Gabriel
García Márquez
Uno
de los personajes más fascinantes de Macondo.
Remedios
es una mujer bellísima y extraña, elemental y pura, que vive como ajena a la
vida ordinaria.
Su
belleza enciende el deseo de los hombres, pero aquellos que intentan consumarlo
mueren de forma inesperada.
Veamos
el poético final de la historia de tan insólita mujer.
La
suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de muerte, estaba entonces
sustentada por cuatro hechos irrebatibles.
Aunque
algunos hombres ligeros de palabra se complacían en decir que bien valía
sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad
fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo.
Tal
vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría
bastado con un sentimiento tan primitivo, y simple como el amor,
pero eso fue lo
único que no se le ocurrió a nadie.
Úrsula
no volvió a ocuparse de ella.
En
otra época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el
mundo, procuró que se interesara por los asuntos elementales de la casa.
"Los
hombres piden más de lo que tú crees", le decía enigmáticamente.
"Hay
mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces, además de
lo que crees."
En
el fondo se engañaba a sí misma tratando de adiestrarla para la felicidad
doméstica,, porque estaba convencida de que, una vez satisfecha la pasión, no
había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un día una
negligencia que estaba más allá de toda comprensión.
El
nacimiento del último José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo
para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones por la
bisnieta.
La
abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y
que en este mundo donde había de todo hubiera también un hombre con suficiente
cachaza para cargar con ella.
Ya
desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa de convertirla en
una mujer útil.
Desde
las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por
darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple
de que era boba.
"Vamos
a tener que rifarte", le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la
palabra de los hombres.
Más
tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera a misa con
la cara cubierta con una mantilla, Amaranta pensó que aquel recurso misterioso
resultaría tan provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante
intrigado como para buscar con paciencia el punto débil de su corazón.
Pero
cuando vio la forma insensata en que despreció a un pretendiente que por muchos
motivos era más apetecible que un príncipe, renunció a toda esperanza.
Fernanda
no hizo siquiera la tentativa de comprenderla.
Cuando
vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que
era una criatura extraordinaria.
Pero
cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no fuera
un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia
tuvieran una vida tan larga.
A
pesar de que el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios,
la bella, era en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás, y que lo
demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la
abandonaron a la buena de Dios.
Remedios,
la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas,
madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus
comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos,
hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas
de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa.
Apenas
había empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba
transparentada por una palidez intensa.
-¿Te
sientes mal? -le preguntó.
Remedios,
la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de
lástima.
-Al
contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó
de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las
sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud.
Amaranta
sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerones y trató de
agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella,
empezaba a elevarse.
Úrsula,
ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza
de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo
a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante
aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de
los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde
terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los
altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
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