Por el Dr. Jorge
B. Lobo Aragón (*)
Carlos Luis de Secondaté, barón de Brede y de
Montesquieu, nació en Brede, cerca de Burdeos, el 18 de enero de 1689.
Familia de militares y de abogados.
Estudia derecho civil y participa en política,
primero como consejero y luego como presidente del parlamento bórdeles.
Con buena fortuna afianzada por su matrimonio,
dedica su tiempo a cultivar la amistad de los eruditos, de la gente de
pensamiento.
Se interesa por la anatomía, la botánica, la
historia natural; la frecuentación de los clásicos y la filosofía lo inclinan a
lo político.
Escribe una disertación sobre la política romana
relativa a la religión y otras elucubraciones teóricas.
Gana lectores con sus "Cartas persas",
críticas a la sociedad hechas como si fuera un persa que visita Francia; la
perfección de su prosa lo lleva a la Academia y publica unas consideraciones
sobre las causas de la grandeza y la decadencia de los romanos.
La obra que
sustenta su fama es "El espíritu de las leyes", meditaciones
aplicando el pensamiento histórico e inductivo a los fenómenos sociales y
políticos.
Son comentarios sobre el derecho, las formas de
gobierno, el ejército, los impuestos, la religión, las costumbres, las aduanas,
la economía.
Con esta obra, excelente en su estilo y forma
literaria, resulta acreditada su doctrina sobre "La Separación de los Poderes del Estado", aplaudida en
todo el mundo e incorporada a las modernas constituciones.
Es curioso que su prestigio se mantenga incólume
aunque la práctica haya mostrado que ahora no pasa de ser una ficción.
Es, sí deseable y a veces posible que distintos
sectores de la sociedad influyan sobre el gobierno a través de sus
diputaciones, como en la España medieval participaban en las cortes la nobleza,
el clero, el pueblo llano y las universidades, cada uno con representantes
genuinos.
Es bueno que las leyes generales atiendan los
intereses de los sectores.
Pero en las democracias modernas el pueblo concede
su apoyo a un dirigente al que le otorga su confianza.
Un rey en la monarquía tiene límites impuestos por
la tradición, la religión o los estamentos sociales.
El poder del presidente es menos limitado pues se
apoya en la absoluta delegación popular El ejecutivo legisla pues cuenta con
personal idóneo en la compleja burocracia, y el legislativo simplemente apoya o
se opone.
Es tal el descreimiento en las posibilidades del
Legislativo, que los partidos ni se ocupan en resaltar las condiciones de sus
candidatos.
Basta con asegurar que son necesarios para apoyar al
poder.
(*) Crónica y Análisis publica el presente artículo
del Dr. Jorge B. Lobo Aragón (Abogado, ex Juez y Fiscal en lo Penal y ex
Legislador) por gentileza de su autor.
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