Jorge Fernández Díaz/LA NACION
Los
tres poderes del Estado se encuentran atados de pies y manos, y con
funcionamiento mínimo:
el
Ejecutivo, por sus graves contradicciones internas;
el
Legislativo, por la muerte de la conversación política,
y el Judicial, por acoso y derribo de quienes buscan amnistía e impunidad
Sin sospechar todavía su fatal destino caudillista, el político gana limpiamente en las urnas y se auto proclama un demócrata apasionado y un republicano irreductible.
Luego durante el
ejercicio de la gestión va descubriendo que el erario le permite fidelizar al
votante y convertirlo en un cliente adicto, que los empresarios pueden comer de
su mano y que necesita “recaudar” para nuevas campañas y para retener la
poltrona.
Comienza
a hacerlo en nombre de sus ideales y reformas, que precisan para su consumación
efectiva lapsos cada vez más extensos.
El
afán recaudatorio debe realizarse, en muchas ocasiones, al margen de la ley, y
en consecuencia van surgiendo heridos e indignados, reporteros molestos que
denuncian los chanchullos y fiscales impertinentes que formulan acusaciones.
En la cúspide
todo se trata de comprar más voluntades y más tiempo, y esas adquisiciones
salen cada vez más caras, de modo que se multiplican los sobornos, los
escándalos y los fallos judiciales.
También
el volumen de las dádivas y del gasto público.
Hay
un momento en el que aquel político reconoce dos cosas: ya es un caudillo
popular y cualquier alternancia es muy peligrosa para su equipo, su capital
simbólico, su patrimonio y su libertad ambulatoria.
No queda más que
huir hacia adelante, cooptar jueces, hostigar voces insumisas y “estatizar”
compañías para consolidarse como poder permanente.
Una
ficha, como el dominó, lleva a la otra:
Ahora resulta
imprescindible reformar la Constitución y el sistema comicial para reelecciones
infinitas y modificaciones oportunas.
Por
ese camino, tarde o temprano se necesitará una coartada ideológica para
sostener lo que ya dejó de ser, a todas luces, una democracia normal y
representativa, y se transformó progresivamente en una anomalía: un régimen feudal.
Siempre
vienen bien antiguos estalinistas, maoístas agazapados, intelectuales
nacionalistas o marxistas de salón que odien más el capitalismo plural y
abierto que a los déspotas de partido único; con estos teóricos de su parte, el
caudillo avanza entonces munido de algo que nunca soñó: un cierto halo
revolucionario y una teoría general, recubierta de nobles objetivos, para
gobernar sin contrapesos ni recesos en el poder. Cuando la verdad produzca
contratiempos, los teóricos le proporcionarán al caudillo un relato épico o
paranoico, que lo exculpará y lo habilitará para seguir horadando el sistema
democrático en nombre de la “democracia real”.
Específicamente en la Argentina, una familia probó algunos de estos trucos en una provincia patagónica, se salió allí siempre con la suya, y más tarde amplió y perfeccionó sus métodos y estrategias a nivel nacional.
Esa
fuerza caudillista y antisistema dominó la política argenta durante casi veinte
años, y hoy asistimos a las secuelas de su empeño.
El
sistema está roto.
Se
quebraron los puentes con la oposición, con los jueces, con la realidad y con
la calle, y los resultados son una economía destrozada, un tejido social
desgarrado, un descrédito creciente de la política y una alarmante parálisis
institucional que se verifica en todos los planos, desde la mecánica del
Congreso –con sus comisiones vacías y sus leyes trabadas– hasta la conformación
de la Corte, el Consejo de la Magistratura y la aprobación del presupuesto:
El presidente
nominal de los argentinos avanza con una lluvia de decretos de necesidad y
urgencia, prueba palmaria de su aislamiento dentro y fuera de su propia
coalición.
