El principio aristocrático en Ortega y Gasset
JESÚS J. SEBASTIÁN
Con toda seguridad La rebelión de las masas de Ortega y Gasset es, si no el libro más importante de su ingente obra, sí el de mayor repercusión. Al respecto, su publicación causó gran sensación entre autores destacados de la Revolución Conservadora alemana: Thomas Mann se sintió sacudido por la lectura del libro, admirado también por Friedrich Freck y Ernst Niekisch; Carl Schmitt recomendó la obra a su amigo Ernst Jünger y citó a Ortega en su ensayo La tiranía de los valores.
En La rebelión de las masas, Ortega nos anuncia un acontecimiento terrible que comienza a asolar Europa: la aparición del hombre-masa y su pleno dominio sobre la esfera pública. “Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral alguna”
Un inciso: ni de izquierda ni de derecha, se define Ortega, quien advierte que ni él ni su libro son políticos, sino que se remite a la obra intelectual (que aspira a aclarar) por oposición a la del político (destinada a confundir), efectuando una confesión que, después, será la identificación política de muchos revolucionario-conservadores: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de hemiplejia moral”
La persistencia en la utilización de estos calificativos contribuye, según Ortega, a falsificar aún más la realidad, “como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas prometen tiranías”. El filósofo español pensaba que, antes de adscribirnos a una corriente ideológica, debíamos preguntarnos sobre cuestiones tales como qué es el hombre, la naturaleza y la historia, la sociedad y el individuo, la costumbre, la tradición, el estado y el derecho: “es preciso que el pensamiento europeo proporcione sobre estos temas nueva claridad”. Un anhelo que fue común entre los autores de la “Revolución Conservadora” en Europa.
Para empezar con La rebelión de las masas -siguiendo a Julián Marías- hay que resolver ciertos malentendidos sobre el aluvión de ideas lanzadas por Ortega en este libro. Y es que cuando Ortega habla de “masas”, el pensador no está hablando de clases sociales (mucho menos de la clase trabajadora), sino de “clases de hombres”. Para Ortega no hay división en clases sociales, sino en clases de hombres.
El hombre-masa, esto es, el hombre medio (o mediocre) emergente y descubierto con la revolución industrial y el triunfo de la democracia liberal, es un tipo que se encuentra en todos los grupos sociales y en todas las categorías profesionales. Porque al hablar de hombre-masa hace referencia a una dimensión vital y moral, un estado del alma. Y cuando se refiere al “hombre-masa”, distingue entre éste y otra cosa que es la masa, porque toda sociedad está compuesta de una masa y de una minoría y que el “hombre-masa” es una anormalidad, una deformación patológica que, lamentablemente, se produce con bastante frecuencia.
La sociedad es una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas, lo cual constituye un hecho natural. Y la función natural de la minoría –la élite dirigente natural de Weber o los conductores de masas de Le Bon– es guiar a la masa y el destino natural de la masa es acatar las directrices de la minoría. Pero cuando habla de minorías selectas o rectoras, Ortega explica también que no se trata de clases sociales, ni siquiera de grupos sociales, sino de “funciones” (¿no nos recuerda a la ideología trifuncional indoeuropea de Dumèzil?), de tal forma que a una élite dirigente puede pertenecerse solamente de manera transitoria para ejercer una función o competencia para la que se está especialmente cualificado, debiendo reintegrarse en la masa una vez cumplido el objetivo y dando paso a los que cumplan mejores condiciones para abordar una nueva empresa. Aristrocracia, pues, en su etimología griega, como “gobierno de los mejores”
Para Ortega y Gasset no merecía la pena discutir el problema de la existencia de clases sociales, pero hacía una original matización: incluso dentro de cada clase hay masa y minoría, los hombres creadores y los consumidores. El aristocratismo orteguiano es esencialmente dinámico porque establece el ciclo de la civilización como fruto del esfuerzo de una minoría egregia que ofrece al hombre-masa las ventajas y comodidades que, de otro modo, jamás hubiera alcanzado, y sobre cuyo origen “no puede ni quiere conocer”. Por ello, las diferencias de clase de su doctrina no están basadas en la desigualdad económica, sino en la distinción máxima de la inteligencia, la voluntad, la exigencia en sí mismo y el servicio a la comunidad.
La “rebelión” de la masa no es, pues, una revolución contra la tiranía o la opresión –con la que Ortega estaría de acuerdo– , sino una rebelión “contra sí misma”, una reacción contra su propia condición y función, una no-aceptación de un nivel inferior que intenta compensar –mediante la falsedad y la inautenticidad- mediante una elevación de su posición o mediante una nivelación de la élite con el resto. Se trataba, en suma, del mismo fenómeno que Ratheneau calificaba como la invasión vertical de los bárbaros o la revolución por lo bajo (Revolution von unten) de Spengler.
En este concepto dinámico de sociedad se integra mediante dos polos opuestos que originan en ella un movimiento de tensión-extensión: minorías y masas, formadas por hombres-señores o por hombres-esclavos, estos últimos seres mediocres en los que se repite un tipo genérico definido de antemano por los valores imperantes de la moral burguesa o progresista triunfante en cada momento o por los dictados de la modernidad, siervos de una civilización decadente que pugna por la nueva nivelación-igualación consistente en rebajar o disminuir a los que se sitúan por encima atrayéndolos a un estrato inferior. El hombre-masa es también el hombre “libre y moderno”, heredero de la decadencia cultura europea, según Evola el “esclavo emancipado”, un ser asocial, aséptico, profundamente desequilibrado y vacío.
El problema de la Europa entonces contemporánea es, precisamente, que el hombre-masa ya no reconoce ninguna instancia superior fuera de sí mismo ante las que subrogar su vida y su moral: “El hombre es un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior. Si logra por sí mismo encontrarla, es que se trata de un hombre excelente; si no, es que es un hombre-masa y necesita recibirla de aquél”. Y buena parte de culpa de las posibilidades de ascenso del hombre-masa la tiene la ciencia europea que, en su progreso, ha hecho imprescindible la especialización, la parcelación de la sabiduría y el conocimiento en unidades cada vez más pequeñas y desconectadas de las demás, perdiendo con ello una visión global del saber humano. Así que, según Ortega, el prototipo del hombre-masa no es el obrero o el burgués, sino el especialista, el experto, algo así como un sabio-ignorante, en suma un auténtico “bárbaro” fácil de manipular, el hombre heterodirigido de Riesman.
Es, en definitiva, la perfecta descripción del hombre característico del siglo XX.
Por eso dirá Ortega que “fascismo y comunismo son dos típicos movimientos de hombres-masa” que, lejos de ser verdaderas innovaciones, repiten un guión histórico reiterativo. Para él, el comunismo es una “moral extravagante” y aspira a oponer a esa “moral de esclavos” una nueva moral occidental que incite hacia un nuevo programa de vida. Y es que estos fenómenos políticos se explican por la tendencia del hombre-masa a la violencia y el aplastamiento de la libertad, una nueva forma de “primitivismo” que se abandona a la necesidad de una “vida vulgar” frente a las “vidas nobles” presididas por el esfuerzo, la voluntad y la exigencia. Ya Nietzsche había expuesto su antítesis entre una “moral de señores”, aristocrática, propia del espiritualismo en sentido europeo intra histórico, y una “moral de esclavos”, de resentimiento, que correspondería al cristianismo, al bolchevismo y al capitalismo demo liberal.
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