Mauricio
Macri tiene que manejar ciertas realidades: la económica, la política, la
social y la cultural. Por desgracia, aquí no es nada fácil compatibilizarlas.
Por
James Neilson
Mauricio
Macri cree que su propia versión de la Argentina es mejor que las imaginadas
por quienes lo antecedieron en la Casa Rosada, para no hablar de la sociedad corrupta,
depauperada y agrietada que a través de los años lograron construir.
Muchos
coinciden, pero es una cosa querer vivir en lo que se ha dado en llamar un
“país normal” –uno que tendría más en común con Suiza, digamos, que con
Venezuela–, y otra muy distinta alcanzar tal objetivo.
Los
más reacios a hacer un esfuerzo auténtico son, cuando no, los más beneficiados
por el orden corporativista que los macristas quisieran desmantelar.
Tales
personajes incluyen a una multitud de políticos profesionales acostumbrados a
deambular por el mapa ideológico en busca de padrinos o madrinas, sindicalistas
enriquecidos, integrantes de la familia judicial y empresarios que de un modo u
otro dependen de la voluntad del Estado de comprar los servicios que brindan o
mantener a raya a la siempre injusta competencia externa.
Estarían
dispuestos a acompañar al gobierno si no les costara nada, pero saben que por
lo menos algunos se encontrarían entre los perdedores, razón por la cual no
vacilan en aprovechar al máximo el poder que tienen para obligarlo a respetar
lo que toman por sus derechos adquiridos.
Ahora
bien; lo mismo que en todos los demás países, el gobierno de Macri tiene que
manejar ciertas realidades: l
La
económica, la política, la social y, por decirlo de algún modo, la cultural.
Por desgracia,
aquí no es nada fácil compatibilizarlas.
Lo
que parece lógico en el ámbito económico suele considerarse insensato en el
social y por lo tanto político.
Puede
que los macristas hayan ganado algunas batallas culturales al convencer a
muchos de que es tonto dejarse embaucar por demagogos, pero tales triunfos le
valen poco al darse cuenta la gente de que medidas que le parecerían razonables
si fuera cuestión de otro país, la privarán de una tajada significante del
ingreso que necesita para llegar a fin de mes.
Macri,
pues, se asemeja a un chico que está procurando armar un rompecabezas con
piezas que son demasiado grandes o tan pequeñas que no le sirven; aun cuando lograra modificarlas para que
encajaran, descubriría que no corresponden al cuadro que tiene en mente.
Que
este sea el caso puede comprenderse…
La Argentina
empezó a rodar cuesta abajo hace al menos un siglo, no, como a algunos les
gusta creer, en 2001, o en 1945, puesto que cuando Juan Domingo Perón salió de
las entrañas de una dictadura militar, el país ya estaba inmerso en una crisis
estructural gravísima.
Lo
que más preocupa al gobierno de Cambiemos es la inflación.
A
inicios de su gestión, suponía que, gracias a su imagen reluciente en el
exterior, le sería dado dominarla sin tener que esforzarse demasiado.
Se
equivocaba.
No
se trataba de una aberración meramente coyuntural que podría corregir con
facilidad relativa sino de una condición crónica.
Si bien en
ocasiones otros países se han visto devastados por tsunamis hiperinflacionarios
equiparables con el que en la actualidad está asolando la Venezuela chavista,
en ninguno ha persistido tanto el mal como en la Argentina.
Es
parte de la esencia nacional.
Lo
es porque casi todos se aferran a la noción de que el país sea mucho más rico
de lo que harían pensar las apariencias y las estadísticas, de suerte que
siempre puede permitirse ciertos lujos:
Energía
virtualmente gratuita, planes sociales a granel,
un gasto público
que según las pautas de otras latitudes está absurdamente sobredimensionado,
legisladores bien
remunerados en comparación con sus homólogos en lugares relativamente
prósperos,
jubilaciones de
privilegio para los jueces y así largamente por el estilo.
Gobernar
una sociedad congénitamente inflacionaria como la argentina en que casi todos
se creen postergados porque pueden recordar una etapa en que les iba mejor es
una tarea extraordinariamente difícil.
Los encargados de
la economía tienen que ajustar; si no lo hacen, el país no tardaría en
sufrir una nueva catástrofe financiera, pero saben que toda medida en tal
sentido se verá resistida por los muchos que quieren que otros paguen los
costos de la fiesta más reciente.
Asimismo,
no ayuda el que, en un país democrático en que la política es forzosamente
competitiva, sea natural que la oposición se concentre en debilitar el gobierno
sacando provecho de sus presuntos errores sin preguntarse si habrá alterativas
claramente superiores.
Es
lo que está ocurriendo a causa de los tarifazos energéticos que, según las encuestas,
han provocado un bajón de la popularidad de Macri.
