Jorge
Liotti
LA
NACION
En
su momento de mayor aceptación social, el
Presidente padeció la mayor ofensiva del kirchnerismo duro, que dejó en
evidencia el desequilibrio interno.
Anticipan
un recambio ministerial cuando ceda la pandemia
El miércoles al
mediodía la voz de Cristina Kirchner tronó en el teléfono con la furia que solo
ella es capaz de transmitir.
Se
acababa de enterar de que la Anses había enviado a una funcionaria sin peso
político como representante a la asamblea de Telecom , donde el Estado es
accionista.
Del
otro lado de la línea el que recibió la ráfaga incandescente fue el jefe de
Gabinete, Santiago Cafiero , quien por su rol había quedado como el último muro
de contención de Alejandro Vanoli .
Fue el final
para un funcionario que ya tenía el boleto de salida desde hacía más de un mes.
La
vicepresidenta demostró que puede resolver estas cuestiones en menos de 24
horas, sin la diplomacia de los llamados a consulta.
"Lo
sacó ella porque lo puso ella", explicaron cerca del presidente Alberto
Fernández, como una manera de atribuirle toda la línea de errores de Vanoli al
kirchnerismo, que en los últimos tiempos se había despegado del funcionario
para no pagar los costos de su cuestionada gestión.
En
diciembre, el jefe de asesores Juan Manuel Olmos les había pasado a Fernández y
a Cafiero todo el listado de directores estatales en empresas privadas, con las
fechas de las asambleas de cada una de ellas.
Eduardo
"Wado" de Pedro, el cada
vez más influyente ministro del Interior, había manifestado su interés
en ocupar la silla de director por el Estado en Telecom. Vanoli se distrajo.
Tampoco
entendió la sensibilidad del tema, en un momento en el que el Gobierno
reservadamente volvió a tensar las relaciones con el Grupo Clarín, accionista
de la telefónica.
"Sí,
es cierto, se volvió a complicar la relación con el grupo", admitieron muy
cerca del despacho principal de Olivos.
En
el holding mediático tomaron nota de la propuesta que lanzó el titular del
Instituto de Cinematografía, Luis Puenzo, para aplicar un impuesto a las
plataformas de streaming.
Cuando
el director de La historia oficial habla de Netflix, en el Grupo Clarín
escuchan Flow.
Problemas
de subtitulado.
Cristina había
convocado semanas atrás a Vanoli al Instituto Patria para enrostrarle su falta
de generosidad con La Cámpora en las codiciadas UDAI (Unidad de
Atención Integral), que son las oficinas de la Anses en todo el país, la red
más extendida de una dependencia estatal en la Argentina, que en los hechos
implica cientos de puestos laborales.
La agrupación
que lidera Máximo Kirchner venía embistiendo desde hacía tiempo para apartarlo.
Aunque
parezca curioso, también en el kirchnerismo auténtico hay dos líneas, aunque
totalmente orgánicas:
Por
un lado el Instituto Patria, donde Cristina recibe a personajes como Vanoli,
Oscar Parrilli, Carlos Zannini o Tristán Bauer (algo así como "la vieja
guardia"); y por el otro La Cámpora,
con sede central en el despacho
de Máximo Kirchner ("la orga", en la jerga militante).
En
este contexto, era totalmente natural que el lugar vacante en la Anses lo
ocupara una portadora sana del camporismo como Fernanda Raverta y que el
movimiento se completara con el desembarco en el ministerio bonaerense de
Desarrollo para la Comunidad de Andrés "Cuervo" Larroque.
El
hombre más identificado con Máximo quedó sentado a la mesa de Axel Kicillof.
Los
aspirantes a sucesor presidencial se miden en silencio.
En esta dinámica
entre el Instituto Patria y La Cámpora se está gestando el principal proyecto
político del país,
que interpreta el mandato de Alberto Fernández como una transición para
"ordenar el desastre que dejó Mauricio Macri" y que prepara su
proyecto de largo plazo con un avance progresivo en los espacios de poder.
"Cristina
trabaja para los pibes", es la síntesis de uno de los que
articulan en el espacio.
Tienen
un liderazgo claro, una estrategia absolutamente definida y una multiplicidad
de actores a disposición.
Nunca antes como
en la semana que termina quedó tan en evidencia el contraste entre la ambición
y la densidad del proyecto político kirchnerista y la inmaterialidad del
albertismo.
Solo
así se puede entender que cuando el Presidente se encuentra en el mejor pasaje
de su gestión, con índices de aprobación social históricos y reconocimiento
internacional por su manejo de la pandemia, padezca una serie de heridas
generadas desde el propio oficialismo que ya le hicieron perder una parte de su
buena imagen.
Pero
Alberto Fernández no sacudió el tablero; mantuvo
su papel de administrador paciente de las diferencias, su rol de
garante de la unidad del Frente de Todos.
Hacia
el interior del espacio, fue interpretado como una demostración de liderazgo
reticente y en algunos actores generó desilusión, aunque quienes son amigos del
Presidente siguen recomendando no subestimarlo y dicen que prefiere guardar su
capital político para el momento más crítico de la pandemia, que nunca llega,
pero se avecina, inevitable.
