Por Silvia Ribeiro
A 20 años de la Conferencia de Naciones Unidas
sobre Medio Ambiente y Desarrollo (Cumbre de la Tierra o Eco´92) se realizará
una nueva conferencia global, en junio 2012, en Río de Janeiro, Brasil. Río+20,
como se le llama, ocurrirá en medio de las mayores crisis globales del siglo:
devastación ambiental y erosión de la biodiversidad, crisis climática, crisis
económica y financiera, crisis alimentaria, crisis de salud.
Aunque Río+20 debería revisar los compromisos
asumidos, el estado de los problemas y estrategias reales para resolverlos, los
temas en la agenda son economía verde y nuevas formas de gobernanza ambiental
global. Si el término “desarrollo sustentable”, era ambiguo y se prestó a
abundante manipulación, la sustitución por “economía verde” señala un enfoque
aún más estrecho, que privilegia a quienes dominan los mercados.
Lejos de una reunión anodina de Naciones Unidas,
Río+20 se anuncia como un escenario de disputa, porque podría ser clave para un
reordenamiento discursivo y geopolítico global, consolidando nuevos mercados
financieros con la naturaleza y más control oligopólico de los recursos
naturales, legitimando nuevas tecnologías de alto riesgo y creando las bases de
una nueva estructura de gobernanza ambiental global que facilite el avance de
una “economía verde” en clave empresarial.
¿A qué se refiere la economía verde?
Para muchas personas y organizaciones, “economía
verde” puede tener un significado positivo, asociado a producción agrícola
orgánica, energías renovables, tecnologías limpias. En los movimientos existe
una diversidad de propuestas de economías alternativas, socialmente justas,
culturalmente apropiadas y ecológicamente sustentables. Sin embargo, la noción
de “economía verde” que se está manejando desde los gobiernos va por un camino
opuesto. Se trata básicamente de renovar el capitalismo frente a las crisis,
aumentando las bases de explotación y privatización de la naturaleza.
Ya en la Eco´92 las trasnacionales empleaban
maquillaje verde. Intentaban hacer una cortina de humo sobre su responsabilidad
en la devastación ambiental, apoyando proyectos de conservación o “educación”
ambiental, sellos verdes, etc. Pero sobre todo, afirmando que no había
necesidad de cambiar el modelo de producción y consumo, ya que con tecnología
para mayor eficiencia energética y otras, se podía llegar a soluciones de
“ganar-ganar”, donde las empresas seguirían lucrando mientras mejoraban el
ambiente con negocios “verdes”.
El planteo de la nueva economía verde sigue este
camino, pero es más preocupante, tanto por la expansión de la mercantilización
de la naturaleza y los ecosistemas –y el impacto en los pueblos que dependen de
ellos–, como porque las nuevas tecnologías a las que se refieren ahora,
explícitamente o no, –como nanotecnología, transgénicos, biología sintética,
geoingeniería– implican enormes riesgos.
Oficialmente verde
El concepto “economía verde” es ambiguo y no hay
consenso tampoco entre los gobiernos. Un antecedente recurrente en las
discusiones oficiales hacia Río+20 es la Iniciativa sobre Economía Verde del
Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Allí se enmarca el
“Nuevo acuerdo verde global”, planteado por ese organismo en 2008, del que se
hicieron eco Obama y otros mandatarios, como una respuesta de “ganar-ganar” a
las crisis. Plantea enfrentar la crisis financiera y climática redirigiendo las
inversiones al “capital natural”, dando estímulos fiscales a empresas para
energías “limpias” (como agrocombustibles), ampliar los mercados de carbono.
Brasil, que ya tenía amplias inversiones en esos sectores y muchos recursos
naturales para meter a los mercados, propuso que la economía verde fuera tema
central de la conferencia Río+20, lo cual fue posteriormente aprobado por
Naciones Unidas.
Dentro de la Iniciativa sobre Economía Verde, el
PNUMA publicó en 2009 el informe del proyecto TEEB (La economía de los
ecosistemas y la biodiversidad, por sus siglas en inglés) y en 2011, el extenso
reporte “Hacia una economía verde”, dividido en tres secciones: inversiones en
capital natural (agricultura, agua, bosques, pesca); inversión en eficiencia
energética y uso de recursos (energías renovables, industria manufacturera,
basura, construcción, transporte, turismo, ciudades) y transición a la economía
verde (financiamiento y condiciones políticas favorables).
Significativamente, tanto el informe sobre economía
verde como el TEEB, son coordinados por Pavan Sukhdev, un alto ejecutivo de la
banca trasnacional. Reflejan su lógica de poner precio –aunque lo llamen valor–
a toda la naturaleza y sus funciones. Sukhdev es ejecutivo del Deutsche Bank y
trabajó anteriormente el tema de la valuación económica de la biodiversidad
para el Foro Económico de Davos.
El proyecto TEEB surgió en 2007 a partir de una
reunión del G8+5. Los cinco gobiernos “agregados” a las potencias globales,
eran Brasil, China, India, México y Sudáfrica –todos gobiernos de países
megadiversos interesados en comerciar con la biodiversidad de sus países. Con
la crisis financiera, la mercantilización de la naturaleza que entraña TEEB,
destaca como tabla de salvación frente al naufragio de los mercados
especulativos. Sukhdev llama a la biodiversidad un nuevo “mercado
multibillonario”.
