"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Cuando de ambos lados se confunde a César con Dios

Por Marcos Aguinis | LA NACION

El Tributo del César 
TIZIANO (1477 - 15769)

En las tormentosas cimas de la Pasión, Jesús formuló un mandamiento que la Humanidad tardó casi dos milenios en entender.
Con breves palabras, estableció una separación asombrosa e imprescindible entre el Estado y la Iglesia. Cualquier Estado y cualquier Iglesia.
No fue la concesión de un débil que quiere evitar su asesinato, porque mantenía en cada instante del tormento una imperturbable dignidad.
De haberlo escuchado su propio pueblo, quizá se habría podido evitar la destrucción del segundo Estado judío, su capital y su templo.

Quienes confundían los embrollos del pecaminoso poder terrenal con los laberintos del espíritu peleaban entre sí con falta de lógica y exceso de emoción.

Algunos historiadores señalan que la derrota de Israel ante las legiones romanas se debió en mayor medida a las disputas internas que al poder de Vespasiano y Tito.

Cuando siglos más tarde el cristianismo logró imponerse, olvidó la trascendental indicación de Jesús. Confundió los intereses del poder terrenal con los de la fe. Sus líderes consideraron decisivo contar con la fuerza, porque facilitaba el exterminio de las disidencias y la expansión del mensaje evangélico. Un Evangelio que se recitaba sin suprimir aquel mandamiento de Jesús, mientras se lo violaba sin cesar.

En el rodar de la historia sobran muestras de la crueldad que se practicó en nombre de Jesús.
Quizás algún teólogo revele que esta desobediencia es el devenir de su Pasión, siglo tras siglo, más allá de lo ocurrido en Jerusalén, porque es una desobediencia que lastima una y otra vez.

Si es necesario separar al César de Dios, es igualmente necesario separar el Estado de la Iglesia.
El Estado debe respetar a la Iglesia (a todas las iglesias que nutren con buen alimento el espíritu de los hombres).
Y la Iglesia debe proteger a sus fieles -y también a los que no son sus fieles- para que el Estado no abuse de ellos.
Por eso debemos honrar como paradigmas a Pío XI, que escribió su conmovedora carta Mit brennender Sorge (Con ardiente angustia) y a Juan XXIII (entonces Nuncio Roncalli) al enfrentar con duras expresiones al canciller de la Alemania nazi.
Abundan otros ejemplos -caudalosos- que se haría largo mencionar aquí, y que han ennoblecido al género humano de todas las épocas y todas las geografías.

Cuando la religión pretendió invadir o imponerse más allá de lo que le corresponde, cayó en errores.
No sólo persiguió a Galileo, sino que mantuvo al rojo la persecución de quienes resultaban molestos.
Hoy parece increíble, por no decir alucinante, que se haya usado una frase del Libro de Josué para impugnar a quienes demostraban que la Tierra gira alrededor del Sol y no el Sol alrededor de la Tierra.

La primavera iluminista
Después llegaron los años del enfrentamiento a la primavera iluminista.
Más adelante Darwin fue severamente impugnado, y así en lo sucesivo.

En Occidente, por fin, se empezó a cambiar.
El Estado se volvió más democrático y la Iglesia, más tolerante.
Pero surgió una situación que embarra el vínculo.
Cada uno desea beneficiarse con la importancia del otro.
Hay Césares que se empeñan en usar a la Iglesia, e Iglesias que basculan según los favores del César.

Mussolini firmó el tratado de Letrán para reconciliarse con la Iglesia y la Iglesia se sintió beneficiada con el apoyo de la tiranía fascista.
La Unión Soviética pretendió imponer el ateísmo, y su actitud arrogante y sanguinaria hoy no es elogiada por casi nadie, ni siquiera los ateos.
Hitler se mantuvo ambivalente, para no abrir un frente interno que le sería adverso.
En España los franquistas obtuvieron la adhesión firme de los clérigos y, por contrapartida, los clérigos fueron perseguidos y asesinados por los republicanos.
Es fácil observar cómo predominaba el absurdo.

En la Argentina, el despuntar nacionalista a comienzos del siglo XX llegó entrelazado con un catolicismo arcaico.
Y esto siguió hasta la presidencia de Perón.
Perón usó a la Iglesia para ganar elecciones e imponer su autoritarismo.
Pero luego la traicionó, permitiendo la quema de templos, el acoso a sacerdotes y monjas, incluso con insultos de inédita bajeza.
Después le comentó al dictador Trujillo que se había equivocado.

Ahora vivimos una ofensiva que mezcla aspectos positivos con otros lamentables.
Las denuncias apostólicas contra actos de corrupción, hipocresía, abusos, ofensas a la ley y otras calamidades que bloquean el desarrollo argentino han despertado la furia de los gobernantes narcisistas que no aceptan escuchar consejos ni leer con buenos ojos las críticas certeras.
Entonces las medidas que se adoptan parecen volver a confundir el César con Dios.

Es legítimo que la Iglesia defienda sus principios.
Y que lo haga por todos los medios que existen en una sociedad civilizada.
Quienes disientan de esos principios no siempre son enemigos de la Iglesia.
Hay temas de gran complejidad por la incidencia de tradiciones y convicciones milenarias.
No es saludable transformar la diversidad en batallas salvajes.
Un buen ejemplo de diferencia de opinión, donde ambos bandos se atribuyen la razón absoluta, es en la legalización de las drogas.
Quienes están a favor y quienes en contra esgrimen buenos argumentos.
Pero no es fácil conciliarlos.
Así ocurre entre el Estado y la Iglesia.

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