Por el Dr. Jorge B. Lobo Aragón (*)
Que algunas inmoralidades se denuncien, se
verifiquen, y que el Estado dé vuelta la cara como diciendo “Nada tengo que ver con esto”, es en la
práctica, lo mismo que patrocinar, promover, apadrinar la inmoralidad, que
queda expuesta ante la ciudadanía sin que nada la evite, la corrija ni, menos
aún, la castigue.
Encontrar el modo de afianzar la moral, difundirla,
prestigiarla, seguramente es difícil.
Y aceptar, que el mal es general, no lleva a la
solución de nada.
Podemos pensar que debiera principiarse por el
delito, que tiene más fácil definición que la inmoralidad.
Pero para luchar contra la delincuencia se precisa
de una base moral.
Entonces hay que comenzar por combatir la corrupción
de la moral, acreditarla, esclarecerla, y recién estaremos en condiciones de
encararnos con la delincuencia.
Una convención interamericana, aprobada por ley
nacional, impone a los gobiernos su deber de adoptar las medidas para detectar,
sancionar y erradicar la corrupción.
No dice que se deba combatir el delito, pues cae de maduro que los países aceptan la
obligación de poner en vigencia su legislación, y todos tienen sus códigos
penales para que se cumplan, no para adorno de bibliotecas.
Se pretende que el Estado sólo ha de investigar y
sancionar conductas desviadas, procedimientos antijurídicos, prácticas
delictivas.
Ni se la menciona a la moral.
Creo, al contrario, que si hubiera denuncias contra el poder
administrador debiera ser éste el que se apure a poner la uña para que baile el
trompo, y no esperar que le acumulen pruebas de delitos y suficientemente
graves para condenar, sino que él mismo,
con las herramientas que tiene en la propia administración, averigüe,
investigue y sancione, reprima, corrija y escarmiente toda inmoralidad.
Y entonces, si de la investigación surgiese, además,
la comisión de delitos, se dé intervención, por supuesto, a la justicia para
que haga lo que deba hacer.
El Estado debe aceptar su deber de comportarse con
moralidad, y no sólo el de no delinquir. Y si a un administrador se le hace el
favor de avisarle que en su área se cometen anormalidades, él mismo,
agradeciendo al denunciante, debe buscar soluciones, no establecer requisitos
ni vías judiciales para la presentación de pruebas.
En las administraciones de Yrigoyen y de Illia, por
citar dos ejemplos de corrección, se cometieron deslices.
Que los presidentes no conocieron, por supuesto, a
pesar de ser responsables de la administración del Estado.
Pero que, de conocer, hubieran corregido.
Si ante las irregularidades el poder administrador
va a esquivar el bulto, pretendiendo que sólo se han de corregir delitos
verificados por el Poder Judicial, no las simples corrupciones, entonces, por
supuesto, la inmoralidad ha de proliferar al amparo de esta protección oficial.
(*) Crónica y Análisis publica el presente artículo
del Dr. Jorge B. Lobo Aragón (Abogado, ex Juez y Fiscal en lo Penal y ex
Legislador) por gentileza de su autor
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