"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

viernes, 14 de enero de 2011

Remedios para la familia

Microcuento
Por Luis Buero (*)

Yo nunca pude precisar el momento exacto en que comenzó el plan de destrucción, pero sería una tontería negarle importancia a la anuencia de los chicos,  y al genio increíble de mamá.
No sé, nunca supe porqué nos envolvió esa decepción repentina, ese extraño hastío.
Después de todo, papá nunca había sido un Cid con tiradores, y su apariencia de queja vertebrada quizá se debiera a que dentro de su mínima cultura de primer grado inferior existió siempre una pequeña luz que le hacia presentir este mundo hostil, solitario, enfermo de subestimaciones y costumbres, que nos deshabita.
Pero nunca transmitió nada; se dejó encasillar, se dejó dominar por los gritos de mamá (alaridos de los ojos, esos que duelen) o los “andáte al diablo” de nosotros, cuando pudimos defendernos de él.

Claro, la cosa había cambiado, ya aquel padre golpeador había envejecido y no podía imponer su razón o sin razón con el cinturón, el manotazo de su palma pesada,  o la pena de ir a la cama sin cenar.
Hugo casi médico, a Héctor le faltan dos materias para terminar arquitectura, Palmira era ya la secretaria privada de un importante editor, y yo, el menor, acababa de ingresar a la carrera de abogacía.
Todos jóvenes, inteligentes, ambiciosos, pero a la vez embriagados por una sensación inevitable de planeta desierto, de plaza vacía, de pueblo abandonado.

Ya papá casi no contaba en la familia; su viaje diario constaba de dos escalas por la mañana, una en el baño más amplio y sin tardar mucho, la otra durante el té con leche, escondido entre las altas sillas de cedro barnizado, y nuestros cuerpos de estatuas inmutables.
Apenas algún comentario sobre un nuevo chiste verde escuchado en el trabajo, o la idea de plantar malvones en el jardincito del fondo componían la iniciativa de papá.
Aunque no debo olvidar la tímida sugerencia de comprar un pomo grande de crema hecha con aceite de bacalao, para las paspaduras.

El viejo almorzaba o cenaba solo, en silencio, antes o después que nosotros.
Además podía, se lo teníamos conscientemente permitido, caminar de un lado a otro del comedor y silbar un tango de Cobián, pero él no tenía muy presente ese derecho y hacía sus travesías interiores cabizbajo, como pidiendo disculpas por ocupar el aire.
Sabíamos que papá hacía el mejor asado, coleccionaba llaves y era un experto evaluador de cueritos de canilla, pero jamás le permitimos demostrar sus habilidades, no lo dejamos probar al pobre maldito...
Tal vez un hombre ingenuo como él hubiera podido ayudarnos a arrancarnos esta araña interior que ahora nos consume.

Y un día enloquecimos.

Creo que todo comenzó aquella noche en que Palmira comentó que iba a salir con el novio y aseguró que no pensaba volver hasta el día siguiente.
Mamá no puso objeción; no sé, y es feo decirlo, si fue porque realmente no le molestó el asunto o nada más que para contrariar a papá.
Lo cierto es que cuando papá corrió gritando de manera descomunal para detenerla, Héctor le hizo una zancadilla y el cuerpo del viejo rodó estrepitosamente por las escaleras del living.

Era la primera vez que pasaba algo así, y aunque parezca raro e inconcebible, a todos nos pareció bárbara la impulsiva iniciativa de Hectorcito (si hasta gozamos uno a uno los golpes de papá entre escalón y escalón, explotando de bronca y sin dejar de insultarnos hasta chocar la boca contra la alfombra)

Héctor  fue el secreto portavoz de nuestro odio, esa furia de la que no se habla nunca porque este tipo de sentimientos no está permitido.
Si, Héctor abrió una puerta que ya nunca pudo cerrarse.
Ahí, pues, comenzó todo, porque para que Palmira pudiera irse tuvimos que atarlo a una silla, y lo que al principio fue una absurda pero divertida irreverencia, mezcla de juego y alegre desahogo, ser convirtió con los días en un habito incansable de fiereza progresiva, y poco  a poco, gracias a la fértil imaginación de mamá y a nuestros conocimientos bien adquiridos fuimos esparciendo con eficiencia la ira insólita pero voraz que a menudo despiertan esta clase de hombres.

Para mamá, para nosotros, el camino hacia la libertad se basaba en la invalidez de este desubicado e ignorante cascarrabias.
La municipalidad, pensaba yo, como futuro legislador, debería tener jurisdicción sobre la capacidad de engendrar o no hijos, y no debería autorizar a ser padre a un tipo que a los siete años había dejado el colegio para ir a trabajar a un almacén.
Y cuyo progenitor había desaparecido cuando él nació y no le había enseñado el oficio para tratar con niños.

