CRISIS DE LA EUROZONA
LA REPUBBLICA ROMA
La canciller Angela Merkel en su discurso ante el
Bundestag, el 2 de diciembre de 2011.
AFP
Europa debe aprender a cooperar con Alemania,
argumenta la veterana columnista Barbara Spinelli. A pesar de su reputación de
ser excesivamente severo y de estar sediento de poder, el rigor alemán sigue
siendo la única alternativa viable frente al modelo chino.
Barbara Spinelli
Desde el recrudecimiento de los ataques contra la
eurozona, el sociólogo Ulrich Beck acusa a Alemania de haber cometido un grave
pecado: el del euronacionalismo. Angela Merkel, indiferente a las reglas
democráticas y a menudo arrogante, encarnaría "la versión europea del
nacionalismo del marco alemán", elevando a nivel de dogma continental la
cultura alemana de estabilidad.
Que los tecnócratas europeos hayan sustituido a los
políticos sería entonces responsabilidad de la canciller.
El veto al referéndum sobre la austeridad que
anunció, y luego anuló, el exprimer ministro Yorgos Papandreu demuestra la
fractura existente entre Europa y la democracia.
Son numerosos los indicios que parecen dar la razón
a Beck.
A pesar de la oposición que ha levantado dentro de
su propio partido, incluso dentro del Comité de los cinco sabios (el
Sachverständigenrat, encargado de guiar a los Gobiernos alemanes en sus
elecciones en materia económica), Angela Merkel insiste en rechazar las
propuestas basadas en un apoyo más activo del BCE ante los países con
dificultades.
Sin embargo, Alemania no siempre ha demostrado tanta
reticencia, al menos en teoría.
La idea de que el euro es una aventura arriesgada,
en ausencia de una unión política europea, ya ha surgido varias veces en el
pasado en el Bundesbank y en el Tribunal Constitucional.
Y ahora que es necesario avanzar urgentemente,
Berlín retrocede, como si estuviera aterrorizado.
La
cultura de la estabilidad no es un monstruo
Algunos de los aspectos que denuncia Beck también
los rechazan las izquierdas europeas (excepto su apología de una Europa
ciudadana y supranacional).
Sin embargo, muchos críticos del neonacionalismo
alemán no los comparten.
Estos últimos no desaprobaron el referéndum griego
porque fuera demasiado democrático, sino porque al pedir a los ciudadanos que
se pronunciaran únicamente sobre los recortes presupuestarios, corría el riesgo
de utilizar al pueblo en lugar de iluminarle.
Si hoy se les planteara a los griegos la verdadera
cuestión de fondo (“¿Queréis seguir en la eurozona?”), no está claro que su
repuesta fuera negativa.
Lo que a veces olvidamos es que la cultura alemana
de la estabilidad no es un monstruo. Esta cultura, basada en el respecto por
los sindicatos, en medidas coherentes contra las deslocalizaciones y en una
política de salarios elevados, es la que ha permitido a Alemania situarse como
la única alternativa razonable a los modelos chino y estadounidense.
Berlín incluso afrontó con acierto la cuestión
demográfica: el abandono del derecho de sangre, que prohibía a los extranjeros
nacidos en Alemania convertirse en ciudadanos alemanes, se remonta al año 2000.
Si
el euro se hunde, Alemania va detrás
Los críticos más duros del comportamiento alemán, que
lo conocen bien, esperan que las regresiones sean reversibles.
La desastrosa lentitud con la que la canciller
alemana ha reaccionado ante el asunto griego (¡perdió un año y medio!), y que
se encuentra en el origen del actual caos, demuestra que el mal alemán no
procede de la voluntad imperial, sino de la incapacidad de expresar una
voluntad.
En
el último momento, Berlín no dejó tirada a Atenas
Por este motivo no se puede excluir un momento
decisivo, por tímido que sea, en la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de
los próximos días 8 y 9 de diciembre.
A menos que se agrave la crisis, el Gobierno alemán
seguirá rechazando la gestión común de la deuda y por consiguiente, los
“eurobonos”.
Se excluye la posibilidad de que el Banco Central
Europeo se convierta en prestamista de último recurso.
