Cristina Fernández de Kirchner (nadie mejor descripta)
Que la
psicopatía de los autoritarios no intoxique a la sociedad
Un psicópata no sufre la culpa y la pena como la generalidad de las personas; de ahí la perplejidad que suscitan determinados individuos por sus actos y su conducta
Marcos Aguinis
LA
NACION
Muchas palabras se usan sin conocer bien su significado.
Entre
ellas ha incrementado su frecuencia el término “psicopatía”.
Hace un tiempo señalé que entraña, fundamentalmente, la ausencia de culpa y de pena.
Un
psicópata no las sufre como la generalidad de las personas.
De
ahí la perplejidad que suscitan determinados individuos por sus actos y su
conducta.
Esos
actos se han tornado más visibles porque suelen involucrar a políticos,
gobernantes y personalidades destacadas. Los
caracteriza una urticante ausencia de esos sentimientos.
Esos
sujetos parecen vivir en otro planeta.
Toman
decisiones, elaboran teorías e impulsan tendencias que generan daño y
sufrimiento, sin que a ellos los afecte y ni siquiera los perciban.
No
advierten las heridas ni el dolor ajenos.
Tampoco asumen
ser los autores de algo negativo, porque esos “ajenos” equivalen a
despreciables insectos que merecen o necesitan ser marginados.
Es
muy difícil lograr convencerlos de semejante ceguera.
Quizá los ejemplos más cercanos sean los nazis y, en especial, los monstruosos jefes nazis que cometieron crímenes infinitamente aberrantes. Incluso después de la derrota pudieron rehacer sus vidas y gozar de placeres, como si todo lo hecho no tuviese nada que ver con ellos. Insisto: no tienen culpa ni los afecta la tristeza por el padecimiento ajeno.
Es
fácil advertir el resto de sus características.
Por
ejemplo, se sienten superiores, aunque la realidad lo desmienta.
Claro:
no ven esa realidad.
Tienen un
narcisismo fuerte, en gran parte, producto de su historia.
Se
ocupan exclusivamente de sus intereses y objetivos, a los que consideran
relevantes, magníficos.
Les
gusta convencer de ellos a los demás, porque ellos mismos ya están
suficientemente convencidos.
El
narcisismo les aflora en toda circunstancia, sean opiniones, competencias,
fotografías, ubicaciones, momentos importantes o pequeños donde no pueden dejar
de sobresalir o instalarse en el lugar más destacado.
A esos rasgos se
agrega que no tienen necesidad de amar ni ser amados.
En
el fondo de sus corazones impera la frialdad, aunque simulen lo contrario, con
el propósito de mostrarse afectuosos, merecedores de un amor que solo conocen
por referencias.
Incluso
los vínculos de sangre son a menudo irrelevantes.
Cuando
existen o parecen fuertes, se debe a que esos vínculos son considerados prueba
de la dependencia que esos seres o situaciones tienen con ellos.
No
son equivalentes.
El
hijo, por ejemplo, es una propiedad.
Esta
relación ya posee ejemplos bíblicos, griegos, romanos y renacentistas.
Insisto: no se
trata de amor, sino de propiedad.
Tampoco
es cierta ni confiable para un psicópata la amistad.
No
dudan en traicionar y hasta de forma evidente.
Cuando
se les reprocha semejante conducta, no tardan en señalar la culpa ajena.
Hasta
inventan justificativos que tornan su traición en una virtud.
Jamás un
psicópata acepta manchas.
Los
destaca una potente agresividad.
Son
autoritarios.
Responden
con ese rasgo a cualquier pellizco adverso.
Esa agresividad
es infaltable y les sirve para hacerse temer.
A
veces exhiben con talento actoral lo contrario, un afecto que no sienten.
Porque
terminan generando miedo, porque ese miedo les aumenta el poder.
Son
duros gracias a la ausencia de culpa o lástima.
Insultan,
ofenden.
Hasta
se burlan de personas o círculos íntimos con claro desprecio.
Lo
hacen con mayor fuerza cuando intuyen que de esa forma conseguirán mayor
rédito.
En
este campo no reconocen otros límites que los relacionados a su conveniencia.
