El desafío ya no es seguir siendo uno mismo en un
entorno cambiante, sino en cambiar sin cesar, en adaptarse a los cambios
coyunturales.
La actual fusión del presidente francés con Merkel prueba que es
un gran camaleón
CHRISTIAN SALMON 22/12/2011
“Ya
que estos misterios me superan, finjamos que soy su organizador"
Nunca la fórmula de Jean Cocteau fue tan oportuna
como en la última cumbre del G-20 de Cannes.
Debía ser la hora de gloria de Nicolas Sarkozy, en
todo caso una ocasión soñada de desempeñar un papel anhelado por él: el de
capitán intrépido en medio de la tempestad. Nunca se había visto una cumbre de
jefes de Estado y de Gobierno tan sometidos a la tutela de "los mercados"
y, a decir verdad, tan poco soberanos.
Al final se contabilizaron dos víctimas entre los
participantes: el griego Papandreu y el italiano Berlusconi.
En cuanto a Zapatero, daba la impresión del veterano
al que se invita a una celebración, estaba ya en otra parte.
Lejos de constituir el esbozo de un gobierno
mundial, ese G-20 tenía la apariencia de un salón de excluidos.
Después de Irlanda, Portugal y Grecia, los mercados
se disponían a despachar a Italia y España.
"Si perdemos la triple A estoy muerto", habría
declarado Nicolás Sarkozy.
¿Hay que culpar de semejante derrotismo al estrés
resultante de las noches de negociación o a la falta de sueño tan frecuente en
los que acaban de ser padres?
No importa: para nuestros gobernantes cuenta más la
voz de las agencias de calificación que la vox populi.
Algo sabe de esto Berlusconi, que, como Papandreu,
fue destituido no como resultado de una elección sino por la presión de los
mercados.
Las agencias de calificación son los oráculos de la
religión neoliberal.
Para ellas no se trata de "alumbrar el
camino", como les gusta decir a los políticos, sino de reforzar la fe en
el neoliberalismo mágico.
Su credo es el crédito.
La
pérdida de la triple A equivale a la excomunión.
Las agencias de calificación son el producto necesario
de la hechicería de los mercados. Cierran el círculo encantado de la
credibilidad.
Es el secreto de su poder sobre los políticos, esos
aprendices de brujo de la Deuda Soberana.
Hacen bailar a los pueblos endeudados alrededor del
tótem de la triple A.
Se acabó el Estado de bienestar redistribuidor.
Hagan sitio a un régimen a la griega, cuando no
cretense.
La "dieta competitiva" se ha exacerbado en
sociedades que preconizan la competencia despiadada entre los individuos.
El lean management (la gestión esbelta, "sin
grasas", llevada a cabo por Toyota en Japón en los ochenta) se impone al
cuerpo social lo mismo que a las corporaciones.
Corren tiempos de abstinencia.
Pero lo de preconizar la delgadez en tiempos de
crisis no basta.
Hace falta, además, hacerse elegir con arreglo a ese
programa.
¿Acaso no enseñaba Lacan que la carencia está en el
centro del deseo?
Un líder no puede prometer, como el viejo Churchill,
tan solo "sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor", tiene que pintar el
rigor de su programa con los colores del deseo.
Un rigor ferviente como una promesa, un rigor vuelto
hacia el futuro, un rigor joven, "teñido de infancia", como el
Philidor del escritor polaco Witold Gombrowicz.
El cuerpo neoliberal debe encarnar el carácter
precario, efímero, nómada, pasajero de toda actividad o construcción.
Debe ser moldeable a gusto, capaz de estilizarse, de
cambiar de imagen sin cesar.
El desafío ya no consiste en "seguir siendo uno
mismo" en un entorno cambiante, sino en cambiar sin cesar y en adaptarse a
los cambios coyunturales.
Y en saber seguir siendo delgado para conseguirlo.
Una delgadez que es sinónimo de adaptabilidad, de
flexibilidad.
Una delgadez de avatar.
Desde cambios de estilo a viraje político, en los
últimos tres años Nicolas Sarkozy no ha cesado de reproducir, modificándola,
una imagen huidiza de la función presidencial y de reducir el ejercicio del
poder a la crónica agitada de sus hechos y sus gestos.
Todos los capítulos de la vida política se han visto
afectados por esa versatilidad que con demasiada frecuencia se ha analizado
como un rasgo de carácter del presidente, cuando quizá constituye un signo
distintivo del hacer político bajo el neoliberalismo.
La revolución neoliberal ha impuesto una profunda
remodelación de los tipos ideales que legitiman comportamientos e inspiran los
modos de gobernar.
Las fábulas del neoliberalismo se esfuerzan por
convertir en héroe a un nuevo individuo tipo que el sociólogo americano Richard
Sennett ha definido así:
"Un
nuevo yo, cuyo eje es el corto plazo, que se centra en lo potencial, abandonando
la experiencia pasada"
El hiper presidente Sarkozy representa un modelo,
rayano en la caricatura, de ese individuo neoliberal que apela sin cesar al
voluntarismo político y al potencial de los individuos ("Cuando se quiere,
se puede") y que recurre sin cesar a la retórica de la ruptura para
rechazar la experiencia pasada: "Se
acabó el dejar hacer"
Lo que define al político de la era neoliberal ya no
es el respeto de las reglas, sino la aptitud para cambiarlas (el imperioso
deber de reformar); ya no es la continuidad de una acción, sino la capacidad de
dar la espalda a sus compromisos.
En el transcurso de esta crisis, Sarkozy ha
desvelado una faceta desconocida de un talento proteiforme: ha elevado el
transformismo neoliberal a la categoría de arte del morphing político.
Hasta entonces destacaba en el one man show, aun a
riesgo de encadenar preguntas y respuestas en las barbas de sus interlocutores.
Ahora el sarkozysmo se declina entre dos.
Al dársele como perdedor en 2012, se esfuerza por
recuperar su crédito al contacto con otros dirigentes del planeta.
Es lo que los mercadotécnicos llaman rebranding, la
creación de una nueva identidad de marca.
Para recargar la marca Sarkozy y volver a otorgar
crédito a la firma de Francia, no hay nada como una canciller alemana bien
calificada en los mercados.
Para recuperar el crédito ante sus electores qué hay
mejor que una alianza con Obama, el gran predicador carismático.
Eso es lo que consiguió Sarkozy durante el último
G20.
Todo pasa desde entonces como si Sarkozy no pudiera
recobrar crédito sino desdoblándose, acoplándose, "componiéndose" con
otros.
Al capitán intrépido no le gusta afrontar las
tempestades en solitario.
En caso de temporal, pregona: "¡Permanezcamos
juntos!".
Lo hemos visto anti-globalizarse al lado de Lula,
brownizarse al lado de Gordon Brown. Como el Zelig de Woody Allen, el camaleón
Sarkozy se transforma al contacto con sus vecinos.
Cuando todo va mal se acopla, se desdobla, se
duplica.
Se ha deslizado sin demasiada dificultad en la piel
de Merkozy para poner orden en la eurozona.
En el G20 consiguió una nueva forma de hibridación,
el Sarkobama.
Ambos líderes se emplearon en hacer creíble la
improbable amalgama.
"Dado que hemos trabajado mucho juntos, Nicolas
y yo, tenemos una relación excelente", se felicitó Obama.
"Hablamos con mucha libertad", recalcó
Nicolas, "cuando no está de acuerdo me llama, y cuando tengo una
dificultad se lo digo".
"Tenemos un credo común: la vida, la libertad y
la búsqueda de la felicidad", proclamó inflamado el dúo sublime.
Con anterioridad los dos presidentes se habían
inclinado ante un monumento a los muertos para honrar la actuación de los
militares franceses y norteamericanos durante la operación de la OTAN en Libia.
Sarkozy lleva el arte del morphing a extremos nunca
igualados en política, llegando a fusionar la ortodoxia neoliberal con la
tradición soberanista francesa.
Prueba de ello fue su ataque al "fraude
social" (ese indicador reaganiano de los neoconservadores) en nombre del
Consejo Nacional de la Resistencia, que, tras la Segunda Guerra Mundial, dio
origen al modelo social francés, producto de un compromiso histórico entre
gaullistas y comunistas.
Reconciliar a Reagan con de Gaulle, no lo hace
cualquiera.
Pero con Sarkozy todo es posible.
De ese modelo social para el que no encontraba las
suficientes palabras duras en su campaña de 2007, Nicolas Sarkozy se erige
ahora en protector.
Es su deber de presidente, aseguró ante 3.000
atónitos militantes de su partido.
La ideología del sarkozysmo, su ADN, se compone,
como todo ADN, de una doble cadena, una cadena de Reagan y otra de De Gaulle.
La una tranquiliza a los mercados, la otra a la
buena gente.
Cuanto más se hace de Reagan (rigor, reformas...)
más habla del modelo social.
Mientras el Sarkozy lírico despliega en la pantalla
gigante su gran relato nacional (Francia, De Gaulle, Consejo Nacional de la
Resistencia), el realista se dirige en el recuadrito inferior, con lenguaje de
signos, a los sordomudos "mercados".
En Sarkozy la retórica soberanista se codea con la
ortodoxia neoliberal.
La crisis las ha reconciliado:
Ahora
son los "mercados" los que eligen a los "soberanos"
Christian Salmon es escritor. Traducción de Juan
Ramón Azaola.
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