Emilio
J. Cárdenas
La
política contemporánea parece haber incorporado un instrumento que ciertamente
no es nuevo, pero que pareciera estar ganando impulso.
Me
refiero al uso y abuso de las manifestaciones callejeras que, al atraer la
inmediata atención de los medios de comunicación masiva, se transforman en una
verdadera caja de resonancia.
América
Latina no está exenta –para nada- de ese fenómeno.
En
algunos de sus países, como es el caso
de la Argentina, las
manifestaciones callejeras apuntan perversamente a lastimar y generar el mayor
daño posible a terceros, mediante la interrupción del tráfico,
provocando el consiguiente mal humor social y daños de diversos tipos nunca
medidos adecuadamente.
No
obstante, tampoco cabe la actitud de exagerar fácilmente cuál es la verdadera
magnitud del uso y abuso de las calles con fines políticos en algún escenario
concreto.
En
Chile, Ricardo González, investigador del Centro de Estudios Políticos, acaba
de hacer algunas primeras observaciones y conclusiones sobre las
manifestaciones sociales.
Vale
la pena referirse brevemente a ellas con el objeto de hacer al menos una
primera aproximación a la realidad social que reflejan.
Chile, en líneas
generales, es uno de los países más ordenados y, excepción hecha de lo que
ocurre con los aborígenes del sur del país, uno de los más severos y
respetuosos de nuestra región.
Pero
sólo el 17% de los chilenos asegura haber asistido por lo menos a una marcha o
manifestación el año pasado.
Si
recordamos que en el 2005 ese porcentaje era de apenas unos 2 puntos menos, una
primera conclusión nos lleva a aceptar que el uso y el abuso de la calle por
razones políticas está lejos de ser una explosión y se ha mantenido más o menos
constante a lo largo de la última década.
Al
menos esto es lo que parece haber ocurrido en Chile.
Una segunda
observación es que quienes asisten a las marchas tienden a ser, principalmente,
personas entre 18 y 34 años, en general de bajos ingresos económicos.
Como
telón de fondo de este mismo tema hay también que recordar que el 48% de los
chilenos asegura –muy suelto de cuerpo- no tener “mayor interés” en la
política.
Por
ende, para ellos las participaciones personales en las manifestaciones están
–en principio- descartadas.
En situaciones
extremas, sin embargo, como las que sucedieron en la República Argentina al
final de la lamentable gestión de Cristina Fernández de Kirchner, o como las
que están ocurriendo hoy en Venezuela como reacción de protesta frente al
desastre del que es responsable Nicolás Maduro, las manifestaciones pueden
transformarse fácilmente en ejercicios a los que concurren verdaderos gentíos.
En
las protestas contra Cristina Fernández de Kirchner, que se realizaron siempre
ordenadamente y en paz, participaron personas de todas las edades y orígenes
sociales.
Especialmente
las pertenecientes a la clase media, en general, o sea a la clase media alta y
a la clase media baja, por igual.
Cientos
de miles de manifestantes, con frecuencia auto-convocados electrónicamente,
comenzaron a mostrar la enorme disconformidad y hasta el hartazgo que
existieron sobre las fracasadas y arbitrarias gestiones del matrimonio
Kirchner.
Las
manifestaciones políticas son, en muchos casos, expresiones críticas y hasta
demostraciones de apego a la democracia y a las libertades civiles y políticas.
Otras
veces son una expresión de cansancio frente a las crisis y a las escaseces que
hacen difícil la vida cotidiana.
Pero,
si son pacíficas, ellas no son necesariamente incompatibles con la democracia,
sino una de las expresiones legítimas con las que se canaliza la protesta.
Una
primera aproximación a este tema, como la realizada en Chile, sugiere que las
manifestaciones no son hoy sustancialmente más masivas que antes.
Comparado
con el conjunto del pueblo, quienes manifiestan pueden o no, tener distintos
grados de relevancia.
Lo
cierto es que la verdadera e indiscutible conformidad o disconformidad de los
ciudadanos es –en las democracias- aquella que surge de las urnas, al tiempo de
votar.
Para
cerrar este breve comentario parece necesario hacer una última reflexión.
El
aumento de la frecuencia de las manifestaciones parece haber generado una
verdadera “industria” en derredor de ellas.
Ocurre
que son convocadas y organizadas por verdaderos “profesionales” que hacen de su
especialidad, la movilización de la gente, una herramienta política.
Ellos
ofrecen transporte y maneras de calmar la sed o el hambre de sus participantes.
Otras veces
aparecen “viáticos” o remuneraciones por concurrir, lo que es una aberración.
Con
un peligro siempre evidente, porque ellos son quienes “movilizan” a los que
protestan y, con frecuencia, exageran groseramente sus reclamos en busca de
sonoridad.
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