José Ramón San Miguel Hevia
El socialista reivindicador de la pereza, nacido en Santiago de Cuba y casado con Laura Marx
Corría el año 1865 cuando Paul Lafargue, recién llegado de París, visitaba por primera vez Inglaterra, el gigante económico y social de aquellos años, con una mezcla de admiración y recelo. Había estudiado a todos los primitivos socialistas: Saint Simon, Fourier y Comte, y terminó integrándose en la sección francesa de la AIT por el único camino posible, ingresando en el grupo de partidarios de Proudhon.
Por aquellos años el socialismo en Europa presentaba un aspecto verdaderamente multicolor. Aparte de los industriales positivistas, injustamente tratados de utópicos, había el movimiento sindicalista en Inglaterra, el proudhonismo en Francia, los primeros amagos de colectivismo libertario en Rusia y en los países latinos, y las infinitas variantes del socialismo de Estado, tanto el reformista de Louis Blanc en Francia y Lasalle en Alemania, como el de Blanqui, que concedía la iniciativa a una minoría de revolucionarios, ilustrada y audaz, o el de Karl Marx, que predicaba el control del Estado por la totalidad de la clase proletaria y su partido comunista.
Precisamente Paul Lafargue caminaba hacia el domicilio de Marx, que gracias a la ayuda de su madre y a la inesperada herencia de Wilhem Wolff, un compañero de exilio, se había trasladado a una nueva residencia, en Maitland Park Road, abandonando sus años de estrechez, por lo menos eventualmente. Por otra parte el filósofo alemán había sido, hacía un año, el promotor y el cerebro de la Primera Internacional donde el joven estudiante francés había gozado desde el primer momento de gran prestigio entre sus camaradas, que le enviaron a la casa madre de la Asociación, con el encargo de presentar un informe sobre la situación del movimiento obrero de París.
Lafargue seguía fiel a las ideas de los socialistas positivistas, y sólo había tomado de Proudhon la institución del crédito gratuito, que ninguneaba al Estado y dejaba la iniciativa económica en agentes intermedios. De todas formas la entrevista con Karl Marx le haría abandonar cualquier prevención hacia su figura y su pensamiento, y olvidar los sarcásticos comentarios que en el Manifiesto del Partido Comunista había dirigido contra los padres del socialismo, a los que tachaba de feudales y reaccionarios. La seguridad y la confianza en sí mismo que irradiaba la personalidad y la conducta de Marx, y el trato agradable y tolerante de su vida doméstica, causaron una viva impresión en aquel estudiante de veinticuatro años, tanto como la aparición de sus tres hijas, sobre todo la mediana, Laura, una rubia de ojos verdemar y expresión perpetuamente alegre.
Desde Londres Lafargue volvió a París y meses después a Bélgica, donde asistió al Congreso de Estudiantes. Allí su creencia en un socialismo basado en los tradicionales agentes económicos de la familia y el crédito, experimentó un nuevo golpe, cuando pudo tratar a un revolucionario químicamente puro como era Augusto Blanqui, recién evadido de la prisión de Santa Pelagia. Por otra parte sus intervenciones tuvieron una dirección positivista y republicana, sobre todo cuando, siguiendo la doctrina de Saint Simon en su parábola de los zánganos, atacó dentro del Estado a las clases ociosas como el clero o toda la parafernalia que rodeaba al Imperio.
A su vuelta a Francia se encontró con que el Consejo Imperial le prohibía continuar sus estudios de medicina durante dos años, y esta circunstancia decisiva le obligó a emigrar a Londres en compañía de Charles Longuet, otro estudiante con su mismo historial.
En Londres otra vez, las aficiones de Lafargue experimentaron un doble desplazamiento. El joven estudiante francés aceptó de buen grado la compañía de Marx, que le explicó todo el contenido del libro primero del Capital a través de paseos por Hamstead Heath. Sólo al cabo de varios años pudo el improvisado alumno asimilar totalmente aquella compleja doctrina, permaneciendo mientras tanto fiel a un socialismo positivista y republicano. En cuanto a su maestro, pudo comprobar con su sentido del humor cómo el afecto del revolucionario se había trasladado desde el padre a la segunda de sus hijas. Efectivamente, al comienzo de su aprendizaje marxista, Lafargue comunicó al maestro sus sentimientos por Laura, indicándole que el casamiento debía celebrarse con máxima urgencia, ya que así lo exigía su impaciente temperamento de criollo.
