Patente
de corso de Arturo Pérez-Reverte
Desde
la ventana, más allá de palmeras y buganvillas, podía verse la bahía des Anges
y la ciudad de Niza.
Esos
días me daban un premio imposible de rechazar, pues lo habían tenido Lawrence
Durrell, Oriana Fallaci y Patrick Leigh Fermor.
Así
que me sentía satisfecho de estar allí, con algunos amigos que venían desde
París.
Los
organizadores me alojaban en una hermosa residencia en la carretera de
Villefranche.
Esa
noche había cena medio formal, y tras una mañana de entrevistas y
conversaciones me había tumbado a dormir un rato.
Ahora
estaba despierto, y tras una ducha me puse una camisa blanca sin corbata, un
traje gris oscuro y unos zapatos negros.
Pasarían
a buscarme en una hora, y anochecía.
Decidí
bajar a esperar en la terraza, que era muy agradable.
Y
al llegar al pie de las escaleras, la vi otra vez a ella.
Era
la sexagenaria –casi septuagenaria, creo– más guapa que he visto en mi vida.
Imaginen
a Romy Schneider más alta y elegante, habiendo sobrevivido razonablemente a los
estragos de la vida.
Tenía
unos ojos claros que las minúsculas arrugas en torno embellecían, y llevaba el
cabello recogido tras la nuca, descubriendo el cuello con un sencillo collar de
perlas. Vestía de negro, bolero y pantalones holgados sobre zapatos de tacón
alto.
Era
la encargada de gestionar la residencia, una especie de directora.
La
casa había pertenecido a su marido y ahora era de no sé qué entidad.
Viuda
desde hacía años, la habían puesto al frente.
Se
encargaba de que todo estuviera en orden y de recibir a los visitantes.
El
día anterior me había recibido a mí.
Era
el único huésped.
Cuando
llegué esperaba en la puerta, correcta y educadísima, y me había enseñado la
residencia antes de ir a la escalera que conducía a mi habitación.
Para
los que fuimos criados en otro tiempo, hay dos maneras deliberadas de subir
escaleras estrechas con una mujer.
En
Francia el hombre suele ir delante, por no tener a la vista lo que podría ser
incorrecto tener.
En
España el hombre suele ir detrás, por si la señora tropieza en los peldaños.
Por
eso al llegar a la escalera me detuve instintivamente, y ella lo hizo también.
Nos
miramos indecisos; y entonces, con una sonrisa que habría fundido el hielo de
todas las cocteleras de la Costa Azul, con toda la coquetería depurada en una
larga vida de elegancia y belleza, subió delante de mí, permitiéndome admirar
un espectáculo que, pese a su edad, seguía siendo fascinante.
Cuando
bajé era de noche y ella estaba al pie de la escalera, puntillosa y cortés.
Dije
que esperaría el automóvil en la terraza, y se ofreció a hacerme compañía
mientras tanto.
Vagamente
incómodo le rogué que no se molestara por mí, que esperaría solo; pero se
empeñó en sentarse a mi lado.
Me
intimidaba un poco, tan mayor y tan bella.
Tan
atractiva.
Habló
de la residencia, de su difunto marido, de su infancia cerca de allí, de
Somerset Maugham, al que había conocido siendo jovencita.
Tenía
una voz educada y dulce, muy francesa, y eso daba un encanto especial a la
penumbra de la terraza, con los grillos cantando en el jardín.
Me
ofreció un cigarrillo y fue la única vez que estuve a punto de fumar en veinte
años.
Poco
a poco fuimos hablando de cosas más personales y complejas.
Dejé
de estar intimidado.
En
un momento determinado, al hilo de un comentario suyo, formulé la pregunta:
«¿Qué pasa con la belleza?», quise saber.
No
me refería en concreto a su belleza, que seguía siendo extrema, sino a la
belleza en general.
Al
patrimonio exclusivo de cierta edad ya remota, que seguía administrando con
sabio esmero.
Dije
sólo eso, porque realmente me interesaba la respuesta y porque un novelista es
un cazador de respuestas, y ella se quedó callada un instante y la brasa de su
cigarrillo brilló dos veces antes de que respondiera.
«Sólo
hay una forma de soportar la demolición –dijo al fin–.
Recordar
lo que has sido y guardar las formas de acuerdo con tu memoria y con tu edad.
No
declararte nunca vencida ante el espejo, sino sonreírle, siempre desdeñosa.
Siempre
superior».
Lo
dijo y se quedó callada escuchando los sonidos de la noche.
«Supongo
–comenté al cabo de un momento– que para eso son necesarios valor, inteligencia
y mucho aplomo».
Ella
siguió fumando en silencio.
Mirábamos
la luna sobre el mar, los reflejos de luces de Niza en la bahía.
Y
entonces, un poco después, como si hubiera recordado de pronto mi pregunta
olvidada, dijo:
"Se
trata de no dejarse ir...."
"De
convertir las maneras en una regla moral".
Y
encendió otro cigarrillo, iluminada por los faros del automóvil que venía a
buscarme haciendo crujir la gravilla frente a la terraza.
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