Por el Dr. Jorge B. Lobo Aragón (*)
Antiguamente los reyes eran la cumbre de la
administración, la última instancia de todos los poderes. También, por
supuesto, del Judicial.
De modo que ellos podían revocar los fallos,
modificando lo dispuesto por los jueces naturales.
Una reminiscencia de ese antiguo poder las
constituciones republicanas otorgan a los jefes de los ejecutivos:
El gobernador tiene atribuciones para conmutar e
indultar las penas impuestas por los tribunales (artículo 87/10 de la
Constitución provincial), y el presidente lo mismo (artículo 99/5 de la
nacional).
Nos viene a la memoria el caso de Sancho, cuando
estaba a punto de partir a gobernar su ínsula.
Don Quijote, entre sus consejos, le dice que “si
alguna vez se dobla la vara de tu justicia, no sea bajo el peso de la dádiva,
sino de la misericordia”.
Está muy bien, y a través de los siglos esto ha
impregnado nuestra cultura.
El gobernante tiene derecho a no cumplir los
dictados de la justicia, cuando lo hace impulsado por el peso de su
misericordia.
El juez no puede ser misericordioso.
El
juez debe ser justo, y nada más.
Puede, sí, aplicar su criterio propio dentro del
marco que la legislación taxativamente le fija.
Y la sociedad, en ciertos casos, necesita que
alguien aplique esa virtud que inclina el ánimo a compadecerse de las miserias
ajenas, como lo hacían los antiguos reyes.
Entonces, a falta de reyes, las más altas
autoridades ejecutivas han heredado esa facultad, facultad que está fuera de
discusión pues sólo responde a una benevolencia del ánimo del gobernante.
Pero, en las circunstancias actuales, esa benignidad
del ánimo puede contrariar a los anhelos de una población agobiada por la
proliferación de la delincuencia, por la impunidad, por la evidente falta de
castigos a los muchos delitos e inmoralidades que se cometen.
Los delincuentes, en su enorme mayoría, no son
castigados por falta de pruebas o por exceso de requisitos; y, si se los llega
a castigar, son beneficiados por la forma de computar los años, por buena
conducta o por algún otro motivo que no ha de faltar.
Y encima, si la condena judicial manda que siga
preso un cierto período, el gobernante puede interponer su generosa clemencia
en favor del convicto.
Es cierto.
Queremos una justicia rígida, que no conceda
prebendas ni favores, una justicia que desaliente a los delincuentes a
continuar delinquiendo.
Pero también participamos, como Don Quijote, del
anhelo de que la misericordia pueda, a
veces, doblar la vara de la justicia.
Queremos una justicia implacable, inexorable,
intransigente, que se aplique contra las mafias que afecten las actividades
privadas o públicas, y coincidimos en que se aplique la benevolencia al
tratarse de casos excepcionales previstos en la Ley.
(*) Crónica y Análisis publica el presente artículo
del Dr. Jorge B. Lobo Aragón (Abogado, ex Juez y Fiscal en lo Penal y ex
Legislador) por gentileza de su autor.
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