Juan Pablo Vitali / El Manifiesto.com
Nos unimos o nos desunimos porque compartimos o no
los mismos valores, la misma forma de ver el mundo.
Por eso cuando un movimiento político levanta
valores, debe necesariamente defender principios espirituales.
Eso no quiere decir que establezca una religión.
Sin embargo llegado el caso puede contradecirse con
lo que las instituciones religiosas establezcan.
La patria tiene una forma espiritual además de
material.
Sabemos que existe un conjunto de creencias y
valores históricos que nos pertenecen y otros que están fuera de nuestra órbita
cultural.
El estricto dominio religioso institucional suele
terminar por dividirnos.
Pero todos sabemos qué religiones han tenido
nuestros antepasados y de qué modo las han ejercido. Griegos, romanos,
celtíberos y visigodos, han vivido un largo proceso religioso. Los movimientos
políticos que nos han representado defendieron también un tipo de
espiritualidad, una forma espiritual como parte de una cultura.
Y a veces lo hicieron mejor que las instituciones
religiosas a las que les cabía la defensa de esa espiritualidad.
Cuando ese desfase se produce, viene el choque entre
ambos.
En
definitiva el poder para ser tal debe considerarse sagrado, trascendente.
Los paganos no creían en las religiones globales.
Yo tampoco creo.
Quizá por ese afán de globalizar a Dios lo hemos
perdido.
Lo hemos alejado de nosotros y de nuestras acciones.
Sobre todo de nuestra acción política que es la
madre de la acción.
En definitiva la estirpe se prolonga por una fe
natural en la fuerza de un espíritu colectivo, y cuando ese espíritu muere lo
hace también el pueblo como unidad de destino.
Las instituciones religiosas son intérpretes y
receptoras de una fuerza espiritual.
No la crean ni la manejan a su antojo.
No está esa fuerza a su servicio sino al revés.
Por eso las instituciones religiosas –sean cuales
fueren- deben respetar a quienes con esfuerzo y sacrificio defienden un pueblo,
y no imponerles la estrechez de unas jerarquías a veces muy poco naturales.
Algo así termina perjudicando al pueblo y a las
mismas instituciones, ya que después terminamos todos castigados por el
progresismo, que es una fe excluyente y totalitaria, al servicio de un solo
dios mercado universal.
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