Carlos
Pagni / LA NACION
La pandemia
contaminó a la política de un dramático cortoplacismo.
El
futuro queda ahora a semanas de distancia.
La
unidad de medida temporal es la cuarentena.
Contra ese
horizonte tan incierto se destaca todavía más una decisión de Alberto Fernández
relativa al largo plazo.
Suspendió
la participación de la Argentina en las negociaciones comerciales del Mercosur
con otros bloques o países, salvo con Europa.
La
concepción que lo impulsa no debe sorprender.
Fernández
pertenece a una coalición proteccionista, por su forma de pensar la economía y
por sus alianzas sectoriales.
Él
y su grupo están ligados a sectores que, para sobrevivir, necesitan que el
Estado los proteja de competidores extranjeros.
En cambio, lo
que sí resulta inesperado es el método que siguió el Gobierno para poner en
práctica su idea.
Porque
lo que se resolvió en la reunión del viernes pasado no fue aislar al país de
economías con las que aún no está integrado.
Se resolvió
aislarlo del Mercosur.
Sobre
todo, del mercado brasileño.
Tal
vez no haya que asombrarse con esta determinación.
Se
inscribe en un contexto general de mala praxis que hoy deteriora toda la
política exterior.
Mala praxis
significa que los desaciertos son consecuencia de una impericia y no de un
razonamiento más o menos opinable.
La participación
del Presidente en el Grupo de Puebla pertenece a este tipo de equivocación.
Esa
liga de dirigentes se reunió el 10 de abril y emitió un comunicado en el que
elogió a una sola administración de América Latina:
La
de Alberto Fernández.
Es
lógico: es el único gobierno que
tiene una participación oficial en el grupo.
Los
demás integrantes son opositores a quienes ejercen el poder en sus países.
Hasta
el mexicano Andrés Manuel López Obrador envía allí a dirigentes partidarios, no
a funcionarios públicos.
A
Fernández no le alcanza con intervenir en las reuniones.
Se
hace escoltar por el canciller Felipe Solá .
Quiere
decir que lo que dice y, sobre todo, lo que firma no es la posición del
peronismo, del kirchnerismo, o del albertismo.
Dice y firma la
República Argentina.
Para
comprender el significado político de esta participación ayuda mucho leer la
última declaración.
Allí
se acusa a Jair Bolsonaro, el presidente del principal socio del país, de
cometer con su gestión de la epidemia un crimen de lesa humanidad.
Se
castiga a Sebastián Piñera, también con nombre y apellido, por, según los
firmantes, haber cargado el costo de la crisis económica sobre los más
vulnerables. Se censura a los Estados Unidos y a la Unión Europea, integrada
hasta donde se sabe por algunos amigos de Fernández, por presionar por la
democratización de Venezuela.
Se
acusa al presidente de Ecuador, Lenín Moreno, de perseguir en la Justicia a su
antecesor Rafael Correa, que también suscribe el documento.
Y, entre otras
apologías y rechazos, se defiende a China de las acusaciones de Donald Trump.
Quiere decir que
el Presidente y el canciller argentinos entraron en conflicto, en solo un par
de horas, con los gobiernos de Brasil, Chile, Ecuador, los Estados Unidos y la
Unión Europea.
Aun
nadie explicó en qué estrategia hay que enmarcar esa decisión.
Mientras
se aguarda que alguien lo descifre, sigue valiendo el tuit del politólogo
Javier Caches, para quien "un club de opositores regionales en el cual
Alberto es el único miembro con poder real, más que un club es una
trampa".
No
hay que ser tan alarmante.
Lo
más probable es que sea una manifestación de afecto hacia un amigo:
El
chileno Marco Enríquez-Ominami, conocido en su país como ME-O. Hijo carnal del
guerrillero Miguel Enríquez, muerto por la dictadura de Augusto Pinochet,
Enríquez-Ominami se crio en Francia al amparo de su abuelo materno, el
demócrata cristiano Rafael Gumucio.
El
apellido Ominami lo adoptó del ex esposo de su madre, el ex senador Carlos
Ominami, un prestigioso líder del
socialismo chileno y amigo de Alberto Fernández desde 2003, cuando
integraban una liga de partidos progresistas.
