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Caricatura de Alfredo Sabat

miércoles, 3 de agosto de 2016

Margarita tenía razón

Por Gonzalo Sarasqueta

Durante la campaña electoral de 2015, diversos sectores se ensañaron con Margarita Stolbizer.
Mientras la líder de Generación para un Encuentro Nacional (GEN) alumbraba esa colosal sombra llamada Hotesur y otras yerbas del inframundo Calafate, actores del cosmos kirchnerista y otros tantos de la góndola opositora la acusaron —en el mejor de los casos— de prestidigitadora (ojalá hubiese sido un número de white magic).

Pero, el tiempo, una monja, un tal López y una metralleta dormida en el piso demostraron que Macondo, a veces, nos queda chico.
Y claro: que el relato de la diputada progresista, además de tener pasta de bestseller, también conjugaba muy bien con la realidad.
Y, ahí sí, nos indignamos.
Dijimos "basta".
Todos, incluso una parcela del cristinismo nuclear.
Hasta Diego Brancatelli besó la lona.

Prestarle mayor atención al radar de Stolbizer es, probablemente, una de las moralejas de este thriller político.
Pero hay más material para masticar.
Por ejemplo, el estilo de liderazgo que valoramos los argentinos.
Cuestión que, si empalmamos con la Ferrari 348 de Carlos Saúl, el sauna de Amado y las cuentas de Panamá del Presidente, dista de ofrecer resultados alentadores.

Lejos de empoderar a dirigentes coherentes, que hacen pedagogía política con su estilo de vida sobrio, los argentinos elevamos a la categoría de mesías o redentores a multimillonarios estrafalarios.
¿Por qué?
La hipótesis se bifurca:
Nuestro olfato privilegia otras variables —carisma, discurso, armado político, trayectoria, estética, etcétera— por sobre el origen del holgado patrimonio del candidato, o, algo aún más preocupante, nuestros máximos representantes son un fiel reflejo de la pulsión mercantilista que llevamos dentro;
el Presidente como compendio del espejismo suntuoso que nos desvela.
Todo puede ser.
De cualquier forma, vale la pena el diván sociológico.

La catarsis podría continuar con una geografía de la corrupción.
Solemos empecinarnos, y está bien que lo hagamos, con poner el lente en la esfera pública.
Todos los reflectores apuntan al edificio estatal.
Perfecto, de eso se trata la accountability vertical:
Representados controlando a sus representantes.
Pero también sería interesante comprender que, del otro lado del mostrador, hay un actor privado que completa la espiral de esta anomalía cívica.
Son dos las partes que atentan contra la salud del sistema democrático:
Una, ungida por el voto popular y otra, a cargo del desarrollo del país.
Ambas son responsables del deterioro institucional, social y cultural.

Asimilar que la corrupción es un fenómeno estructural y no focalizado duele.
Sin duda.
Que cada uno de nosotros, en menor o mayor medida, sea cómplice —por omisión— o partícipe —por praxis— de este flagelo produce un sentimiento degradante.
Duele estar atravesado por ese síntoma palpable del egoísmo.
Porque vale agregar: la corrupción tiene ideología.
Y bien estilizada.
Su vocación es netamente individualista.
Tiende a la concentración de la riqueza y no a su distribución.
Promueve la implantación del monopolio, a tal punto que es uno de los colmillos del capitalismo salvaje. Neoliberalismo rima perfecto con corrupción.
Fernando Collor de Mello, Alberto Fujimori, Carlos Menem, Carlos Salinas de Gortari, algunas de las pruebas contundentes que desfilaron por la pasarela latinoamericana.

Por eso, el estruendo es doble cuando se trata de fuerzas vinculadas con el cosmos progresista.
El hiato entre discurso y realidad es más profundo.
Pregonar equidad y obrar en pos de la fractura social es cinismo puro y duro.
Violencia semiótica, donde la igualdad se vuelve un recurso retórico más y el "pobretariado", es decir, todos aquellos que pululan en los márgenes del sistema y a los que la izquierda democrática debería dar voz, herramientas y alternativas para salir de su condición inhumana pasan a ser un muletilla discursiva.

Los militantes del "roban, pero hacen", por lo general, descalifican estas invitaciones a la autocrítica.
Las consideran taras de un —supuesto— "puritanismo surreal" que sólo conduce al inmovilismo.
Sin embargo, los que retrasan la alteración del statu quo, ignoran prácticas paralizantes o degenerativas como la corrupción, son ellos.
En cambio, los líderes que, a pesar de no ser redituable en términos electorales, interpelan, cuestionan y pinchan nuestra conciencia cada día, nos sacan de la zona de confort, son los que nos están invitando realmente a transformarnos como sociedad.
No estaría mal prestarles las riendas, aunque sea un momento, un tiempo:
Un mandato.

El autor es magíster en Periodismo (Universidad de Barcelona/ Columbia University), en Ciencia Política (Universidad Complutense de Madrid).
Doctorando en Ciencia Política (UNSAM).

Es consultor en Comunicación Política e investigador del Laboratorio de Políticas Públicas (LPP).

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