El
examen sobre los años 70 es tan necesario en el campo de los crímenes
perpetrados por la dictadura como en el de la violencia contra estatal,
partiendo de la base de que esta última no justifica el terrorismo de Estado
* Vicente
Palermo, Guillermo Rozenwurcel, Henoch Aguiar
PARA LA
NACION
JUEVES 24 DE MARZO DE 2016
Hay una
responsabilidad que nos cabe en la tarea de reflexión crítica indispensable al
cumplirse 40 años del golpe de Estado de 1976 y de la implantación, con apoyo
civil, de la atroz dictadura militar autodenominada "Proceso de
Reorganización Nacional", que hizo de aquel 24 de marzo una de las fechas
clave del siglo XX en la Argentina.
No se
trata de aspirar a una memoria o una evaluación unificada de tan traumático
acontecimiento, sino de contribuir a lograr el marco de convivencia en el que
el diálogo reemplace al grito y a la imposición simbólica, y sea posible el
disenso. De tal modo, el Club Político Argentino, como asociación civil y
espacio de reflexión, y con toda humildad, se propone pensar junto a la
comunidad de la que es parte.
Pasaron
40 años de aquel golpe militar, que fue, en verdad, un momento central de un
conjunto de acontecimientos sobre los que existiría, entre los argentinos, un
fuerte consenso.
Sin embargo,
este consenso sería, en algunos puntos, más aparente que real.
El
pasado no se puede cambiar.
Pero sí
se puede cambiar la manera de sobrellevarlo.
Tal vez
sea hora de replantear la forma en que convivimos con esa parte de la historia.
Ese
replanteo posible reconoce, no obstante, dos pilares sólidos:
La
democracia y los derechos humanos.
La
experiencia del despotismo implantado en 1976 con el respaldo de vastos
sectores sociales y políticos golpeó tan fuerte sobre los argentinos que
constituyó, a diferencia de todos los autoritarismos anteriores, la base vital sobre la que se erigió la más
firme adhesión a la democracia como único régimen político legítimo.
Esa
adhesión, inédita hasta entonces (los juegos de la democracia y del
autoritarismo eran intercambiables), parece destinada a ser definitiva.
Por otra
parte, la cuestión de los derechos humanos ganó una entidad excepcionalmente
importante a partir de la experiencia del terror de Estado.
El hecho
de que haya sido al amparo del propio aparato estatal que se cometieron en masa
actos de represión ilegal introdujo una comprensión dolorosamente nueva del
valor de la vida y sus derechos inalienables, del valor de la ley y el orden
jurídico, de la responsabilidad del poder, de los peligros de su arbitrariedad.
Que
podamos deliberar sobre nuestros padecimientos como sociedad es un signo de
nuestra madurez.
El
tiempo transcurrido sirvió para encarar el tema, y bienvenido ese camino, por
duro que haya sido. Se han expresado organismos y particulares.
Se han contado
pasajes de aquellos años.
Se ha
avanzado en la búsqueda de la verdad y se han escuchado muchas voces.
Sin
embargo, por los modos con que fueron frecuentemente formuladas, las cuestiones
de la represión ilegal y de los derechos humanos ocluyeron la puesta en tela de
juicio de la violencia política en general y de la violencia política de cuño
radical y revolucionario en la Argentina de los 70 en particular.
Sucesivamente,
las figuras de "inocencia" y "heroicidad" pretendieron dar
cuenta de la cuestión, aunque para resolver problemas y conquistar adhesiones
de muy diversa índole.
Pero lo
hicieron, en el caso de la primera, al precio de despojar de responsabilidad a
todos los que habían sido protagonistas de la violencia política radical de los
60 y 70, hayan sido o no víctimas de la represión estatal posteriormente.
Y, en el
caso de la segunda, al precio de bendecir los métodos de la acción
revolucionaria.
Con la
coartada del rechazo a la teoría de los dos demonios -que por cierto adolece de
graves fallas-, la violencia política contra estatal no fue condenada, sino
reivindicada.
Se
incurrió así en una forma de memoria maniquea y sesgada, difícil de compartir
por muchísimos argentinos.
En el
fondo, esto hizo patente que gran parte de la generación protagonista de la
violencia contra estatal estuviera lejos de examinar críticamente su
experiencia, y esa ausencia de examen crítico proyectó su sombra sobre una
parte de las nuevas generaciones, que abrazaron la narrativa épica.
La
ausencia de examen crítico de la violencia política permitió con frecuencia una
instrumentalización de los derechos humanos: el tratamiento de las violaciones
de éstos no salió de su cauce jurídico, pero fue vivido, por muchos, más como
venganza que como justicia.
La
nulidad de las leyes de amnistía declarada por la Suprema Corte fue un paso
necesario, y permitió la apertura de numerosas causas y la condena de muchos
responsables de la represión ilegal.
Sin
embargo, dio lugar a una manipulación que contaminó la justicia y desencarriló los
procesos, al sobre politizarlos y sesgarlos ideológicamente, lo que se reflejó
en maltratos a los encausados y condenados.
En otras
palabras, procesos y condenas fueron insertados en una narrativa ajena a la
inmensa mayoría de los argentinos, en lugar de fortalecer el consenso de un
piso jurídico político de todos.
En
muchos casos, la negativa al examen de la violencia política contra estatal
expresó la fuerte reticencia a cuestionar antiguas convicciones y certezas
sobre el fundamento ético de las acciones y creencias de aquellos años.
Pero
otro tanto puede decirse de quienes, seguramente con las mejores intenciones,
llaman a la reconciliación, al perdón y al diálogo desde el campo de los que no
fueron opositores a la dictadura militar y tampoco sus víctimas, o de quienes
no se sintieron adherentes a aquel régimen (aunque le proporcionaron un
respaldo en los primeros años de la represión o durante la Guerra de Malvinas),
pero tampoco fueron sus opositores activos.
Esto es,
la inmensa mayoría de la población argentina.
En estos
sectores obra, además, el argumento justificatorio del alcance de la violencia
contra estatal y sus víctimas (y el sentimiento de vulnerabilidad infundido).
El
primer problema es que tal argumento justifica lo injustificable, porque nada
de lo ocurrido antes del 24 de marzo de 1976, por muy abominable que haya sido,
justifica la represión estatal ilegal y las violaciones de los derechos humanos
acontecidos desde esa fecha.
El reconocimiento de este
quiebre, en lugar de la búsqueda de una justificación moral y política a lo que
no la tiene, debería ser un primer paso indispensable.
La única
base sólida de un posible diálogo auténtico debería ser la admisión de que no
hay simetría, de que el terror de Estado no puede ser pensado en esos términos.
Una
tarea de introspección debería ser el primer paso hacia ese diálogo, cuyo
segundo paso sería la emisión de testimonios de los actores de la represión
estatal ilegal.
La
reconstrucción de la verdad debería ser colocada en un primer plano.
El
espíritu de cuerpo o la lealtad personal no deberían anteponerse si realmente
se buscan el perdón y la reconciliación.
La
introspección, el examen de los actos y de las creencias que los motivaron no
son menos necesarios en el campo de la violencia contra estatal que en el de
las violaciones de los derechos humanos o en el de los sectores de las
generaciones más recientes que de un modo u otro comparten visiones
legitimadoras de aquel pasado.
Este
examen abre las puertas a la reconciliación entre quienes ya no piensan del
mismo modo que en aquel entonces o sobre aquel entonces.
Ya no
son como en aquel entonces.
Las sociedades sanas saben que
para seguir adelante deben haber curado sus heridas, lo que no significa dejar
de sufrir.
La
tragedia de los 70 desgarró a los argentinos.
Habremos
de aprender a vivir con el duelo y el dolor.
Los
hechos pasaron, pero sus consecuencias siguen entre nosotros.
Es
preciso transformar el sufrimiento en carácter para construir, entre todos, una
sociedad que no olvide, que no repita errores y que se fortalezca para llevar
con entereza todo su pasado.
Esto no
debería tener nada que ver con una "industria de la memoria",
superficial, reiterativa, banalizadora, que encapsule la historia y la tragedia
en narrativas parciales.
Una memoria convertida en
patrimonio común de todos los argentinos está a nuestro alcance, pero es
preciso un esfuerzo importante para lograrla.
* Presidente,
vicepresidente y secretario del Club Político Argentino
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