Por
Gonzalo Sarasqueta
Durante
la campaña electoral de 2015, diversos sectores se ensañaron con Margarita
Stolbizer.
Mientras
la líder de Generación para un Encuentro Nacional (GEN) alumbraba esa colosal
sombra llamada Hotesur y otras yerbas del inframundo Calafate, actores del
cosmos kirchnerista y otros tantos de la góndola opositora la acusaron —en el
mejor de los casos— de prestidigitadora (ojalá hubiese sido un número de white
magic).
Pero, el tiempo,
una monja, un tal López y una metralleta dormida en el piso demostraron que
Macondo, a veces, nos queda chico.
Y
claro: que el relato de la diputada progresista, además de tener pasta de
bestseller, también conjugaba muy bien con la realidad.
Y,
ahí sí, nos indignamos.
Dijimos
"basta".
Todos,
incluso una parcela del cristinismo nuclear.
Hasta
Diego Brancatelli besó la lona.
Prestarle mayor
atención al radar de Stolbizer es, probablemente, una de las moralejas de este
thriller político.
Pero
hay más material para masticar.
Por
ejemplo, el estilo de liderazgo que valoramos los argentinos.
Cuestión
que, si empalmamos con la Ferrari 348 de Carlos Saúl, el sauna de Amado y las
cuentas de Panamá del Presidente, dista de ofrecer resultados alentadores.
Lejos
de empoderar a dirigentes coherentes, que hacen pedagogía política con su
estilo de vida sobrio, los argentinos elevamos a la categoría de mesías o
redentores a multimillonarios estrafalarios.
¿Por
qué?
La
hipótesis se bifurca:
Nuestro
olfato privilegia otras variables —carisma, discurso, armado político,
trayectoria, estética, etcétera— por sobre el origen del holgado patrimonio del
candidato, o, algo aún más preocupante, nuestros máximos representantes son un
fiel reflejo de la pulsión mercantilista que llevamos dentro;
el
Presidente como compendio del espejismo suntuoso que nos desvela.
Todo
puede ser.
De cualquier
forma, vale la pena el diván sociológico.
La
catarsis podría continuar con una geografía de la corrupción.
Solemos
empecinarnos, y está bien que lo hagamos, con poner el lente en la esfera
pública.
Todos
los reflectores apuntan al edificio estatal.
Perfecto,
de eso se trata la accountability vertical:
Representados
controlando a sus representantes.
Pero
también sería interesante comprender que, del otro lado del mostrador, hay un
actor privado que completa la espiral de esta anomalía cívica.
Son
dos las partes que atentan contra la salud del sistema democrático:
Una,
ungida por el voto popular y otra, a cargo del desarrollo del país.
Ambas son
responsables del deterioro institucional, social y cultural.
Asimilar
que la corrupción es un fenómeno estructural y no focalizado duele.
Sin
duda.
Que cada uno de
nosotros, en menor o mayor medida, sea cómplice —por omisión— o partícipe —por
praxis— de este flagelo produce un sentimiento degradante.
Duele
estar atravesado por ese síntoma palpable del egoísmo.
Porque
vale agregar: la corrupción tiene
ideología.
Y
bien estilizada.
Su
vocación es netamente individualista.
Tiende a la
concentración de la riqueza y no a su distribución.
Promueve
la implantación del monopolio, a tal punto que es uno de los colmillos del
capitalismo salvaje. Neoliberalismo rima perfecto con corrupción.
Fernando
Collor de Mello, Alberto Fujimori, Carlos Menem, Carlos Salinas de Gortari,
algunas de las pruebas contundentes que desfilaron por la pasarela
latinoamericana.
Por
eso, el estruendo es doble cuando se trata de fuerzas vinculadas con el cosmos
progresista.
El
hiato entre discurso y realidad es más profundo.
Pregonar equidad
y obrar en pos de la fractura social es cinismo puro y duro.
Violencia
semiótica, donde la igualdad se vuelve un recurso retórico más y el
"pobretariado", es decir, todos aquellos que pululan en los márgenes
del sistema y a los que la izquierda democrática debería dar voz, herramientas
y alternativas para salir de su condición inhumana pasan a ser un muletilla
discursiva.
Los militantes
del "roban, pero hacen", por lo general, descalifican estas
invitaciones a la autocrítica.
Las
consideran taras de un —supuesto— "puritanismo surreal" que sólo
conduce al inmovilismo.
Sin
embargo, los que retrasan la alteración del statu quo, ignoran prácticas
paralizantes o degenerativas como la corrupción, son ellos.
En
cambio, los líderes que, a pesar de no
ser redituable en términos electorales, interpelan, cuestionan y pinchan
nuestra conciencia cada día, nos sacan de la zona de confort, son los que nos
están invitando realmente a transformarnos como sociedad.
No
estaría mal prestarles las riendas, aunque sea un momento, un tiempo:
Un mandato.
El
autor es magíster en Periodismo (Universidad de Barcelona/ Columbia
University), en Ciencia Política (Universidad Complutense de Madrid).
Doctorando
en Ciencia Política (UNSAM).
Es
consultor en Comunicación Política e investigador del Laboratorio de Políticas
Públicas (LPP).
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