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Caricatura de Alfredo Sabat

domingo, 3 de mayo de 2020

El liderazgo reticente de Alberto Fernández

Jorge Liotti
LA NACION

En su momento de mayor aceptación social, el Presidente padeció la mayor ofensiva del kirchnerismo duro, que dejó en evidencia el desequilibrio interno.
Anticipan un recambio ministerial cuando ceda la pandemia

El miércoles al mediodía la voz de Cristina Kirchner tronó en el teléfono con la furia que solo ella es capaz de transmitir.
Se acababa de enterar de que la Anses había enviado a una funcionaria sin peso político como representante a la asamblea de Telecom , donde el Estado es accionista.
Del otro lado de la línea el que recibió la ráfaga incandescente fue el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero , quien por su rol había quedado como el último muro de contención de Alejandro Vanoli .
Fue el final para un funcionario que ya tenía el boleto de salida desde hacía más de un mes.

La vicepresidenta demostró que puede resolver estas cuestiones en menos de 24 horas, sin la diplomacia de los llamados a consulta.
"Lo sacó ella porque lo puso ella", explicaron cerca del presidente Alberto Fernández, como una manera de atribuirle toda la línea de errores de Vanoli al kirchnerismo, que en los últimos tiempos se había despegado del funcionario para no pagar los costos de su cuestionada gestión.

En diciembre, el jefe de asesores Juan Manuel Olmos les había pasado a Fernández y a Cafiero todo el listado de directores estatales en empresas privadas, con las fechas de las asambleas de cada una de ellas.
Eduardo "Wado" de Pedro, el cada vez más influyente ministro del Interior, había manifestado su interés en ocupar la silla de director por el Estado en Telecom. Vanoli se distrajo.

Tampoco entendió la sensibilidad del tema, en un momento en el que el Gobierno reservadamente volvió a tensar las relaciones con el Grupo Clarín, accionista de la telefónica.
"Sí, es cierto, se volvió a complicar la relación con el grupo", admitieron muy cerca del despacho principal de Olivos.
En el holding mediático tomaron nota de la propuesta que lanzó el titular del Instituto de Cinematografía, Luis Puenzo, para aplicar un impuesto a las plataformas de streaming.
Cuando el director de La historia oficial habla de Netflix, en el Grupo Clarín escuchan Flow.
Problemas de subtitulado.

Cristina había convocado semanas atrás a Vanoli al Instituto Patria para enrostrarle su falta de generosidad con La Cámpora en las codiciadas UDAI (Unidad de Atención Integral), que son las oficinas de la Anses en todo el país, la red más extendida de una dependencia estatal en la Argentina, que en los hechos implica cientos de puestos laborales.
La agrupación que lidera Máximo Kirchner venía embistiendo desde hacía tiempo para apartarlo.

Aunque parezca curioso, también en el kirchnerismo auténtico hay dos líneas, aunque totalmente orgánicas:
Por un lado el Instituto Patria, donde Cristina recibe a personajes como Vanoli, Oscar Parrilli, Carlos Zannini o Tristán Bauer (algo así como "la vieja guardia"); y por el otro La Cámpora, con sede central en el despacho de Máximo Kirchner ("la orga", en la jerga militante).
En este contexto, era totalmente natural que el lugar vacante en la Anses lo ocupara una portadora sana del camporismo como Fernanda Raverta y que el movimiento se completara con el desembarco en el ministerio bonaerense de Desarrollo para la Comunidad de Andrés "Cuervo" Larroque.
El hombre más identificado con Máximo quedó sentado a la mesa de Axel Kicillof.
Los aspirantes a sucesor presidencial se miden en silencio.

En esta dinámica entre el Instituto Patria y La Cámpora se está gestando el principal proyecto político del país, que interpreta el mandato de Alberto Fernández como una transición para "ordenar el desastre que dejó Mauricio Macri" y que prepara su proyecto de largo plazo con un avance progresivo en los espacios de poder.
"Cristina trabaja para los pibes", es la síntesis de uno de los que articulan en el espacio.
Tienen un liderazgo claro, una estrategia absolutamente definida y una multiplicidad de actores a disposición.

Nunca antes como en la semana que termina quedó tan en evidencia el contraste entre la ambición y la densidad del proyecto político kirchnerista y la inmaterialidad del albertismo.
Solo así se puede entender que cuando el Presidente se encuentra en el mejor pasaje de su gestión, con índices de aprobación social históricos y reconocimiento internacional por su manejo de la pandemia, padezca una serie de heridas generadas desde el propio oficialismo que ya le hicieron perder una parte de su buena imagen.

Pero Alberto Fernández no sacudió el tablero; mantuvo su papel de administrador paciente de las diferencias, su rol de garante de la unidad del Frente de Todos.
Hacia el interior del espacio, fue interpretado como una demostración de liderazgo reticente y en algunos actores generó desilusión, aunque quienes son amigos del Presidente siguen recomendando no subestimarlo y dicen que prefiere guardar su capital político para el momento más crítico de la pandemia, que nunca llega, pero se avecina, inevitable.

