Tenía 72 años y estaba casi ciego y ya doblegado por los terribles dolores intestinales.
Sabía
que los achaques no venían de las cabalgatas terribles a cuatro mil metros de
altura ni de las vigilias antes del ataque (cuando el jefe necesita eso que
Napoleón llamaba ‑‑‑el coraje de las dos de la mañana»).
La
enfermedad venia del universo de chismes y calumnias, de la inesperada pequeñez
de hombres de los que no se había dudado.
Se quedaba sentado todo el día esperando los embates del dolor.
Cuando
ya no los aguantaba llenaba el vaso con agua y volcaba el láudano ya sin contar
las gotas.
Juntaba
fuerzas hasta el momento en que llegaría Mercedes, la hija, y entonces se
pararía y fingiría tener energías como para ordenar los libros del estante o
pedir agua para las flores.
Pero
sospechaba que ya no la convencía, por eso ella hizo venir, con el permiso de
Rosas, a su marido, Mariano Balcarce, desde Londres.
Lo invaden imágenes perdidas: el resplandor verde y caliente de las selvas de Yapeyú con el portal de piedra de la iglesia jesuítica devorado por las lianas de la irreductible, América.
Ese
aldeón de tejas, Buenos Aires, y ve al niño que fue, escapándose en el solazo
de la siesta de verano (las gallinas picoteando maíz en los bordes de la
Catedral). Ve un teniente coronel, un piano en casa de los Escalada.
Las
risas de Remedios, Mercedes, Mariquita, quebrándose como cristales en el
silencio del atardecer.
Ellas, las mujeres, son las que más retornan.
Siguen
pareciéndole un misterio.
Son
las dadoras de gracia y de vida.
Extraños seres: su madre. la melancólica Remedios, Rosa Campusano ‑de las noches triunfales de Lima‑., María Gramajo y hasta aquellas gitanas de sus primeras experiencias en sus tiempos de cadete en Murcia.
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