Por primera vez en su vida Karl Marx estaba perplejo. Por una parte se sentía halagado, pues sus dos hijas mayores, Jenny y Laura, estaban enamoradas de dos buenos revolucionarios, que las cortejaban asiduamente. Por lo que se refiere a Jenny y a Longuet, veía el lento noviazgo con tranquilidad, confiando en el equilibradísimo juicio de Jenny y en el reposado talante de Charles, que aceptaba dilatar su compromiso, de acuerdo con el rígido protocolo de la moral familiar victoriana. Le preocupaba más el tempestuoso temperamento de Lafargue, y como temía que una decisión irreflexiva llevase a la ruina económica y a una existencia miserable a Laura, decidió intervenir en el idilio, haciendo valer su autoridad de padre.
No le faltaban razones para tomar esta actitud, aparentemente contradictoria con sus ideas. Él mismo se había casado por amor con la aristócrata Jenny von Westphalen con la oposición de los padres de la novia, tan cerrada que sólo después de su muerte fue posible el matrimonio, y la verdad es que ahora daba la razón, o por lo menos admitía la clarividencia de sus suegros. La primera década de existencia en Londres en los años cincuenta había sido verdaderamente patética para la familia de enamorados. En 1850 murió, poco después de nacer, su hijo Guido, y en 1852 le siguió Franziska de bronquitis, al cumplir nueve meses, en medio de una pobreza tan absoluta que su madre tuvo que pedir dinero a un exiliado para comprar el ataúd. Y para rematar esa tragedia griega, en 1855, a los nueve años se fue Edgar, el único varón que sobrevivía, dejando a sus padres en una desolación total.
Marx estimaba que la revolución exigía sacrificios, y por su parte soportó con entereza y jovialidad una situación tan enemiga que se vio obligado en un caso extremo a quedar en su casa recluido, por haber empeñado el abrigo y los zapatos. Pero al mismo tiempo se daba cuenta de que su mujer y sus hijos habían tenido una cuota suficiente de dolor, y no quería prolongar todavía más su sufrimiento, sobre todo en aquel momento, en que el azar de la fortuna les daba un merecido respiro. Así que escribió una carta al criollo, exigiendo que completase la exigua cantidad de dos años de reflexión, y sobre todo solicitando un memorial, donde constase su solidez y seguridad económica. Lafargue escribió a su padre para que comunicase las condiciones de su existencia y para que tranquilizase al celoso padre de su novia.
«Con gran placer –escribió desde Burdeos François Lafargue, en carta a Karl Marx– contesto a su requerimiento sobre el estado social y la salud económica de mi hijo Paul, tanto más cuanto que, según me informé, mis noticias pueden servir para consolidar su noviazgo con una bella señorita de muy buena familia, ya que la madre de Laura pertenece a la más ilustre aristocracia y su padre posee un elevadísimo rango académico, como Herr Doktor que es por la Universidad de Jena. Antes de nada debo poner en su conocimiento su formación lingüística y sus estudios superiores, que comenzó en París y por mis noticias va a continuar en Londres. Paul nació el año 1842 en Santiago de Cuba, en la zona oriental de la isla, donde yo me había instalado, dedicándome al cultivo de café, después de una estancia en Nueva Orleans. Estas felices circunstancias le permitieron dominar el español, lengua en la que cursó sus primeros estudios, el francés, idioma de sus abuelos paterno y materno y de su padre, y el inglés, muy extendido en la provincias de Cuba, y que yo por mi parte me esforcé en enseñarle. En 1851, volvimos a la Francia, y en Toulouse consiguió a los diecisiete años el título de Bachiller. Tras ello siguió en París estudios superiores de medicina, hasta que sus ideas políticas le obligaron a emigrar a Londres para cursar el final de la carrera. Me ha prometido formalmente que sólo después de estos dos años y prácticamente terminada su formación podré pedir en su nombre la mano de Laura.