Marco
Enríquez-Ominami constituyó su propio partido, en disidencia con Michelle
Bachelet, y compitió por la presidencia de su país con escasísimo éxito. Logró
lo que se creía imposible:
Irritar al mismo
tiempo a Bachelet y a Piñera.
También
profesa un ecumenismo positivo: en 2015 se acercó a Mauricio Macri.
Y
participa, junto a su esposa, la presentadora televisiva Karen Doggenweiler, de
la agrupación La Cultura del Encuentro, inspirada por el papa Francisco.
Una
señal de pluralismo del Pontífice ante un militante inclaudicable por la
legalización del aborto.
Experto
en artes visuales, ME-O se ha volcado a la consultoría política.
Por
ese camino llegó a México, adonde asesoró al actual gobernador de Puebla, el
controvertido Miguel Barbosa Huerta.
El Grupo de
Puebla fue un regalo de Enríquez-Ominami a su pupilo.
Se
inauguró en julio del año pasado, pero adquirió volumen cuando se sumaron el
presidente argentino y, más tarde, Lula da Silva y Dilma Rousseff.
Enríquez-Ominami
aproximó a Fernández a la oposición a Piñera.
La
semana pasada tuvo una reunión virtual con varios de sus dirigentes, a quienes
aconsejó unirse para terminar con el poder del presidente chileno.
Como
esa interferencia provocó malestar en el gobierno de Piñera, ME-O aclaró por
radio que lo que hizo Fernández es lo que había hecho François Mitterrand
cuando recomendó limar diferencias a los adversarios de Pinochet.
Clarísimo:
Piñera es, para los que organizaron esa entrevista, un dictador.
La posición de
este canciller del corazón de Alberto Fernández es errática.
También
reveló haber intentado reunir a su amigo argentino con Piñera, pero que Piñera
se negó.
¿Hacía
falta comunicar ese desaire?
¿Piñera
no estará esperando que esas gestiones las haga un argentino?
Tal
vez Fernández debería pensar en Solá.
Uno de los beneficiarios
de este desaguisado es el gobernador de Puebla, a quien su
viejo consultor dotó de una figuración inesperada.
El
otro es Piñera: ¿hay algo más conveniente para un político chileno que
enfrentar a adversarios teledirigidos por un argentino?
Hasta
la fraternidad incondicional argentino-chilena tiene un límite.
El lunes,
Fernández debió dedicar 45 minutos a recomponer su relación con Piñera.
Ambos
dicen haber quedado contentos.
Anteayer
le tocó dar explicaciones frente a otro par: el uruguayo Luis Lacalle Pou.
Esta
vez fue por un desacierto con efectos más estructurales.
El
viernes pasado, en una reunión comercial del Mercosur, el secretario de
Relaciones Económicas Internacionales de la Cancillería, Jorge Neme, informó
que la Argentina se retiraba de las negociaciones del Mercosur con terceros
países, salvo los de Europa.
Los
demás socios se enteraron en ese momento de la novedad.
Neme
dio dos razones del apartamiento.
Explicó
a los representantes de los tres gobiernos de centroderecha que lo escuchaban
que la Argentina no puede seguir negociando por el desastre que dejó el
"neoliberalismo".
Y
que es mejor suspender las tratativas hasta saber cómo será el mundo después de
la pandemia.
La decisión de
Neme es inexplicable.
Tal
vez se deba a sus escasos antecedentes.
Solo
fue encargado de relaciones internacionales del tucumano Juan Manzur, tarea en
la cual casi solo protagonizó escándalos.
Detalles.
Lo
que resulta difícil de entender es por qué el Gobierno retiró a la Argentina de
una mesa en la que tiene poder de veto.
Es
decir: ningún acuerdo se podría firmar sin el consentimiento del propio país.
Es
una regla que Cristina Kirchner aprovechó al extremo de enojar a Dilma
Rousseff, quien no podía firmar el tratado con la Unión Europea por la
reticencia de Buenos Aires.
El
de la actual vicepresidenta era un proteccionismo muy cuestionable, pero
inteligente.
El de Fernández
es incomprensible.
Apartarse
de las negociaciones es apartarse del Mercosur.
Es
lo que estaban esperando los demás socios.
Sobre
todo el Brasil de Paulo Guedes.
