"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

viernes, 14 de enero de 2011

La mare

La muerte de una madre es una pregunta sin respuesta, un mazazo en el corazón mismo de la vida

PILAR RAHOLA

Ya saben ustedes –los que siguen pacientemente esta columna– que la muerte y yo nos llevamos mal.
De hecho, la incomunicación por mi parte es absoluta.
Por supuesto, se trata de un intento estéril, no en vano la muerte acecha en las esquinas de los sentimientos y nos arrebata sin piedad a la gente que amamos.

Cuando ello ocurre, el desconcierto me invade sin solución y el único sentimiento que acompaña la tristeza es el de rabia.
¡Envidio tanto a aquellos que saben proyectar serenidad sobre su tétrica sombra!
Quizás es la falta de fe, que me niega la calma del engaño, o quizás sólo se trata de pura inmadurez.
Pero con la muerte no me hablo.

No me hablo hasta que ella decide hablar a alguno de los míos.
Cuando ello ocurre, cuando el dolor llora a través de un amigo querido, profundo, de esos labrados con años de complicidad, entonces desequilibra todas mis emociones.
Y no sé ni qué decir, ni qué decirme, ni, sobre todo, no sé qué decirle.

Así estoy estos últimos días, con el roto del amigo quebrando el aire que compartimos, despidiendo a la madre que se fue como bien podemos, es decir..., sin poder.

La muerte de una madre es una pregunta sin respuesta, porque a la vez que parece normal –“ley de vida”, aseguramos resignadamente–, es un mazazo en pleno centro de las emociones, en el corazón mismo de la vida.
Esta madre, por ejemplo.
Menuda, tierna, fuerte, siempre elegante en las formas, siempre sólida en los fondos, ejerciendo de madre hasta el último minuto –“procura quedar sempre bé amb tothom”, “no facis mai el ridícul”, “cuida´t”–, tan sencilla en su estar que, como dijo el párroco de su iglesia, nunca se notaba que estaba, hasta que la necesitaban.
Y ese estar siempre ahí, inamovible, inalterable, indestructible, deja ahora un vacío en sus hijos que hiela el aliento quizás porque hiela la propia vida.

Las madres..., ese hilo rojo con uno mismo, esa raíz clavada en lo más hondo del propio linaje, esa red de protección que nos acuna hasta los últimos días, recordando al niño que siempre fuimos, cuando ellas están delante.
Las madres del mundo nunca dejan de hacer horas extras.

¿Qué hacer con el quiebro interior cuando ellas se van?
Y no digamos que se van siempre, porque así de implacable es la biología, no lo digamos, pues nunca sirve.
Cuando se va la madre de uno, se va un trozo de uno mismo, y el abismo que se abre es tan insondable que no sirven ni las palabras ni su significado.
La muerte de una madre no tiene significado.
Por eso tampoco hay palabras para él, para Josep, mi compañero, mi amigo.
Sólo estar ahí, cerca, sabiendo que sabe la ósmosis con su dolor, la simbiosis con su roto.

En el espejo de su tristeza se refleja la tristeza que algún día sufriremos y entonces el abismo se abre ante uno.

No hay diccionario que lo relate, sólo las palabras que el silencio incluye, cuando nace del amor intenso y... del miedo.

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