Estos y otros planteos similares sobre economía
verde se apoyan en tres grandes pilares: a) una mayor mercantilización y
privatización de la naturaleza y los ecosistemas, integrando sus funciones como
“servicios” a los mercados financieros, b) la promoción de nuevas tecnologías y
la vasta expansión del uso de biomasa y c) un marco de políticas que permitan y
premien todo eso, es decir lo que los gobiernos y las sociedades deberíamos
hacer para que las empresas puedan hacer ganancias con los dos anteriores.
Privatizando el aire
Un componente temprano del paquete propuesto por la
economía verde es el pago por servicios ambientales (PSA) o servicios
ecosistémicos. Incluyen el pago por servicios ambientales forestales, hidrológicos,
paisajísticos y de bioprospección (biopiratería). Conllevan la redefinición de
las funciones de la naturaleza y la biodiversidad como “servicios”, para poder
mercantilizarlos. (1) Los PSA han significado muchos conflictos entre grupos
indígenas, campesinos, dentro y entre comunidades, ya que promueven la
competencia por quien llegue primero a comerciar bienes compartidos. Los
esquemas de PSA requirieron inventar “dueños” (lugar que ocuparon ONG o grupos
dentro de las comunidades) de las funciones ecosistémicas, de los conocimientos
sobre biodiversidad, de los cuidados tradicionales del agua, cuencas y bosques,
porque siempre han sido bienes comunes y colectivos que no se podían
mercantilizar.
En muchos casos, los PSA comenzaron con préstamos
del Banco Mundial –deuda pública a pagar por todos– con el objetivo expreso de
crear mercados de servicios ambientales. A éstos siguieron mercados secundarios
de servicios ambientales, altamente especulativos. Los PSA significaron que una
transnacional –que quizá nunca estuvo en el lugar– pueda terminar decidiendo
sobre el territorio, el agua o la biodiversidad de comunidades indígenas y
campesinas de países del Sur.
Basados en esas experiencias, surgen los programas
REDD (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación evitada), cuya
aprobación en el Convenio de Cambio Climático en diciembre 2010, abrió de un
plumazo todos los bosques del planeta a los mercados financieros especulativos.
La hipótesis de REDD es que para parar la
deforestación –factor grave de crisis climática– hay que compensar
económicamente a los que deforestan. No evitar la deforestación, sino pagar a
los que lo hacen. Por eso se llama deforestación “evitada”: primero hay que
deforestar, para luego vender el dejar de hacerlo. Otro típico escenario de
“ganar-ganar”. Quienes más se benefician de estos programas, son los que más
bosque y selva hayan destruido. Y que podrán seguir haciéndolo, ya que REDD
acepta que dejando un 10 por ciento del área que piensan deforestar, puedan
recibir créditos de carbono o pagos por “deforestación evitada”.
Al programa original se agregaron compensaciones
por “acrecentar los inventarios de carbono” y por “conservación” y “manejo
sustentable del bosque”. En el primer caso, se trata de luego de deforestar,
plantar monocultivos de árboles, otra fuente de lucro adicional, con fuertes
impactos ambientales y sobre las comunidades. Pero lo más perverso de este
mecanismo, es lo que llaman “conservación y manejo sustentable”, porque apunta
directamente a despojar a las comunidades indígenas y forestales de sus
derechos y territorios, ofreciéndoles pago por el aire de sus bosques.
Como REDD “se paga”, lo que se haga con el bosque y
su capacidad de absorción de dióxido de carbono debe ser “verificable”, es
decir, definido por agentes externos a las comunidades, que deben pagar caro a
“expertos”, para que les digan qué pueden hacer o no en sus propios bosques y
territorios. Las empresas altamente contaminantes y grandes emisores de gases
de efecto invernadero compran la capacidad de absorción de carbono de los
bosques, para seguir contaminando exactamente igual que antes, pero ahora con
la justificación (no probada científicamente, pero muy lucrativa) de que en
alguna parte del mundo habrá un bosque que absorberá sus emisiones. A su vez,
los bonos de carbono obtenidos entran en un mercado secundario donde la misma
empresa puede revenderlos a otros por un precio mayor, recuperar toda su
inversión y además ganar dinero extra. El mayor volumen monetario de los
mercados de carbono es en especulación secundaria, es decir la venta y re-venta
de, literalmente, puro aire.
En general, todos los esquemas de comercio de
carbono se dirigen a mercados especulativos, que es un mercado mucho mayor que
los mercados primarios. Ahora está también en juego, en el Convenio de Cambio
Climático, la inclusión de los suelos y la agricultura –que es base de la
alimentación mundial– como un gran sumidero de carbono a meter en la
especulación financiera.
