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Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 2 de julio de 2011

Una sobredosis de Cristina

jefa. La Presidenta ninguneó al peronismo y a la CGT en el cierre de listas, pero le pasarán factura.

Por James Neilson*


Ilustración: Pablo Temes.

El planteo de Cristina es sencillo: el año pasado perdí a mi marido, ergo es deber de todos votarme.
Y puesto que los votos son míos, míos, míos, las listas son mías también.
Dejen de aplaudir, por favor, y dejen de batir el bombo, es too much.
Quiero hablar.
Como les recordaba, soy Presidenta de todos los argentinos de bien y tengo derecho a repartir todos los premios.
El mayor va a Amado Boudou, un buen muchacho, lindo a su manera, que se ha recuperado plenamente de su adicción al neoliberalismo y que, desde luego, me es tremendamente leal.
Otro premio, el segundo, irá a Gabriel Mariotto.
No es tan lindo como Amado y a veces dice cosas raras, (¿Qué es eso de “quizás no haya satisfacido (sic) a la Thatcher”?) pero me es leal.
Bien, no es muy culto pero es mejor que aquella víbora de Daniel Scioli que pronto recibirá su merecido. Olvidé lo de River; los hinchas pueden hacerse los rulos, que no se preocupen, transmitiré sus partidos en la Primera B por la televisión abierta que es mía.

Sí, ser Cristina es un auténtico privilegio.
El Gobierno es suyo. También lo es el Estado.
Puede hacer cuanto se le ocurra con el pedazo oficialista del peronismo.
Así, pues, cara a las elecciones de octubre, nombró como candidatos a los puestos electivos más apetecibles a sus favoritos personales y descartó a quienes no le gustan por motivos ideológicos o estéticos, sin que ningún integrante de su entorno se animara a decirle que acaso le convendría tomar en cuenta los sentimientos de los tirados a la canasta de residuos.
A su entender, no los necesita.

¿Cuántos votos tienen Hugo Moyano, Luis D’Elía y otras víctimas del todopoderoso dedo presidencial? Pocos, muy pocos. En cambio, Cristina se cree dueña exclusiva de millones.

La decisión de Cristina de llenar las listas del oficialismo de militantes de La Cámpora, desplazando a veteranos de mil luchas que la habían apoyado en momentos difíciles, tuvo un impacto revulsivo en el heterogéneo universo oficialista.
Por todos lados se oyen quejas amargas.
Pero no solo se trata de la reacción lógica de los desechados sino también de la sensación de que Cristina se ha refugiado en un mundo propio –ella diría “una burbuja”– que está alejado de la realidad, uno que es en buena medida imaginario.
Manifiesta síntomas de megalomanía, esta enfermedad que suele afectar a políticos rodeados de eunucos obsecuentes que se suponen por encima de las reglas comunes.

La propensión de los convencidos de que el destino siempre les sonreirá a creerse invencibles suele resultarles fatal.
Al imponer su propia voluntad de modo tan arrogante, Cristina ha brindado a sus adversarios alicaídos una oportunidad para contraatacar que no desaprovecharán.

Si bien según las encuestas de opinión el cuarenta por ciento del electorado aún la apoya, la opinión pública argentina es notoriamente volátil.
De difundirse la impresión de que el desprecio que tan claramente siente por sus aliados políticos se extiende a la ciudadanía rasa, Cristina podría compartir el destino de otros ídolos populares como Raúl Alfonsín y Carlos Menem que, para su consternación, se vieron abandonados por la multitud que poco antes les había rendido pleitesía.
Lo entienda o no, en política nada está escrito, ni siquiera el relato que está confeccionando.

Los oficialistas despechados, los dirigentes opositores, el país, todos están aguardando el momento en que aquel cuarenta por ciento de que se habla se canse por fin del culebrón cristinista que la semana pasada experimentó algunos cambios del tipo que se dan cuando los productores sospechan que el público está comenzando a aburrirse.

Puede que la designación de Boudou como compañero de fórmula no ocasione muchos problemas –total, el neoliberal reciclado en soldado nac y pop parece inofensivo–, pero la de Mariotto como acompañante no deseado de Scioli ya está provocando repercusiones en el distrito electoral más poblado del país.

Para poner a Scioli en el lugar de felpudo que a su juicio le corresponde y de tal modo hundirlo, Cristina se mofó cruelmente de las pretensiones de los presuntos jefes territoriales bonaerenses y por lo tanto de los bonaerenses mismos.
¿Se saldrá con la suya?
Es posible, pero también lo es que los doloridos por tanto desdén se alcen en rebelión contra quien nunca se ha preocupado por nada más que sus propios intereses personales.
Aunque Scioli intenta hacer pensar que no le molesta del todo tener que acatar las órdenes de la jefa máxima, sería asombroso que no comprendiera que acaba de sufrir una humillación brutal.

Recuperarse del golpe feroz que ha sido asestado a su hombría no le será fácil.
Como Fernando de la Rúa podría informarle, lo único que la ciudadanía no suele perdonar en un político es la debilidad, sobre todo si es un gobernador peronista a cargo de una provincia tan complicada como la de Buenos Aires.

De regir en el país un sistema electoral menos heterodoxo que el actualmente vigente, Cristina estaría enfrentando el futuro con trepidación.
En tal caso, tendría que conseguir más de la mitad de los votos para mantenerse en su cargo y por lo tanto estaría esforzándose por congraciarse con los caciques del PJ y agrupaciones afines porque no podría darse el lujo de perder su apoyo.

Pero merced a que el esquema actual sirve para que la primera minoría pueda actuar como si disfrutara del respaldo de una mayoría aplastante, se siente libre para actuar como una autócrata, de ahí los abusos de poder que están haciéndose cada vez más frecuentes.

Por lo pronto, Cristina ha podido pisotear las normas que en teoría tendría que respetar porque los kirchneristas y sus aliados, habituados como están a hacer gala del “verticalismo”, o sea, de la obediencia debida, lo han consentido, pero ahora que se las ha arreglado para basurear a tantos, algunos por lo menos se sentirán tentados a procurar hacerla tropezar.

No solo los borrados de las listas por motivos que no comprenden sabrán que les sería inútil seguir esperando que la Presidenta reconozca sus méritos.
Otros, tal vez muchos otros, pensarán lo mismo.

A Cristina no le sobran votos.
Para asegurarse la reelección, siempre y cuando un opositor no logre pisarle los talones tendrá que obtener el 40 por ciento en la primera vuelta.
Antes de aclararse hasta cierto punto el panorama opositor, las encuestas le daban una ventaja muy amplia, pero no hay ninguna garantía de que la conserve en los casi cuatro meses que tendrán que transcurrir hasta que por fin llegue la jornada electoral.

De producirse más episodios truculentos como el protagonizado por los lumpen de River, o por la empresa constructora de la facción más oficialista de Madres de Plaza de Mayo, la Presidenta podría verse en apuros porque quienes ya tienen dudas en cuanto a la conveniencia de reelegirla estarán buscando buenos pretextos para votar por alguno que otro contrincante.

Aún más peligrosa, si cabe, es la impresión de soberbia casi ilimitada que está dando Cristina últimamente, al apropiarse reiteradamente de la cadena nacional de radio y televisión, además del canal supuestamente público, con el propósito de mantenernos informados sobre sus propias actividades.
Andando el tiempo, dosis excesivas de propaganda empalagosa producirán hartazgo.

Por un lado, la Presidenta parece haberse convertido en una figura remota, distanciada de los demás, que toma decisiones importantes sin dignarse a consultar con nadie con la excepción del leal Carlos Zannini,
Por el otro, es una presencia constante, casi siempre acompañada por una claque de fieles incondicionales y, desde luego, por el espectro de Él.

A veces parecería que para Cristina, a partir de aquel día luctuoso de octubre del año pasado, Néstor Kirchner desempeña una función en la vida nacional que es comparable con la de otro K:
Kim Il Sung, en Corea del Norte donde sigue siendo presidente aunque murió en 1994.

La razón principal por la que Cristina se sintió obligada a buscar la reelección fue que, desde el más allá, Él lo quería.
Puede que a su entender se haya tratado de un motivo más que suficiente para continuar gobernando la Argentina, pero no sorprendería que, luego de pensarlo, una franja del electorado se negara a participar del extraño rito funerario que se le ha propuesto; a la hora de votar, no estará en juego el pasado reciente sino el futuro próximo del país.

La clase de gobierno insinuada por el manejo de las listas electorales por parte de Cristina no motiva mucha confianza.
Por cierto, los militantes de La Cámpora promovidos por el dedo presidencial no se destacan por su capacidad personal.
Son candidatos testimoniales, en el sentido tradicional de la palabra, seleccionados solo porque representan una corriente que podría calificarse de ideológica que merece la aprobación de Cristina pero que para quienes no sienten nostalgia por la década más infame de la historia moderna del país es exóticamente ajena.
Huelga decir que el desembarco de contingentes de adulones cristinistas –según el bueno de Mariotto, “Cristina es el Perón y Evita de este tiempo”–, no está bien visto por el resto del elenco político nacional que ya está pensando en cómo librarse de los intrusos.

Mal que le pese a la Presidenta, vientos de fronda están soplando en el campo oficialista.

Si cobran fuerza, darán en tierra con su sueño reelectoral.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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