Fernando Laborda
LA NACION
Ni la presidenta Cristina Kirchner ni sus adláteres podían prever, 20 días atrás, que en vísperas de las fiestas navideñas la violencia social y el caos se adueñarían del escenario político.
Quienes imaginaron que la población despediría 2010 exclusivamente con la alegría que le depararía la recuperación económica del país, el boom del consumo, el furor de los shoppings y el récord de ventas de automóviles, no calcularon que, en algún momento, irrumpiría la Argentina oculta, que quedó al desnudo desde la toma del parque Indoamericano, en Villa Soldati, hasta los violentos sucesos ocurridos ayer en Constitución.
De repente, la sociedad tomó conciencia de un universo que vive y sufre en medio de la anomia, al que el Estado no llega.
No está formado únicamente por los paupérrimos segmentos sociales que ni siquiera pueden pagar el alquiler de una casilla en una villa miseria, sino también por los vecinos que se irritan ante la inacción estatal frente a la ocupación ilegal de un espacio público y quieren hacer justicia por las suyas; por los jubilados que ayer hicieron horas de cola para cobrar sus haberes en bancos que no tenían billetes, y por los miles de trabajadores que anoche, tras la interrupción del Ferrocarril Roca, esperaban infructuosamente poder trasladarse a sus hogares en el sur del conurbano bonaerense luego de que el Estado se declarara también incapaz de garantizar un servicio público esencial.
El gobierno kirchnerista apareció en las últimas dos semanas desbordado por las circunstancias.
De la mano de la ineptitud del Estado para garantizar el orden público, volvieron a aflorar la sensación de anarquía y la crispación.
Hasta el agobiante calor y los consecuentes cortes del suministro eléctrico en varios barrios de la Capital le jugaron una mala pasada a la Presidenta.
En los violentos hechos ocurridos en la estación Constitución convergieron tres cuestiones:
la furia de los frustrados pasajeros que, tras una calurosísima jornada, se vieron imposibilitados de regresar a sus casas por la protesta de los trabajadores tercerizados de la línea Roca;
la acción de agitadores políticos, a los que el Gobierno vinculó con el Partido Obrero,
y los saqueos de comercios y desmanes provocados por auténticos delincuentes, que se aprovecharon del caos generalizado.
Como de costumbre, y pese a que el conflicto sindical que derivó en el desorden llevaba casi siete horas, nadie previó que la paciencia de la gente tenía un límite y que podría suceder lo peor.
La Policía Federal llegó demasiado tarde a Constitución.
De entrada se vio a un grupo reducido de efectivos enfrentar una fuerte pedrada apenas con escudos y bastones, casi indefenso.
Esa imagen flaco favor le hizo a la flamante ministra de Seguridad, Nilda Garré.
Y si bien, tras demasiados minutos de tensión, la policía pudo controlar la situación y detener a algunos inadaptados, no pudo evitar que hubiera una decena de heridos.
Al igual que frente a los incidentes que se sucedieron a partir de la ocupación del parque Indoamericano desde el 7 de este mes, la primera reacción del gobierno nacional ante lo sucedido en Constitución fue la tendencia a victimizarse.
Así como recientemente acusó al macrismo o a Eduardo Duhalde de estar detrás de agitadores profesionales, ayer responsabilizó al Partido Obrero.
Aun cuando pueda haber una buena dosis de verdad en esta acusación, lanzada por el secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi, el Gobierno equivoca su estrategia al volver a victimizarse. No hace más que debilitar a la Presidenta y al propio Estado.
Si el Estado es exhibido como inerme frente a la acción de un grupúsculo de provocadores, ¿qué puede esperar del Estado cualquier hijo de vecinos angustiado frente a la inseguridad de todos los días?
No hay atisbo de autocrítica en el Poder Ejecutivo Nacional, aun cuando los recientes cambios en el Gabinete, con el desplazamiento de Aníbal Fernández del área de seguridad, puedan ser interpretados en ese sentido.
Es que, tanto en los discursos oficiales como en los hechos, la represión de la delincuencia de la que tanto habla el Código Penal sigue siendo sinónimo de autoritarismo.
Se sigue esgrimiendo el argumento de que la protesta social no puede ser criminalizada, pero con llamativa frecuencia no se diferencia entre protesta social y vandalismo, poniéndose los funcionarios de espaldas a la ley.
Las autoridades nacionales no atinan a preguntarse cuánto han contribuido sus conductas al presente grado de vandalismo y de desorden público.
Cuando no existen garantías de seguridad porque el Estado deja de cumplir una de sus tareas indelegables más importantes, cuando algún funcionario justifica un corte de rutas, cuando quien copa una comisaría es galardonado con un cargo público o cuando desde el Poder Ejecutivo se desoye una orden judicial, la anomia está a la vuelta de la esquina.
Y, como en la ley de la selva, su consecuencia no puede ser otra que el aumento de la violencia social.
Del apriete al escrache y del piquete a la estrategia de "ganar la calle", el hábito se transformó en costumbre y ésta en una cultura que ha calado profundamente en buena parte de la sociedad.
La tolerancia oficial frente a la desmesura y a la desobediencia a la ley ha derivado en que la metodología piquetera hace rato dejara de ser patrimonio exclusivo de los piqueteros y en que el cumplimiento estricto de la ley aparezca como sinónimo de una política sin solidaridad social.
Los actores que protagonizaron los episodios de violencia en Constitución, como los que en distintas áreas metropolitanas siguen ocupando espacios públicos o privados, son distintas expresiones de un mismo monstruo que el Gobierno contribuyó a crear.
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