Por James Neilson
Puede que en la Argentina no haya lo que la
Constitución llama "prerrogativas de sangre" formales, pero nadie
ignora que en el país que efectivamente existen, los privilegios así supuestos
importan decididamente más que en cualquier monarquía europea.
Muchas provincias quedan por décadas en manos de una
dinastía familiar que se las arregla para repartir entre sus integrantes una
cantidad asombrosa de puestos políticos además, claro está, de oportunidades
para lucrar.
En algunas, como Catamarca, los "hijos del
poder" llegaron al extremo de atribuirse una variante del derecho de
pernada sobre las jóvenes locales, lo que no resultó sorprendente puesto que
desde que el mundo es mundo los privilegiados siempre han actuado así.
Cuando el jefe de una dinastía provincial logra
trasladar su centro de operaciones a la Casa Rosada, una mudanza que ya se ha
hecho rutinaria, llevará consigo docenas, tal vez centenares, de parientes,
amigos de toda la vida y otros comprovincianos que le deberán todo.
Es lo que hizo Carlos Menem en los años noventa.
Luego de un breve intervalo signado por el
predominio de porteños y cordobeses, lo emuló Néstor Kirchner.
En el 2003, la Capital Federal, ya abandonada por
los riojanos, se pobló de patagónicos, nativos o adoptivos, aunque andando el
tiempo el clan, una especie de club de amigos, se haría más representativo al
conseguir afiliarse nuevos miembros de orígenes geográficos distintos.
Así y todo, el
gobierno nacional sigue siendo una empresa netamente familiar dominada por una
matriarca, una que por su conducta no desentonaría en las provincias más
pobres del norte feudal.
El sábado pasado le tocó a Florencia Kirchner
ponerle la banda presidencial a su madre Cristina, la que juró, bajo la mirada
comprensiva de su hijo Máximo, el artífice de La Cámpora que, dicen, es su
asesor político principal, desempeñarse como corresponde no sólo "por Dios
y la Patria" sino también "por "Él".
Fue
su modo de recordarnos que hasta nuevo aviso la Argentina se verá gobernada por
la dinastía que fue fundada por ella y su marido.
Para legitimar dicha situación, con la ayuda de sus
familiares, amigos, amigas y algunos intelectuales imaginativos, la presidenta
ha inventado una serie de mitos.
Antes de las elecciones del 2007 dejó saber que le
apasionaba la mitología griega; habrá sido porque algunas fábulas sirvieron
para justificar la primacía de ciertas familias determinadas.
Que la presidenta haya querido que el país haga suyo
su propio "relato", uno en que ella cumple un rol protagónico y su
marido fallecido transformado en una especie de espíritu celestial, puede
considerarse lógico.
También lo es que sus esfuerzos en tal sentido hayan
merecido la aprobación popular. Puesto que la Argentina no ha podido hacer
funcionar como es debido, las instituciones modernas que en otras latitudes
ayudan a despersonalizar el poder, la mayoría ha optado por conformarse con
modalidades más antiguas que, si bien son pre democráticas, parecen naturales a
sectores muy amplios.
En algunos países de Europa, la solución para el
problema planteado por la brecha que se da entre el atavismo instintivo de una
proporción nada desdeñable de la ciudadanía y el frío racionalismo de los
constitucionalistas ha consistido en hacer de la monarquía tradicional una
institución en buena medida decorativa.
Aquí, la ciudadanía en su conjunto ha preferido
permitir que la familia reinante disfrute del poder y de los muchos privilegios
que suelen acompañarlo con tal que no procure formalizarlo.
Aunque a juicio de la mayoría el sistema resultante funciona
de manera adecuada, de ahí aquel 54% de los votos que obtuvo Cristina hace un
mes y medio, no podrá consolidarse: “Todos
los arreglos que dependen de vínculos personales y por lo tanto de la lealtad
son estructuralmente corruptos”
Como siempre
es el caso cuando la mayoría se siente conforme con la marcha de la economía,
en la actualidad la corrupción no incide demasiado en el estado de ánimo de la
gente, pero al intensificarse el ajuste, muchos llegarán a la conclusión de
que, si bien los beneficiados por el poder roban, no hacen, lo que a su
entender significaría la violación del contrato electoral implícito que
aprobaron en el cuarto oscuro.
Asimismo, es de prever que más integrantes del clan
gobernante cometerán excesos como los que tantos dolores de cabeza han dado a
los "emblemáticos" actuales Ricardo Jaime y Sergio Schoklender.
Las
monarquías informales siempre son corruptas.
Cuando el poder se basa en relaciones familiares, o
en vínculos de amistad, quienes cumplen funciones en el gobierno son
naturalmente reacios a "traicionar" a sus colegas denunciándolos.
Antes bien, se sienten obligados a darles el
beneficio de toda duda concebible.
Hace apenas dos años parecía que dentro de poco se
destaparían tantos escándalos que muchos miembros del gobierno kirchnerista no
tardarían en verse procesados y que la Justicia aprovecharía la oportunidad
para hacer gala de su autonomía del Poder Ejecutivo, pero felizmente para ellos
la recuperación de la imagen de Cristina, más la reanudación del crecimiento económico,
modificaron el panorama.
Con todo, en política nada es definitivo.
De
cambiar el clima nuevamente, la corrupción ocupará una vez más un lugar
destacado en la lista de preocupaciones ciudadanas.
Además de ser corruptas, las monarquías informales y
el "capitalismo de los amigos" que por razones evidentes suelen
impulsar y que tratan de dignificar hablando del "modelo"
supuestamente novedoso que acaban de inventar, son incompatibles tanto con la
eficiencia económica como con la justicia social.
Lo son porque anteponen a la capacidad profesional
la lealtad personal y, en el caso de gobiernos con pretensiones ideológicas
como el de Cristina, la ortodoxia.
La Argentina nunca ha contado con una administración
pública –un "servicio civil"– equiparable con la de países como
Francia y el Japón, debido a la costumbre de tratar todo lo relacionado con el
Estado como una parte del botín político, colmándola de militantes y
manteniendo a raya a individuos capaces y talentosos que podrían hacerles
sombra o, peor, negarse a cohonestar irregularidades.
Asimismo, cuando los encargados de tomar las
decisiones económicas se sienten obligados a privilegiar los intereses de los
amigos del poder, la eficiencia es lo de menos.
Fuente: Rio
Negro.com.ar
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