"Del otro lado avanzan todo el tiempo, ocupan espacios, llenan de voces los medios; nosotros no tenemos esa capacidad, nos falta gente y tenemos encima todos los problemas de gestionar".
La expresión resignada de uno de los funcionarios que entran a diario al despacho principal de Olivos refleja el agotamiento que sufre su entorno más cercano. No hay equivalencias internas en esa compulsa no declarada.

La crisis del coronavirus dejó en evidencia las limitaciones de algunos protagonistas del equipo presidencial, un clavo flojo que Cristina martilla cada vez que puede.
Hay un consenso generalizado en que apenas pase lo peor de la pandemia habrá una renovación del gabinete.
Se lo vienen reclamando varios intendentes bonaerenses, que están mucho más cerca de Olivos que los gobernadores, definitivamente despegados del destino del gobierno nacional.
"Va a ser necesario un recambio para la nueva etapa que se viene", admiten ya sin filtros en la Casa Rosada.

La relación con los gobernadores quedó dañada después del anuncio trunco del fin de semana pasado sobre la flexibilización de la cuarentena.
En la videoconferencia del viernes pasado, Alberto Fernández se había referido a la posibilidad de permitir los paseos para los niños, una idea que le había planteado la Unicef sobre la base de la inquietud de algunos psicólogos.
Según los testigos de la conversación, algunos mandatarios provinciales esbozaron la posibilidad de medidas más aperturistas aún, como las que aplicó el radical Gerardo Morales en Jujuy.

El Presidente se quedó con la idea de que había espacio para un gesto de alivio ante tanto encierro, pero no hubo más consultas.
El sábado a la noche, al anunciar que se podía salir a la calle por una hora, Fernández no solo sorprendió a los gobernadores, sino que se expuso a su primer tropiezo grave desde que estalló la pandemia.
Lo simbólico del comunicado conjunto de Kicillof, Horacio Rodríguez Larreta, Omar Perotti y Juan Schiaretti no fue solo que desandaron la caminata de los 500 metros, sino que echaron un manto de dudas sobre el valor de la palabra presidencial.

"Son unos cagones", bramó un asesor presidencial, por entender que los gobernadores se asustaron ante la imposibilidad de controlar una salida administrada. Otro, más sereno, reconoció:
"Es un rayón importante en la carrocería de Alberto.
Él había logrado instalarse como un pater protector ante la angustia de la sociedad.
Ahora su palabra será puesta en duda.
La gente se había entusiasmado con la idea de oxigenarse un poco, y se incumplió".
Efectivamente, en los últimos días la gente pareció empezar a perderle el miedo a la pandemia, una trampa mortal según los especialistas.

Algunos operadores del Gobierno buscan convencer al Presidente de que su sobreexposición como único vocero autorizado termina por desgastarlo.
Ocurrió con el tema que mayor costo político le insumió en estos días:
La liberación de los presos.
Dejó discurrir una eternidad de ambigüedades hasta que salió con un hilo de tuits a despegarse de las excarcelaciones masivas.

La única explicación ante una demora que generó zozobra social fueron otra vez la puja subterránea y las deficiencias de la gestión.
Marcela Losardo, que ya había admitido que no estaba al tanto de las presentaciones de su subalterno Horacio Pietragalla para favorecer a Ricardo Jaime, estaba también al margen de la revuelta de los presos.
En la cárcel de Devoto negociaba su segundo, Juan Martín Mena, un pura sangre K.
Mientras le frenaba el nombramiento de Emiliano Blanco como subsecretario de Asuntos Penitenciarios (en plena crisis el cargo sigue vacante por esta disputa), La Cámpora le exigía mayor protagonismo a Losardo, que recién terminó de salir a hablar el jueves.
Para entonces, los reclusos ya habían tomado los techos e impuesto condiciones.

Sus demandas eran exactamente las mismas que ya el 6 de diciembre pasado, días antes del recambio en el poder, habían expuesto durante una huelga de hambre simultánea en prisiones bonaerenses:
Conformar una mesa de diálogo con la participación de la Comisión para la Memoria y el CELS para solucionar el tema de la superpoblación y abordar los déficits estructurales de las cárceles.
La medida apuntaba a condicionar a la administración entrante y el documento que firmaron los presos tenía claramente la inspiración ideológica de figuras como Roberto Cipriano García, con citas de la Comisión Americana y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

El coronavirus solo terminó por cristalizar un proceso que se había iniciado hace tiempo y que el Gobierno no identificó.
Tampoco lo hizo Kicillof, quien evidencia poca atracción por la cuestión y escaso margen de maniobra entre la postura garantista de García, la penalizadora de Sergio Berni y la oscilación silenciosa de Julio Alak, el ministro de Justicia.
Tal fue el desconcierto general por el tema cárceles que, apenas sonaron las cacerolas, Sergio Massa, el otro pilar de la coalición gobernante, salió a despegarse con un pedido de juicio político a los jueces.
La cuarentena política llegó a su fin

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