No
sólo los peronistas sino también muchos radicales y los seguidores de Elisa
Carrió se afirman convencidos de que sería más sabio desistir de exigirle a la
clase media porteña pagar por lo que consume.
A
veces hablan como si todo se debiera a la crueldad de Juan José Aranguren.
No
hay duda de que en términos políticos quienes piensan así están en lo cierto
cuando señalan que los tarifazos son muy pero muy antipáticos e inciden en el
bienestar de la gente, pero mal que nos pese, el Gobierno
tiene que tomar en cuenta la triste realidad económica, ya que el país no está
en condiciones de continuar gastando muchísimo dinero para importar energía.
Una
vez más, se trata de un conflicto entre la Argentina pletórica de recursos
fácilmente disponibles de la leyenda popular y el país inflacionario real en
que, para aprovecharlos, será preciso cambiar muchas cosas.
Hasta
ahora, el país insinuado por los optimistas, por calificarlos así, siempre ha
derrotado al contrincante reivindicado por una minoría reducida de ortodoxos
–en verdad, de acuerdo con las normas nacionales en la materia difícilmente
podrían ser más heterodoxos–, que toma las estadísticas en serio.
Los
resultados están a la vista; los triunfos de los resueltos a defender al pueblo
de los malditos “neoliberales”, siempre
se han visto seguidos por más atraso y más pobreza.
Hasta
hace apenas un par de meses, el grueso de los interesados en la evolución
política y económica del país preveía que el macrismo conseguiría la reelección
y dispondría del tiempo necesario para que su programa “gradualista” tuviera
éxito.
Aunque
sería prematuro suponer que a Macri le aguarda el mismo destino que el de otros
que aspiraban a “cambiar la historia” para que, luego de muchas décadas de
decadencia, la Argentina comenzara a recuperarse de las heridas autoinfligidas
que la han mantenido postrada, el cambio
del humor social que se ha registrado está alentando a quienes esperan que su
gestión esté condenada a fracasar.
¿Y
entonces?
¿Sería
capaz un eventual gobierno peronista, “racional” o “populista”, salvar a la
clase media de los horrores de un ajuste energético y mejorar las condiciones
de vida de los ya más de diez millones de pobres?
No
hay motivos para creerlo.
A lo sumo, se
limitaría a administrar la crisis fenomenal que habría contribuido a generar.
Parecería
que algunos peronistas lo entienden; son conscientes de que no les convendría
en absoluto apurar el hundimiento del macrismo porque aún no están preparados
para asumir la responsabilidad de gobernar un país en que, a pesar de todo lo
sucedido, las expectativas siguen superando por mucho las posibilidades
inmediatas, pero así y todo no quieren desaprovechar las oportunidades
brindadas por el malestar provocado por los tarifazos y, desde luego, por el
aumento resultante del costo de vida.
Con
sinceridad o de manera un tanto hipócrita, lo mismo da, los voceros de
Cambiemos dicen que no les molestaría que un día el electorado decidiera
reemplazarlo en el poder por un movimiento de otro signo, pero que confían que
sus hipotéticos sucesores continuarán aplicando un programa de gobierno
parecido al suyo.
Lo que
presuntamente quieren decir con eso es que esperan que sean realistas moderados
contrarios al facilismo que, desde comienzos del siglo pasado, ha hecho las
veces de una doctrina política nacional.
No
es que Cambiemos haya sido inmune al virus facilista.
Macri y quienes lo
rodean subestimaron groseramente lo difícil que les sería reordenar una
economía que los kirchneristas habían convertido en un campo minado programado
para estallar en la cara del ganador de las elecciones de octubre de 2015 aun
cuando resultara ser Daniel Scioli.
Alentados
por las palabras de elogio que les llegaron desde Estados Unidos y Europa,
apostaron a que pronto llegarían inversiones tan cuantiosas que la economía levantaría
vuelo sin que se vieran constreñidos a ajustar nada.
De
tal manera, el gobierno de Macri cometió el mismo error que tantos otros que,
al iniciar su gestión, creyeron que el resto del mundo estaría tan impresionado
por su deseo de acatar las reglas internacionales, y también por las riquezas
naturales del país y la “calidad humana” de su habitantes, que no titubearía en
entregarle todo el dinero que pedía.
Es
factible que, por un rato, las fantasías en torno a una “lluvia” de plata
fresca ayudaron al gobierno a consolidarse, pero a la larga tendrían
consecuencias negativas.
Es que, algunos
aventureros aparte, los inversores importantes piensan más en la Argentina del
año 2040 ó 2050 que en el país actual.
No
quieren ser víctimas de un nuevo default que, tal y como están las cosas, sería
más que probable a menos que la clase política en su conjunto logre eliminar de
una vez el peligro planteado por la inflación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario