Cuento
- Texto completo.
Manuel
Mujica Láinez
En
el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa
fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata.
Magdalena
la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose a la reja de su
ventana.
Traen
al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los
oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas.
Dicen
que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto
el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.
A
Magdalena le late el corazón locamente.
De
vez en vez se lleva el pañuelo a los labios.
Otras,
no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento
enorme, oscuro.
El
vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que
nunca ha sido hermosa.
Pero
pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya.
Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.
Magdalena
se retuerce las manos.
¿Se
animará, se animará a salir?
Ya
se oyen los latines con claridad.
Encabeza
la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se
acompasa con el lujo de las dalmáticas.
Sigue
el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías.
Algunos
esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena.
Por
encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo.
Tendrá
que ser ahora.
Magdalena
ahoga un grito, abre la puerta y sale.
Afuera,
la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente.
Nadie
quiso perder las ceremonias.
El
ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso.
Pasan
ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de
golilla.
Pasan
el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de
Forasteros.
Los
oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta
que penden de la caja.
Los
soldados arrastran cuatro cañones viejos.
El
Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.
Magdalena
se suma al cortejo llorando desesperadamente.
El
sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y
le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor.
Pero
Magdalena no calla.
Su
llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre
ilustre:
“Excmo.
Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi…”
El
Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime
así.
Y
el secretario virreinal también, sorprendido.
Y
los cónsules del Real Consulado.
Quienes
más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas
jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.
-¿Qué
tendrá Magdalena?
-¿Qué
tendrá Magdalena?
-¿Cómo
habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?
Las
otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos
rosarios.
-¿Por
qué llorará así Magdalena?
A
las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban.
¿Qué
puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro?
¿Qué
pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus
maridos temblando, como si emanaran del propio Rey?
El
Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza.
Se
alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.
Ya
suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes.
Disparan
los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez
soldados custodian entre hachones encendidos.
Ocupa
cada uno su lugar receloso de precedencias.
En
el altar frontero, levantase la gloria de los salmos.
El
deán comienza a rezar el oficio.
Magdalena
se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules.
Se
aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones
profundas.
Nadie
se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías.
¡Es
tan terrible el dolor de esta mujer!
El
deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición,
la ve y alza una ceja.
Tose
el Marqués de Casa Hermosa, incómodo.
Pero
el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola,
calmándola.
Sólo
unos metros escasos la separan del túmulo.
Allá
arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos,
con sus insignias.
-¿Qué
le acontece a Magdalena?
Las
cuatro hermanas arden como cuatro hachones.
Chisporrotean,
celosas.
-¿Qué
diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy
íntimo, entre ella y el Virrey?
Pero
no, no, es imposible… ¿cuándo?
Don
Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza,
caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer
caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias
del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires,
duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón
con las torres y las quinas de la familia real portuguesa.
Indiferente,
su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.
Magdalena,
de rodillas, convulsa, responde a los Dominus vobis cum.
Las
vecinas se codean:
¡Qué
escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra… ¡Y qué calladito lo tuvo!
Pero,
simultáneamente, infiltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas
mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible
respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.
La
procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual
fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie.
La
sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le
murmura desflecadas frases de consuelo.
Las
cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.
¡Mosca
muerta! ¡Mosca muerta!
¡Cómo
se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil
alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra
seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía
del caserón paterno de la Plaza Mayor!
¿Iría
el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte?
¿Dónde
se encontrarían?
-¿Qué
hacemos? -susurra la segunda.
Han
descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las
monjas.
Se
fue don Pedro, como un muñeco suntuoso.
Era
demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno
de su magnificencia displicente.
Despídese
el concurso.
El
regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace
una reverencia grave, sin saber por qué.
Las
cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo.
También
los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente
alrededor.
Regresan
a la gran casa vacía.
Nadie
dice palabra.
Entre
la belleza insulsa de las otras, destacase la madurez de Magdalena con quemante
fulgor.
Les
parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen.
Y
en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y
la admiran.
Es
como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada,
remozándola para siempre.
Claro
que de estas cosas no se hablará.
No
hay que hablar de estas cosas.
Magdalena
atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante.
Ya
no la dejará.
Hasta
el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto
raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó
por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había
visto nunca.
FIN
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