Sin embargo, hace poco se sintió el comienzo de un
cambio: el pasado 23 de noviembre, cuando Berlín vio cómo sus propios títulos
de deuda pública estaban en peligro, el despertar fue brutal.
El fin del euro implicaría igualmente la ruina de
Alemania, que se ha beneficiado de una moneda más débil que el marco para
desarrollar en gran medida sus exportaciones.
Esta toma de conciencia podría adoptar distintas
formas, más o menos estables o al contrario, peligrosas.
Hoy, si queremos un Fondo Europeo de Estabilidad
Financiera (FEEF) realmente poderoso, es urgente garantizar a Alemania que no
fomentará el laxismo, sino que servirá para controlar la política fiscal y
económica de los Estados, que por su parte deberán renunciar a la soberanía en
la materia.
Y estas garantías deberán valer también para Berlín.
El
miedo viene del concepto de peligro moral
La cuestión de permitir que el Banco Central Europeo
actúe como prestamista de último recurso es más compleja.
Las resistencias no proceden únicamente de Berlín,
sino también de las autoridades monetarias europeas.
En Frankfurt señalan que el BCE es prestamista de
último recurso con respecto a los bancos, no a los Estados.
La incertidumbre sobre durante cuánto tiempo va a
adquirir títulos de Estado en el mercado secundario aporta al BCE una imagen
muy poco fiable, al contrario que la Reserva Federal estadounidense.
Esta Alemania que dirige a Europa se encuentra ahora
en una encrucijada.
Puede elegir entre hacer la Unión Europea o
deshacerla.
Y la deshace más que nunca cuando sueña con un
pequeño grupo de países virtuosos, posiblemente armados de eurobonos, una isla
idílica para unos elegidos.
Esta solución sería la más catastrófica: hundiría en
el caos a los Estados que utilizan el euro, pero que no forman parte de este
círculo mágico.
Durante la próxima cumbre, puede que comprendamos
mejor hacia dónde se dirige Berlín: ¿hacia la fractura dentro de Europa o hacia
un tratado más federal?
Lo que el ex canciller Helmut Schmidt denominaba en
1996 “el miedo hipocondríaco alemán ante las novedades”, al que se añaden los
temores de Europa con respecto a Berlín, sigue siendo una cuestión central.
La pieza clave para comprender este miedo es el
concepto del peligro moral: el riesgo que se corre cuando los despilfarradores
dejan de controlarse y de ser disciplinados porque saben que tienen las
espaldas cubiertas.
Las instituciones europeas y todos los Estados deben
demostrar que este riesgo puede disminuir si además de esta cultura de estabilidad,
puede surgir una confianza recíproca y duradera.
Una confianza que sólo puede lograrse con una Europa
políticamente unida.
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DESDE
ALEMANIA
Lenguaje
a dos bandas
Siguiendo la estela de Spiegel, la prensa alemana
está esbozando ya cómo sería la era post-euro.
La publicación de Hamburgo lleva en portada esta
semana la pregunta “Y ahora ¿qué?” sobre la imagen de una moneda del euro
partiéndose y que simula un abismo.
El artículo se muestra cauto: entre la presión del
mercado, la desastrosa manera en que ha gestionado la crisis Alemania y las
alternativas – los eurobonos y el Banco
Central Europeo (BCE) como último garante – la única posible conclusión es que
debe abandonarse el sacrosanto principio alemán de la estabilidad.
Aún así, es lo último que se podría extraer del
discurso que Angela Merkel dio ante el Parlamento alemán el 2 de diciembre.
El día siguiente del exhorto en el que el presidente
francés Nicolas Sarkozy pedía una “refundación” de la UE, la canciller les dijo
a los diputados alemanes que la crisis no se resolvería “de un día para otro”
sino que duraría unos años.
Todavía reacia a los eurobonos y al papel principal
del BCE, la canciller insistió en que “no estamos hablando únicamente sobre la
estabilidad de la Unión, sino que la estamos creando”.
A esta estrategia el Spiegel Online la llama el
"peligroso juego al borde del precipicio".
El lunes 5 de diciembre, Angela Merkel y Nicolas
Sarkozy se reunirán para desarrollar propuestas para resolver la crisis y que presentarán
en el Consejo Europeo del 8 y 9 de diciembre.
Fuente: Press Europ
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