Por
Nicolás Márquez
No
me gusta escribir notículas en modo autorreferencial pero la ocasión viene a
comento, dado que hace unos 20 años cuando yo estaba cursando en la facultad de
derecho, tuve una novia con la que estudiábamos en un biblioteca pública en la
sala de lectura.
Cierta
vez nos dimos un discreto beso y el guardia del recinto nos vino a llamar la
atención bajo amenaza de que si repetíamos el imprudente acto, seríamos
obligados a retirarnos ipso facto.
Ambos
nos sentimos avergonzados conscientes de la desubicación protagonizada, pedimos
las disculpas del caso y jamás repetimos esa inoportuna demostración de afecto
dado que, si bien llevábamos a cabo una relación afectiva normal y natural, eso
no nos habilitaba en absoluto para exhibir conductas impropias del ámbito
público en el que estábamos, ni tampoco a violentar las normativas del
establecimiento ni muchísimo menos a ir a victimizarnos a los medios para
recolectar bezucones insolentes y así organizar un “escrache” al recinto en
cuestión, cuyo custodio no hizo más que hacer cumplir eficazmente las normas
disciplinarias que sus autoridades consideraban pertinentes.
Supongamos
por un rato que una exhibición afectiva de un vínculo homosexual fuese tan
normal y natural como la heterosexual, pues entonces como mínimo este es el
criterio rector que debe hoy regir ante el difundido episodio de las lesbianas
que estaban “acariciándose” en el
tradicional bar porteño La Biela, dado que su dueño tiene toda la potestad de
escoger no sólo quienes ingresan a su negocio sino cuál debe ser la vestimenta
y comportamiento de sus clientes.
Y
por supuesto, sus clientes tienen la libertad de elegir acudir a ese bar o en
contrario, ir a otro en el que se sientan más a gusto.
No
creo estar diciendo absolutamente nada original en estas elementales
reflexiones, pero la ideología de género y sus aliados del correctivismo
político nos han obligado a cada rato a tener que estar aclarando y explicando
lo obvio, aunque Aristóteles, con inconmensurable inteligencia mayor a la que
el suscribe ya decía que:
“Al que
cuestiona lo obvio no hay que explicarle: hay que castigarle”
Descartando
esta máxima aristotélica por su inaplicabilidad en los tiempos que corren, lo
menos que sí podemos hacer desde este espacio es reivindicar:
1)
la propiedad privada -y la consiguiente disposición de la misma-.
2)
La libertad de comercio -el dueño del bar tiene la libertad de elegir con quien
comerciar y con quien no-.
3)
La libertad de expresión -si así lo siente, el dueño del bar tiene la libertad
de expresar repugnancia ante un hecho que considera desagradable o inoportuno y
que encima es consumado en su propiedad-
4)
La libertad de discriminar, palabra bastardeada por la ideología de género que
supone que discriminar es algo necesariamente malo.
Pero
en su cabal acepción discriminar significa “distinguir o discernir”.
Vale decir,
discriminar es lo contrario a confundir y se vincula inexorablemente con la
libertad de elegir.
O
sea que le guste o no a los improductivos burócratas que reprimen desde el
INADI, discriminar es un acto propio de la inteligencia.
Es
cierto que a veces se discrimina de manera justa y a veces de manera injusta,
pero ellos es propio de la falibilidad de la inteligencia humana.
Finalmente,
como por reflejo condicionado la religión bien pensante va a sindicar a esta
nota como “homofóbica”, también desde aquí reivindicamos:
5)
La libertad de que los que los homosexuales puedan intimar con quienes les
venga en gana, a condición obvia de que la praxis escogida sea llevada a cabo
en el ámbito de sus respectivas casas o en la casas o establecimientos de todo
aquel que les abra las puertas y acepte el despliegue de estas tendencias.
No
teniendo nada más para decir al respecto, me tomo cinco minutos y me voy a
tomar un café a La Biela:
Sepan
disculpar los demás bares si se sienten discriminados por mi elección…
No hay comentarios:
Publicar un comentario