"Del otro
lado avanzan todo el tiempo, ocupan espacios, llenan de voces los medios;
nosotros no tenemos esa capacidad, nos falta gente y tenemos encima todos los
problemas de gestionar".
La
expresión resignada de uno de los funcionarios que entran a diario al despacho
principal de Olivos refleja el agotamiento que sufre su entorno más cercano. No hay equivalencias internas en esa
compulsa no declarada.
La
crisis del coronavirus dejó en evidencia las limitaciones de algunos
protagonistas del equipo presidencial,
un clavo flojo que Cristina martilla cada vez que puede.
Hay un consenso
generalizado en que apenas pase lo peor de la pandemia habrá una renovación del
gabinete.
Se
lo vienen reclamando varios intendentes bonaerenses, que están mucho más cerca de
Olivos que los gobernadores, definitivamente despegados del destino del
gobierno nacional.
"Va
a ser necesario un recambio para la nueva etapa que se viene", admiten ya
sin filtros en la Casa Rosada.
La
relación con los gobernadores quedó dañada después del anuncio trunco del fin
de semana pasado sobre la flexibilización de la cuarentena.
En
la videoconferencia del viernes pasado, Alberto Fernández se había referido a
la posibilidad de permitir los paseos para los niños, una idea que le había
planteado la Unicef sobre la base de la inquietud de algunos psicólogos.
Según
los testigos de la conversación, algunos mandatarios provinciales esbozaron la
posibilidad de medidas más aperturistas aún, como las que aplicó el radical
Gerardo Morales en Jujuy.
El
Presidente se quedó con la idea de que había espacio para un gesto de alivio
ante tanto encierro, pero no hubo más consultas.
El
sábado a la noche, al anunciar que se podía salir a la calle por una hora,
Fernández no solo sorprendió a los gobernadores, sino que se expuso a su primer
tropiezo grave desde que estalló la pandemia.
Lo
simbólico del comunicado conjunto de Kicillof, Horacio Rodríguez Larreta, Omar
Perotti y Juan Schiaretti no fue solo que desandaron la caminata de los 500
metros, sino que echaron un manto de dudas sobre el valor de la palabra
presidencial.
"Son
unos cagones", bramó un asesor presidencial, por entender que los
gobernadores se asustaron ante la imposibilidad de controlar una salida
administrada. Otro, más sereno, reconoció:
"Es un rayón
importante en la carrocería de Alberto.
Él
había logrado instalarse como un pater protector ante la angustia de la
sociedad.
Ahora
su palabra será puesta en duda.
La
gente se había entusiasmado con la idea de oxigenarse un poco, y se
incumplió".
Efectivamente,
en los últimos días la gente pareció empezar a perderle el miedo a la pandemia,
una trampa mortal según los especialistas.
Algunos
operadores del Gobierno buscan convencer al Presidente de que su
sobreexposición como único vocero autorizado termina por desgastarlo.
Ocurrió
con el tema que mayor costo político le insumió en estos días:
La
liberación de los presos.
Dejó
discurrir una eternidad de ambigüedades hasta que salió con un hilo de tuits a
despegarse de las excarcelaciones masivas.
La
única explicación ante una demora que generó zozobra social fueron otra vez la
puja subterránea y las deficiencias de la gestión.
Marcela
Losardo, que ya había admitido que no estaba al tanto de las presentaciones de
su subalterno Horacio Pietragalla para favorecer a Ricardo Jaime, estaba
también al margen de la revuelta de los presos.
En
la cárcel de Devoto negociaba su segundo, Juan Martín Mena, un pura sangre K.
Mientras
le frenaba el nombramiento de Emiliano Blanco como subsecretario de Asuntos
Penitenciarios (en plena crisis el cargo sigue vacante por esta disputa), La
Cámpora le exigía mayor protagonismo a Losardo, que recién terminó de salir a
hablar el jueves.
Para
entonces, los reclusos ya habían tomado los techos e impuesto condiciones.
Sus demandas eran
exactamente las mismas que ya el 6 de diciembre pasado, días antes del recambio
en el poder, habían expuesto durante una huelga de hambre simultánea en
prisiones bonaerenses:
Conformar
una mesa de diálogo con la participación de la Comisión para la Memoria y el
CELS para solucionar el tema de la superpoblación y abordar los déficits
estructurales de las cárceles.
La
medida apuntaba a condicionar a la administración entrante y el documento que
firmaron los presos tenía claramente la inspiración ideológica de figuras como
Roberto Cipriano García, con citas de la Comisión Americana y el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos.
El
coronavirus solo terminó por cristalizar un proceso que se había iniciado hace
tiempo y que el Gobierno no identificó.
Tampoco
lo hizo Kicillof, quien evidencia poca atracción por la cuestión y escaso
margen de maniobra entre la postura garantista de García, la penalizadora de
Sergio Berni y la oscilación silenciosa de Julio Alak, el ministro de Justicia.
Tal
fue el desconcierto general por el tema cárceles que, apenas sonaron las
cacerolas, Sergio Massa, el otro pilar de la coalición gobernante, salió a
despegarse con un pedido de juicio político a los jueces.
La cuarentena política llegó a su fin
No hay comentarios:
Publicar un comentario