La libertad en
peligro
La libertad siempre se pierde de a poco y por la confluencia de tres factores en simultáneo:
una casta
dirigente autoritaria que avanza sobre los derechos y garantías individuales
más allá de sus facultades,
una oposición
timorata o cómplice que no opone la resistencia necesaria
y una justicia
viciada que no resguarda su independencia de las presiones en defensa de la
salud del sistema político.
Que se trate de una amenaza mundial no lo hace menos dramático.
El mundo se
acostumbró a la barbarie de Cuba y Venezuela, tolera las irregularidades
institucionales crecientes en Bolivia, Perú y Nicaragua; cree que los desmanes
perpetrados en Chile y Colombia son inocentes y espontáneos; calla frente al
vandalismo de los grupos radicalizados americanos que rompen vidrieras, queman
autos, saquean comercios y amenazan individuos.
En ese contexto, que el presidente argentino Alberto Fernández cometa la informalidad de llamar “Juan Domingo” Biden al presidente de los Estados Unidos comparándolo con el dictador Juan Domingo Perón, es un despropósito que engrosa la lista de actos oficiales impropios.
Sin embargo, lo
grave es que tenga razón y que a Biden le quepa ese nombre o el de cualquier
populista latinoamericano.
En sus flamantes 200 días de gobierno, Joe Biden ha volanteado subsidios económicos costeando del erario público comida, transporte y hasta servicios fúnebres a la población.
Ha provocado una
crisis migratoria sin precedentes, con miles de adultos y niños sin acompañante
que se agolpan en las fronteras esperando la rápida resolución de sus status
mientras se multiplican los reclamos de quienes, alentados por sus promesas de
campaña, se dieron por “legales” tras su sola asunción.
En el plano interno, su feroz prédica anti-policía está fortaleciendo a los grupos radicalizados que, no satisfechos con los reclamos y el vandalismo instalado de la organización de ultra izquierda Black Lives Matter (BLM) reclaman, lisa y llanamente, la abolición de la policía.
Vale aclarar que
este disparate es respaldado por no pocos miembros del partido gobernante
aunque, por ahora, un lote aún minoritario.
Juan Domingo
Biden y K-Mala Harris dieron una conferencia de prensa desde la misma Casa
Blanca tras el fallo que condenó al oficial de policía acusado de la muerte del
delincuente John Floyd para festejar un resultado judicial y enmarcaron los
hechos como un “crimen de odio” alentando a los fanáticos a insistir en una
lucha racial que no es tal, profundizando el enfrentamiento y avivando una
llama que la dirigencia tiene el deber de disipar.
La forma de hacer política más la prensa militante hacen evidentes los parecidos del norte con la conducción kirchnerista argentina.
El
amedrentamiento que ejercieron ciertas ongs sobre los jurados del mencionado
caso Floyd fue denunciado explícitamente.
Cámaras de
televisión y hordas de manifestantes en la puerta de los tribunales
condicionaron tanto a miembros del poder judicial como a aquellos ciudadanos a
quienes ocasionalmente les tocó la responsabilidad de integrar el jurado. Así
se va asfixiando y disciplinando la libertad; de a poco se filtran e instalan
restricciones difusas, casi imperceptibles, aparentemente aisladas, inofensivas
y sin consecuencias.
Es la repetida
parábola de la cocción del sapo a fuego lento.
Décadas de adoctrinamiento dan como resultado un escaso juicio crítico y el músculo de la reacción debilitado.
El individuo da
por buenos límites inaceptables para una sociedad libre.
Hace unos años
en la Argentina se reclamó judicialmente una distribución “equitativa” de la
pauta oficial, esto es el dinero que el gobierno distribuye entre los medios de
comunicación para publicidad; cuando el máximo tribunal, la Corte Suprema de
Justicia de la Nación convalidó el pedido, el fallo fue festejado por
todos los sectores sin excepción y nadie reparó en la génesis del problema: la
dudosa legitimidad de la voluminosa PAUTA “oficial”.
Es correcto,
ético o necesario que el gobierno de turno reparta dinero entre periodistas y
medios?
Porque cumplir
con la norma constitucional de dar a conocer “los actos de gobierno” no
requiere de los millones de dólares que se desembolsan.
Este debate no
se planteó nunca porque se dio por válida la premisa inicial.
El sapo estaba
cómodo.
En el mismo sentido, se escuchan muchos reclamos para que los jueces argentinos paguen impuesto a las ganancias, en nombre de la “equidad”.
Voces aisladas
exigimos que, en nombre de la ley, nadie pague ganancias, un impuesto que grava
el salario y que fue inventado hace casi un siglo en una de las tantas crisis
económicas que padecimos, con la condición de suprimirlo a la brevedad posible.
Sin intención, ese público estaría otorgando a un Estado obeso y despilfarrador, más fondos para malgastar al tiempo que estaría convalidando a perpetuidad una carga que nació “excepcional”.
En ambos
ejemplos, no se discute el postulado inicial y allí está el huevo de la
serpiente colectivista.
El tratamiento de la pandemia puso en blanco sobre negro el concepto de libertad que tiene el mundo.
Estados Unidos
nunca restringió la circulación de las personas y hoy gran parte de su clase
política rechaza por inadmisible la mera sugerencia de imponer un carnet
sanitario como condición para visitar y/o transitar por el país.
La noción de individuo que entiende Estados Unidos descansa sobre el principio de la responsabilidad individual, en la que el Estado sigue ejerciendo un rol secundario.
La Unión Europea
encerró a los propios y prohibió la visita a los ajenos durante meses…
En la
actualidad, varios países tienen en mente exigir un certificado de vacunación a
aquellos que pretendan ingresar al territorio de la Comunidad.
La Argentina se
sale de toda estadística; la devoción al Estado cultivada por décadas aturde:
El Estado
decidió todo, hizo todo y es responsable de todo.
Dijeron que el
Estado te cuida, te vacuna, te encierra, el Estado te da permisos o te los
quita.
La Argentina es
el único país del mundo que aún hoy, a un año y medio del comienzo de la
pandemia, impide a los connacionales la vuelta a su patria.
El Estado te multa si te reunís con otros mientras, ahora se sabe, el Estado argentino, un monumento a la corrupción, hacía fiestas clandestinas y, en momentos de escasez de vacunas, tenía reservadas dosis para amigos del poder.
En las decisiones políticas se plasma la noción de libertad que consume cada sociedad, íntimamente asociada a una concepción filosófica: los sistemas más libres depositan la confianza en el individuo mientras que los más socialistas, en la acción del burócrata y alimentan el paternalismo del Estado que, bueno por naturaleza, teóricamente te cuida, te cura, te alimenta y te dice lo que puedes y no puedes hacer; en una palabra, te ordena la vida.
Sobreabunda
explicar en qué lote de naciones está enrolada la Argentina.
Es triste la
mansedumbre con que la población acata los disparates espasmódicos que impone
el gobierno, huérfana de opciones que le ofrezcan un plan serio de cómo
abandonar el populismo y caminar hacia la libertad.
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