defender a los católicos y otros cristianos que en cualquier momento podrían morir puede comprenderse.
Nada, ni siquiera la guerra sucia argentina en que, sus admiradores acaban de informarnos, se comportó como un auténtico héroe de los derechos humanos, lo preparó para asumir responsabilidades en una situación tan horrenda.
Para él, es mucho más fácil repetir las banalidades bien intencionadas que están de moda en los círculos progres de Europa y Estados Unidos, insistir en que, en el fondo, todos los credos son buenos, que en verdad todos los hombres quieren vivir en paz y confiar en que los amables diálogos interreligiosos resulten ser más que suficientes como para eliminar malentendidos desafortunados.
Varios miles de años de historia hacen sospechar que quienes se aferran a tales ilusiones se equivocan pero, como Ratzinger descubrió cuando se permitió cuestionar, con la ayuda de un emperador bizantino, la vocación pacifista del islam, es muy mal visto alejarse del consenso imperante, según el cual todos queremos convivir tranquilamente en un clima de respeto mutuo, razón por la que sorprendería que Francisco se animara a hacer algo más que denunciar “la violencia”.
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