Carlos
Cueto Cedillo
Hoy
en día se reconoce la existencia de un problema máximo y generalizado en
nuestra sociedad:
La
desconfianza de los ciudadanos en los representantes políticos, en los
gobernantes y en los administradores públicos.
La
ciudadanía es cada vez más sensible a que la actuación de los poderes públicos
(en concreto, el poder ejecutivo) sea respetuosa tanto con el espíritu y letra
de la ley, como con los principios éticos y valores sociales de su entorno y
con la propia herencia cultural y política.
Que
el sector público deba responsabilizarse de sus actos no es nuevo y para eso ya
existen las leyes y diferentes instituciones y órganos de control en un estado
democrático y de derecho.
Pero
además los gobernantes y administradores públicos tienen que mostrar su capacidad
para desarrollar un servicio público con clara vocación y orientación al
ciudadano e incluso llegar a consolidar principios y valores compartidos, dado
que el sector público refleja la ética de la propia sociedad donde aparece y
donde está inmerso.
Coloquialmente
muchas veces ética y moral se emplean como sinónimos.
Pero
no significan exactamente lo mismo.
La
ética constituye una rama filosófica que reflexiona sobre la moralidad de
nuestra conducta con la intención de legitimarla a partir de unos principios
compartidos y respetados por cualquier individuo, independientemente de su
moral.
La
ética no es sólo individual porque puede contribuir también a que una sociedad
sea más eficiente y responsable.
Cuando las decisiones se toman en
representación de una colectividad, la moral individual es insuficiente.
De
ahí que el verdadero valor de la ética en el ámbito público se tenga que
centrar básicamente en lo que “debe ser”
y el “cómo” lograr la integración de
los valores de la sociedad en el Gobierno y Administración pública.
El
“deber ser” en el ámbito público no se circunscribe al cumplimiento de la
legalidad, sino que alcanza también a los valores sociales, porque aunque no
lleguen a estar reglamentados en normas jurídicas, vienen a expresar algo más que
un estado de opinión, generando incluso reacciones de más o menos aceptación y
hasta de rechazo a determinadas conductas y comportamientos corruptos de las
organizaciones públicas, de sus empleados y cargos y de los representantes que
las gobiernan.
De
hecho, la corrupción no es sino una de las manifestaciones de la crisis de
valores en una sociedad democrática y de derecho, que ha venido primando más
los derechos y el relativismo moral, en detrimento del sentido del deber y de
la atención a los principios éticos en la gestión de la “res pública”.
Ciertamente,
han desaparecido o se han transformado muchos valores en nuestra sociedad, y se
ha ido haciendo patente la necesidad acuciante de reinventarlos e incluso
elevarlos a rango de Códigos.
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