Los tres poderes
del Estado se encuentran atados de pies y manos, y con funcionamiento mínimo:
el Ejecutivo,
por sus graves contradicciones internas;
el Legislativo,
por la muerte de la conversación política, y el Judicial, por acoso y derribo
de quienes buscan amnistía para el pasado, impunidad para el presente y
colonización para el futuro.
Todo lo que sucede en esta nación delirante debe leerse entonces dentro de esta pequeña pero trágica historia: el cesarismo decadente y sus estropicios no son una obra deliberada, sino el producto de una deriva.
Y
es por eso que vale de poco recordar a cada rato lo que decía la arquitecta
egipcia en los sucesivos ayeres, cuando era una justicialista de derecha, luego
una consumada neoliberal y más tarde una “republicana de morondanga” antes de
convertirse en una perfumada socialista española del Corte Inglés, una áspera
líder emancipadora y, finalmente, un emblema del nacionalismo mundial que vino
a dinamitar los atisbos de una democracia occidental y a instaurar –bajo la
inspiración divina de los entrañables hermanos Castro y del gran progresista
Vladimir Putin– un Nuevo Orden para esta patria.
Su viaje hacia
la antidemocracia fue así largo y de algún modo involuntario.
La
fue modificando poco a poco, como suele hacer la vida –esa editora silenciosa–
con los seres humanos.
Hoy
se combinan su fortaleza de propósitos con su debilidad de acción; el super poder
que presume con su evidente impotencia.
Y
sus jugarretas de agenda mediática, con su fracaso para cambiar el curso de los
tristes acontecimientos.
También
la declamada originalidad de su proyecto con el óxido de sus ideas.
En un país donde comer un asado –cacareo proselitista de 2019– se ha convertido en un lujo aspiracional, su política antiinflacionaria consiste en incrementar subsidios y en crear un Estado policial para perseguir almaceneros, y sobre todo en desplegar la táctica del carancho, que ignora el modo de generar riqueza y se limita a rapiñar a los sectores más productivos para calmar a las legiones clientelares y consagrar la consigna de la hora: repartir pobreza, igualar para abajo.
El kirchnerismo impugnando a la Justicia tiene la misma credibilidad que Bonnie & Clyde cuestionando la ética de sistema bancario.
La
desesperación de estos días es una espectacular admisión de culpa.
Y
la degradación de todo, incluso de los relatos, no encuentra un límite ni
siquiera en los pragmáticos peronistas, que aceptan acaso por primera vez esta
nueva y rara pasión por el fracaso sin atreverse a exigir un cambio de rumbo,
quizá porque temen la feroz venganza de la autócrata mediante las cajas del
Estado, que ella maneja a través de sus gerentes camporistas como un grifo más
de su luminoso jardín.
Es célebre el viejo refrán: no interrumpas a tu enemigo cuando se está equivocando.
Pero
haría mal la oposición en alentar esos negros pensamientos.
La
negligencia del modelo kirchnerista está destruyendo vidas y podría desembocar
cualquier día en un estallido de proporciones.
La
herencia puede ser muchísimo más dañina y pesada que nunca, y la consigna
trotskista “cuanto peor, mejor” solo beneficiaría a una fuerza antisistema de
sentido contrario, que probablemente sumaría anarquía al caos.
Porque
el sistema debe ser regenerado y no hundido, ni siquiera bajo el imperio de las
“razones correctas”.
Es grave
confundir modelo con sistema, y oligarquía estatal con dirigencia política.
No
hay capitalismo virtuoso sin partidos republicanos y consensos democráticos:
Nadie
debería olvidar cuál es el sistema jurídico y político de las repúblicas más
admiradas, ni animar la idea de que es posible alcanzar esa prosperidad
dinamitando el centro.
Todo
es delicado, puesto que experimentamos un 2001 en fetas y asordinado y, por lo
tanto, un fin de ciclo y el posible alumbramiento de una nueva respuesta.
La
última vez que la sociedad actuó bajo esta clase de impulsos y sobre estos
mismos bordes, fue facilista y entronizó un caudillo.
Veinte
años después la catástrofe está a la vista…
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