Hector M. Guyot
LA NACION
El kirchnerismo se alimenta de la confrontación.
En los años que lleva en el poder ha cambiado de antagonistas, pero lo que permanece inmodificable es su compulsión a abrir frentes de batalla señalizando enemigos contra los cuales inicia luchas irreductibles que no admiten treguas ni entendimientos.
Se lucha para vencer, pero, más que eso, se lucha para luchar.
Puede ser el campo, cierto sector del establishment , los medios críticos o, según parece ahora, la Corte Suprema.
Más allá del oponente, la constante ha sido llevar el enfrentamiento hasta sus últimas consecuencias con el objetivo de someter y anular la voluntad del otro.
La política como guerra.
En esto, el gobierno de los Kirchner es indiscutiblemente peronista, al menos si tenemos en cuenta la forma en que concebía y ejercía la política el fundador mismo del movimiento, un militar cuya mirada estratégica de la acción política le debía mucho a Clausewitz.
En una Argentina donde las ideologías habían perdido consistencia, los Kirchner se apoyaron en las causas de las organizaciones defensoras de los derechos humanos para de allí pasar a reivindicar algunas de las luchas y los presupuestos de los años setenta.
Aquello les procuró un barniz ideológico desde donde encender una mística que diera sustento moral a cada una de sus batallas, al tiempo que despejaba el camino de un populismo cada vez más abierto y asumido. Pero no sólo eso: de los setenta exhumaron también un pathos beligerante que les calzó como un guante.
Muchos se sorprenden cuando la obstinación de los Kirchner agrava tensiones que habrían podido resolverse en una mesa de diálogo, o cuando se empecinan en batallas de las que obtienen más pérdida que rédito.
Una batalla sigue a la otra para quien entiende la política como una guerra en la que el entendimiento con el otro, con el antagonista, es sinónimo de claudicación. Se lucha hasta el final.
De cualquier modo, en el trámite de la construcción de su populismo los Kirchner han traído el pasado al presente.
Esta evidencia ya excede el discurso presidencial para manifestarse en la vida misma de la sociedad.
Se ha vuelto a hablar de los años setenta.
El hecho más relevante y notorio es la reapertura de los juicios a los militares que llevaron a cabo la represión durante la dictadura, al ser considerados sus crímenes delitos de lesa humanidad.
Por otro lado, una serie de libros de investigación periodística recientes vuelven sobre las organizaciones guerrilleras para discriminar, bajo otra luz, la responsabilidad de su conducción. Parece claro que ese pasado estaba lejos de haber sido clausurado y que reclamaba tanto nuevas relecturas como el saldo de asignaturas pendientes.
Hay allí heridas abiertas que son presente.
A más de tres décadas de aquellos años trágicos, no está mal que una sociedad vuelva los ojos hacia atrás para llegar a ciertos acuerdos honestos con un pasado doloroso cuyo horror, en los tiempos ligeros y hedonistas que corren, invitaría en primera instancia a mirar para otro lado.
En la vida de un hombre o una mujer, aquellos episodios traumáticos del pasado que la conciencia niega son capaces de traicionar incluso las mejores intenciones.
Todo lo diferido se va pudriendo, escribió la gran narradora española Carmen Martín Gaite.
¿A qué se debe, entonces, el clima enrarecido que hoy envuelve estas cuestiones y debates?
Posiblemente treinta años no sean suficientes para ofrecer una distancia adecuada.
Al menos no lo son cuando desde el poder se utiliza el brutal y delicado pasado en cuestión como una mera arma para incidir en el presente.
La falta de honestidad y de grandeza afecta incluso la perseverancia de aquellos que, desde algunos organismos de derechos humanos, habían venido trabajando con estos atributos.
Pero hay algo aún más inquietante: ningún uso del pasado resulta gratuito.
Nadie puede recortarlo a voluntad, como la tela del saco que un sastre hace a medida. Quien manipula el pasado es un aprendiz de brujo que pone en juego elementos que lo exceden.
Tampoco se puede jugar al ajedrez con la historia.
Lo quiso hacer Perón mismo, desde Puerta de Hierro, cuando para abonar el camino de su regreso al país tras los años de proscripción y exilio recibía e instruía a las distintas líneas de su movimiento, algunas de ellas fatalmente opuestas entre sí. Pudo volver, claro, pero una vez aquí, poco antes de morir, el odio y la violencia que él mismo había incentivado desde España le estallaron en las manos.
Por la hendija que ahora le han abierto, ese viento que nadie maneja ha traído desde allí hasta nuestros días un odio que -uno elige pensar- no es de este tiempo.
© LA NACION
Boletín Info-RIES nº 1102
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*Ya pueden disponer del último boletín de la **Red Iberoamericana de
Estudio de las Sectas (RIES), Info-RIES**. En este caso les ofrecemos un
monográfico ...
Hace 1 mes
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