No les importa
el daño que causan, sino el efecto que producen.
Cuanto
más hieren, más satisfacción acaricia su ego.
No
piden disculpas, y si lo hacen, es falso.
Mienten,
para conseguir otro beneficio relacionado con su cofre de joyas narcisistas.
Son
oportunistas.
Las
leyes éticas interesan poco.
Las
conocen, pero no les importan.
Son
yuyos molestos.
Solo
las tienen que respetar mientras no vulneren su ambición de poder.
Pero cuando se
convierten en un real obstáculo, el psicópata busca los medios que permitan
saltearlas o modificarlas.
Suponen
que nada ni nadie es capaz de cerrarles el paso.
Solo
se trata de tiempo y recursos.
Para
ellos es cuestión de buscar esos recursos y ponerlos en marcha.
No
importa qué se dañe, incluso las leyes más respetadas por el resto de los
ciudadanos.
Los
yuyos molestos deben ser cortados o salteados o envenenados.
Sus aparentes
caprichos son legítimos, porque están convencidos de que avanzan en el sentido
correcto y nada les puede ser inculpado.
Nacen
de su incuestionable intuición o deseo.
No
son caprichos, sino impulsos sublimes. Creen que solo cuestionan los imbéciles
o envidiosos.
Sus
triunfos, aunque sean parciales, corroboran la certeza de sus acciones y
estrategias.
Los
inflama una sensación de omnipotencia.
En general,
desarrollan una ondulante paranoia que justifican mediante pruebas y proclamas
fantasiosas.
Hablan sin
importarles la verdad, que ni siquiera advierten.
Necesitan
aumentar su riqueza y poder de un modo insaciable.
Ambos
objetivos se estimulan de forma recíproca.
Más
aumenta uno, más se necesita del otro.
A menudo parece
incomprensible la codicia que motoriza sus acciones, aunque hayan acumulado
bienes incontables, porque esos bienes sirven para darles más poder.
El
poder, a su turno, requiere la palanca de la riqueza.
Nunca
llegan a la plena satisfacción.
Poder
y riqueza se reclaman sin cesar.
Estos
detalles son bien descriptos por Ricardo Moscone en su libro Teoría homérica de
la psiqué (2002).
Por
otra parte, en mi artículo sobre la ausencia de culpa y pena que caracteriza a
los psicópatas, recurrí a los Cuentos de Canterbury.
Su
autor, el ocurrente Geoffrey Chaucer, narra en su obra la historia del opulento
rey de Lidia, llamado Creso.
Tan
grande era su riqueza que hasta había suscitado la admiración del emperador
Ciro.
No
solo tuvo Creso la suerte de acumular una enorme fortuna, sino que pudo
salvarse de morir abrasado en un incendio gracias a una lluvia imprevista.
Su
narcisismo atribuyó a la Fortuna (su diosa favorita) el milagro.
Entonces llegó a
creerse invulnerable y se incrementó no solo su codicia, sino su espíritu de
venganza, incluso contra enemigos imaginarios.
Entre
sus sueños se destacó uno muy importante: estaba encaramado sobre un árbol, que
era nada menos que Júpiter quien se encargaba de lavarle la espalda y los
hombros.
El
placer de semejante baño era grande.
Como
si no fuera suficiente, Febo, con su infinita luminosidad le alcanzaba una
toalla provista de blanda aspiración. Feliz, pidió a su hija que le
interpretase todo esto, porque le parecía un sueño que reproducía verdades.
La
joven, dotada de abundante perspicacia, cerró los ojos y anunció, conmovida,
que el árbol no era Júpiter, sino la horca donde será colgado, la lluvia mojará
su cabeza congestionada y el sol secará su cadáver.
Concluye
Chaucer con su prosa directa: “La Fortuna siempre ataca a los prepotentes
cuando menos lo esperan”.
Creso
fue un psicópata como todos los demás que se suceden en la galería de estos
personajes.
No hay
autoritario que fugue de este perfil.
La psicopatía de los autoritarios debería ser descripta con insistencia, para que no dañe tanto a la sociedad o la contagie con su toxina.
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