por
Cristina Bajo
En
el mundo de la escritura y la lectura reinan las emociones. Inspiradoras para
quienes tienen el talento de volcarlas al papel y sanadoras para quienes las
reciben como códigos de identificación.
La
primera vez que uní la poesía a las sensaciones fue cuando siendo muy chica, en
la casona de Cabana, me desperté con el sonido de la lluvia en el techo de
zinc.
Era
tan sedante y armonioso el murmullo, que no pude recuperar el sueño.
Llovió
todo el día y esa sensación no me abandonó.
Recuerdo
que con Eduardo –ambos nos llevábamos pocos años– nos la pasamos asomados a las
ventanas, un poco inquietos porque ese día no podríamos continuar con la casita
que armábamos arriba de un árbol.
A
la tarde, en esas horas en que mamá nos leía, tomó un libro de poesía de Juana
de Ibarbourou y nos leyó un texto que atravesó mi corazón.
Era
“Noche de lluvia”, que comienza:
“Llueve…
espera, no duermas. Estate atento a lo que dice el viento, y a lo que dice el
agua que golpea con sus dedos menudos en los vidrios…”
Y
casi al terminar el poema:
“…Cómo
estará de alegre el trigo, amante.
Con
qué avidez se esponjará la hierba, cuántos diamantes colgarán ahora del ramaje
profundo de los pinos…”
Años
después, siendo una jovencita, Louise May Alcott y la inefable familia March me
recordaron, en algunas cosas (rivalidades de hermanas, la efervescente vocación
de Jo de escribir, el hecho de enviar un cuento a una revista juvenil y verlo
en letras de molde), que era posible alcanzar el sueño de editar.
Y
la adorable e inquieta Anne, de Lucy Maud Montgomery, la que vivía en Tejados
Verdes, me enseñó que podía ser ingeniosa sin ser aburrida y que el ingenio es
algo no sólo deseable, sino valorable, en una mujer de carácter.
No
pasaron muchos años hasta que sentí el aroma del pan recién amasado en los
versos de Gabriela Mistral, y copié en un cuadernito especial el poema de ella
a sus libros, y sin que mi madre supiera, ni mis profesoras, el poema en que
habla del suicidio del hombre que amaba, que nos prohibían leer:
“¿Cómo
quedan, Señor, durmiendo los suicidas?
¿Las
dos sienes vaciadas, las lunas de los ojos albas y engrandecidas, hacia un
ancla invisible las manos orientadas?
¿O
Tú llegas después que los hombres se han ido, y les bajas el párpado sobre el
ojo cegado, y entrecruzas las manos sobre el pecho callado?”
Aquel
poema no sólo me mostró la crudeza de la muerte, de perder al hombre amado,
sino que me dejó un mensaje:
La
inmensa misericordia del perdón divino.
Sufrí
mis primeros desamores con la Storni y, un poco antes, las hermanas Brontë
–Charlotte, Anne y Emily–, además de Margaret Mitchell, despertaron en mí el
gusto por los novelones.
Agatha
Christie me hizo adicta a los libros de suspenso.
Encontré
a Katherine Mansfield y a mi querida Emily Dickinson en una de las revistas
femeninas que compraba mamá, y descubrí a Sor Juana Inés de la Cruz en un libro
del secundario.
Todas
y cada una de ellas dejaron en mi corazón y en mis pensamientos una forma de
goce, algún ejemplo de vida.
Me
mostraron pasiones, engaños, sufrimientos y alegrías.
Me
enseñaron a vivir y a escribir sobre tiempos pasados, como Jane Austen y
Margaret Yourcenar.
Reforzaron
mi fe, como Santa Teresa de Jesús; me mostraron un país de novela, como Beatriz
Guido,
o
me guiaron hacia otros autores, como hizo Victoria Ocampo acercándome a Tagore
y Graham Greene.
Por
eso, en la vejez, las invoco como musas, maestras, amigas, hermanas…
Sugerencias:
1)
Poner al alcance de nuestros hijos y nietos libros de poesía, cuyo recuerdo los
acompañará siempre;
2)
En cuanto a narrativa, existen muchas y muy buenas miniseries clásicas que les
despertarán interés por el libro.
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