Algunas organizaciones creen que estos programas
son un reconocimiento a los aportes de comunidades indígenas y campesinas por
cuidar el ambiente y frenar el cambio climático, y que por eso está bien que
existan. La experiencia demuestra que los impactos sobre las comunidades de
estos esquemas de mercantilización de la naturaleza y sus funciones, han sido
mucho peores que cualquier pago que reciban algunos. Pero lo más grave, es la
aceptación de que los ecosistemas, la naturaleza, la biodiversidad, los
saberes, se transformen en mercancías al mejor postor, dejando a la
arbitrariedad y afán de lucro de las empresas que decida si se reconoce un aporte
esencial para la existencia de todos.
En lugar de un reconocimiento social auténtico del
papel fundamental, histórico y presente, de las comunidades indígenas,
campesinas y locales en el cuidado de la biodiversidad y la producción de
alimentos diversos y sanos para la humanidad, que debería traducirse en el
apoyo al ejercicio efectivo de sus derechos integrales –incluyendo derecho a la
tierra y territorio, a las culturas y formas diversas de economía y política–,
la economía verde privatiza y mercantiliza la naturaleza, sustituyendo los
derechos por transacciones comerciales, y lo que deberían ser políticas
públicas, por una competencia de mercado.
Tsunami tecnológico ¿verde?
El otro pilar fundamental de la economía verde se
basa en el uso de nuevas tecnologías. La propuesta tecnológica es
particularmente importante frente a las crisis, porque revitaliza la industria
productiva con fuentes de ganancias extraordinarias y afirma la ilusión de que
no es necesario revisar las causas de las crisis: todo se puede resolver con
más tecnología.
Las patentes sobre tecnologías –también las
necesarias para energías renovables, como eólica y solar– están en su casi
totalidad en manos de grandes empresas, que defienden ferozmente sus monopolios
y no están dispuestas a discutir la derogación de éstas, en ninguna economía,
verde o de otro color. Menos aún si se trata justamente de aumentar sus
mercados.
De todas formas, ni siquiera estas energías
consideradas amigables con el ambiente son apropiadas en todas partes y mucho
menos cuando se aplican como megaproyectos de trasnacionales, abusando de
territorios indígenas. Además, implican a menudo el uso de materiales basados
en nanotecnología, una industria ampliamente difundida, que pese a cientos de
estudios que muestran toxicidad de nanopartículas y nanocompuestos en salud y
ambiente, no están reguladas en ninguna parte del mundo, ni se conoce el
verdadero costo energético en el ciclo de vida completo de los productos
nanotecnológicos, ni la basura tóxica que generan, entre otros factores.
Otra nueva tecnología subyacente a propuestas de la
economía verde es la biotecnología, que implica desde más cultivos transgénicos
para agrocombustibles y “resistentes al clima”, hasta biología sintética, es
decir la construcción en laboratorio de genes, pasos metábolicos o microbios
sintéticos enteros, para producir nuevas sustancias industriales. Los usos más
inmediatos refieren al procesamiento de celulosa, que antes no era viable por
demasiado ineficiente y costosa. Con microbios producto de la biología
sintética, es posible procesar cualquier fuente de carbohidratos –como
celulosa– para hacer polímeros que se pueden convertir en combustibles,
farmacéuticos, plásticos u otras sustancias industriales. De pronto, toda la
naturaleza, todo lo que esté vivo o lo haya estado, es visto como “biomasa”, la
nueva materia prima universal para procesar con biología sintética. La disputa
industrial por acaparar cualquier fuente de biomasa natural o cultivada está en
marcha y es una de las mayores amenazas nuevas a la naturaleza y los
pueblos.(2)
También propuestas tecnológicas como la
geoingeniería, es decir la manipulación deliberada del clima del planeta,
convergen en la economía verde con algunas de sus tecnologías, como el uso
masivo de biomasa para quemar y fertilizar el suelo como sumidero de carbono
(biochar), las grandes plantaciones de monocultivos o la fertilización de los
mares para absorber carbono.
Frente a los riesgos de estas nuevas tecnologías,
el grupo ETC plantea establecer un mecanismo multilateral de evaluación previa
ambiental, social, económica y cultural de las tecnologías, con participación
real de la sociedad civil y los potenciales afectados, antes de que lleguen a
los mercados. Tecnologías extremadamente peligrosas y con alto potencial
bélico, como la geoingeniería, deben ser prohibidas.
En lugar de esta “economía verde”, lo que
necesitamos es justicia social y ambiental. En todo el mundo los movimientos
sociales tienen diversidad de propuestas para ello. Y además de propuestas,
contundentes realidades, como que la producción campesina e indígena da de
comer a la mayoría del planeta y ya está “enfriando” el planeta.
Silvia Ribeiro es miembro del Grupo ETC.
Publicado en ALAI, Ecuador, 11 de octubre de 2011
Publicado en ALAI, Ecuador, 11 de octubre de 2011
1. Ver “Aire no te vendas”, Camila Montecinos,
Grain, 2005,http://www.grain.org/article/entries/1015-aire-no-te-vendas
2. Sobre la economía de la biomasa, ver artículo de Jim Thomas en =>http://etcblog.org/search/Jim+Thomas
2. Sobre la economía de la biomasa, ver artículo de Jim Thomas en =>http://etcblog.org/search/Jim+Thomas
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