En fin, volviendo al presente, les cuento que, prisionero y apretado por las sogas, durante horas papá nos roció con las más diversas malas palabras, amenazas y maldiciones, hasta que Hugo tomó un cuchillito de esos que usaba para trabajos prácticos,  y le extirpó la lengua.

Ha de ser cierta aquella tesis sobre las reacciones dispares de cada hemisferio del cerebro, porque paralelamente lo que hacía Hugo nos parecía una locura, y lo disfrutábamos.

La primera semana tuvimos la sensación de tenerlo encima de nosotros, y eso que él estaba allí, inmóvil, a un costado, mudo y completamente aferrado a una silla.
Más solo que nunca.

Por eso, para que no supiera nuestros movimientos actuábamos mediante gestos, un retorcido código anti-paternalista que terminó por trastornarnos del todo. Es que no soportábamos saberlo cerca, pues estábamos seguros de que él participaba de nuestros actos, los auscultaba y juzgaba, aún sumergido en su trágica comedia de inocente ejecutado.

Y como lo correcto no siempre es lo contrario de lo incorrecto, ya cansados de intrigas, y para que papá no pudiera enterarse de nuestros planes diarios y sufriera por no poder evitarlos, Hugo le cortó las orejas y posteriormente, con ayuda de una tibia espátula de metal dorado, le quitó los ojos.
Durante los días posteriores tratamos de disimular de la mejor manera posible la estática presencia de papá, mutilado y finalmente preso en el altillo. Eso sí, le desatamos las cuerdas y le dábamos siempre el beso de las buenas noches.

El planeta entero, con sus consagraciones de cristal y sus valores inmutables, sería incapaz de comprender lo que hicimos.
Asimismo, nosotros no supimos presentir que lo amábamos intensamente, en la misma y equilibrada medida de nuestro desprecio.
Se dice que dos afectos opuestos no pueden coexistir en un mismo instante.
Es mentira...

Pero volvamos al relato: las cosas empeoraron.
Papá, no me pregunten cómo, consiguió escapar del altillo y aún ciego, sordo, mudo y débil, pudo llegar hasta la puerta de calle y salir.
Casi se entera todo el mundo.
Tuvimos que operar otra vez.
Con ayuda de Palmira lo metimos en la editorial un domingo por la tarde y Héctor, que siempre tuvo buena mano para el dibujo y perspectiva, supo manejar la máquina de guillotinar papel con certeza.
Si, la misma cuchilla que corta las ediciones de Poe y de Cervantes, y que se deshonró amputando las piernas y los brazos de papá.

Lo que quedaba de él ya no molestaba mucho.
Apenas una comida diaria (naturista) y un poquitito de pis entre las siete y las ocho de la noche.
De eso se ocupaba Palmira; yo en cambio le acariciaba los pómulos, ahora ya sin temor, imaginando las lágrimas que derramaría si le hubiéramos dejado los ojos.
Y Hugo, con la cabeza gacha, murmuraba “perdón, perdón” pero papá ya no escuchaba.

Paulatinamente comenzamos a abandonar las fiestas, y otras reuniones.
Por último la facultad, el trabajo, el mundo exterior.
Palmira cortó la relación con su novio.
Inclusive dejamos de ir al comedor y al jardincito del fondo.
El radio de vida incluía únicamente la cocina, el baño, y el altillo.

Mamá fue la última en claudicar, la que más tardó en aflojar; pero Héctor la convenció y la trajo un día hasta el altillo (ya hablo de este lugarcito como de otra casa, el nuevo hogar).
Y papá, imposible olvidar ese gesto, papá pareció saberlo, sentir que todos estábamos allí, sujetos a él, ciegos, sordos, mudos e inválidos, implorando esa dulce sonrisa que él finalmente nos ofrendaba entre jadeos.

Desde entonces nada ha cambiado.
El remedio para la familia no resultó y a veces pienso que esta anulación del padre ha sido un fracaso mayor de lo sospechado.
Es más, ayer cuando mamá nos hizo salir a todos del cuarto (no necesito aclarar que ya vivimos en el altillo), según un chisme de Palmira, se debió a que ella tenía ganas de volver a abrazar a papá como en los primeros tiempos.

Y, bueno, son marido y mujer, necesitan un poco de intimidad, qué tanto.

Cuando de seres humanos se trata, ciertas batallas interiores pueden deparar las más diversas sorpresas, como se ve.
...

(*) Crónica y Análisis publica estas notas por gentileza del autor Luis Buero, guionista, periodista docente de la materia Guión en TEA Imagen,  en la Universidad de Morón, y en la Universidad de Belgrano. Es  autor del libro "Historia de la televisión argentina contada por sus protagonistas", editado en 1999 por la Universidad de Morón (dist. La Crujía) que obtuvo una mención especial de APTRA en la entrega de los Martín Fierro 1999.

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