La estrategia
del ministro de Hacienda de Bolsonaro es mejorar la competitividad brasileña
bajando el costo de los insumos y de los bienes de capital para las empresas de
su país.
Para
eso se propone abrir el comercio reduciendo el arancel externo.
Hasta
el viernes, dependía de la Argentina.
En
adelante, Guedes, igual que uruguayos y paraguayos, podrá hacerlo solo.
El Mercosur dejó
de ser una unión aduanera, con una barrera compartida hacia terceros mercados,
para retrotraerse a la condición de área de libre comercio, con arancel cero
entre los socios.
Las
consecuencias de esta involución son perjudiciales.
Que
los tres socios reduzcan la protección externa quiere decir que podrán comprar
en otros países productos que hoy compran en la Argentina.
Es
decir: las empresas argentinas verían amenazado el mercado del Mercosur.
Sobre
todo, el brasileño.
Al
mismo tiempo, las compañías que inviertan en esta parte del mundo lo harán en
los países que estén más abiertos a otros mercados.
En
consecuencia, se arriesgan solo clientes y se arriesga inversión.
Hay
algunas novedades que podrían dar lugar a negociaciones más sagaces.
En
el caso de la Unión Europea, por ejemplo, el comisario de Comercio Phil Hogan
acaba de declarar que, ante la recesión actual, los países ricos deben
"afianzar su compromiso con la cooperación internacional y asistir a los
países más vulnerables".
Es una
plataforma interesante para obtener alguna otra ventaja sobre lo que ya se
negoció.
Un
prestigioso economista como el español Pablo Zalba Bidegain, quien fue
eurodiputado y presidente del Instituto de Crédito de su país, comentó ayer a
LA NACION :
"Cualquier
marcha atrás en la globalización tendrá nefastas consecuencias económicas por
la clara correlación entre apertura comercial y creación de puestos de trabajo.
Pero
es innegable que la globalización tendrá que modularse.
Esa modulación
será en detrimento de Asia en general y de China en particular.
Y
será en beneficio de aquellas economías emergentes más abiertas.
Por tanto, el
acuerdo UE-Mercosur es más importante que nunca.
Eso
sí, la UE debería ser sensible ante el nuevo contexto y asistir a los países
más vulnerables.
El
acuerdo es un buen marco para esa ayuda. La Argentina tiene una oportunidad
única. Obviar esta oportunidad será en detrimento del bienestar de los
argentinos".
La
conflictividad de Alberto Fernández complica a sus propios representantes: de
Jorge Argüello en Estados Unidos a Rafael Bielsa en Chile.
Además,
parece mentira, pero el mundo no gira alrededor de la Argentina.
Los
demás hacen su juego.
Un
ejemplo: Brasil y Chile están negociando un tendido de fibra óptica desde Asia,
que no pasaría por territorio argentino.
Es
un emprendimiento crucial para la inserción tecnológica de esta parte del
planeta que, en cualquier momento, será repudiado por el Grupo de Puebla.
En su última
reunión con epidemiólogos, el Presidente confesó que sus modelos de país son
Noruega y Finlandia.
Son
dos ejemplos muy distantes.
En
Noruega se inscriben 7,72 empresas por cada mil adultos por año.
En
Finlandia 3,43.
En la Argentina,
0,43.
El
acceso a los bancos en Noruega y en Finlandia es del 100% de los adultos.
Entre nosotros,
del 50%. Noruega y Finlandia pertenecen a la OCDE.
Nosotros,
con Mauricio Macri, perdimos la oportunidad.
Hoy
ya no la queremos.
Ayer
entró Colombia.
Las
exportaciones e importaciones en Noruega son el 76% del PBI; en Finlandia, el
69%.
Entre
nosotros, el 25%.
Aquellas son
economías abiertas.
Finlandia
pertenece a la Unión Europea.
Noruega
tiene acuerdos con infinidad de países.
Solo
protege la pesca.
Y
Finlandia, la madera.
Es
decir, aquello en lo que son competitivas.
La
Argentina castiga, antes que nada, al campo.
Y
protege actividades inviables.
Fernández quiere
convertir a los argentinos en noruegos o finlandeses.
No
está mal formularse objetivos ambiciosos.
Lo
raro es que, abrazado a sus
compañeros de Puebla, camine en la dirección opuesta a lo que
aspira.
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