Vayamos al aspecto económico al que Vd. da una extraordinaria y justa importancia. Ha de saber que hasta el presente he subvencionado los estudios de Paul gracias al capital que me han proporcionado mis negocios de café en la isla de Cuba, y estoy satisfecho de esa inversión en una empresa tan noble como la de tener un hijo universitario. Con mucha más razón le asistiré en el futuro en sus necesidades, y muy mal padre sería yo si tolerase que los azares de una fortuna madrastra le convirtiesen por un matrimonio desgraciado en una carga y un sufrimiento para la mujer que desinteresadamente se entregó a su amor. Disculpe la vehemencia de mi escrito, pero quiero que le sirva de testimonio de mi solemne compromiso de asegurar a los dos novios una perpetua seguridad económica.»
Después de esta carta y en vista del compromiso de François Lafargue, Marx autorizó el matrimonio de Paul y Laura, que se celebró en la fecha pactada, abril de 1868, poco antes de los exámenes finales en París. Mientras tanto la intensa actividad política de Lafargue había continuado, ya dentro de la sección marxista de la Internacional Obrera. Su primera misión, tan difícil que tuvo que posponer su comienzo, fue la de secretario y corresponsal de la organización para España, que en principio parecía alejada del movimiento internacionalista y sólo desde 1868 recibió la influencia de los anarquistas libertarios, partidarios de Bakunin. Mientras llegaba el día en que pudiese responder dignamente al encargo de Marx y de Engels, se trasladó a París, donde tomó parte activa en la constitución de la Federación local de la AIT en 1870 y lo mismo hizo un año después en Burdeos, en los días difíciles de la Comuna.
Toda esta actividad le obligará a cumplir la misión para la que estaba destinado. Perseguido por la policía francesa consiguió entrar, siempre en compañía de Laura, en España por Huesca pasando a San Sebastián. Por una petición del gobierno francés al español para que se alejase de la frontera llegó por fin a Madrid en los últimos días de 1871 en momento de crisis del movimiento obrero. Efectivamente, en Londres el tándem Marx-Engels conseguía condenar las tesis apolíticas de Bakunin, poniendo en peligro la misma existencia de la Primera Internacional. En España, y en las mismas fechas, los Congresos de Valencia en el 71 y de Zaragoza un año después, defendían una doctrina centrada en el apoliticismo, el colectivismo, anticentralismo y federalismo, por consiguiente polarmente opuesta a los desarrollos finales del Manifiesto del Partido Comunista.
Por si esto fuera poco, la vida familiar de Lafargue entró en una profunda crisis, de la que sólo se libró su unión con Laura. Rompió con su padre al negarse a seguir la profesión de médico por la que sólo sentía desprecio, y este conflicto familiar llegó a afectar al propio Marx, que tenía una relación cordial con François. Sus tres hijos murieron casi recién nacidos, y él mismo estaba desde hacía ocho años exiliado por tres veces de París, su ciudad adoptiva, primero en Londres, luego en Burdeos y ahora, al parecer definitivamente en España.
A pesar de todas estas circunstancias desfavorables, la vida política del exiliado francés no dejaba de tener alicientes. Contaba, con una agrupación, tan pequeña en cantidad como ilustre por la condición de sus componentes, pues formaban parte de ella Francisco Mora, José Mesa, y Pablo Iglesias. Lafargue creó la Sección Local de Alcalá de Henares, asistió al Congreso de Zaragoza de 1872, y preparó un dictamen sobre la propiedad, que redactó y presentó allí mismo su amigo anarquista Anselmo Lorenzo, añadiendo «algún dato español y algo de mi cosecha». Esta ponencia, pospuesta para el siguiente Congreso de Córdoba donde sería rechazada por una gran mayoría, recogía sin embargo una proposición herética desde la perspectiva marxista, pero que serviría de premisa a los posteriores desarrollos sobre el derecho a la pereza: «los obreros, organizados en sociedad, podrán percibir íntegro el producto de su trabajo».
Además, los pensadores socialistas contaban con un periódico semanal La Emancipación, que sirvió desde el primer momento a Lafargue para desarrollar sus tesis. Algunos de sus artículos siguen manifestando una actitud positivista y republicana: «El apólogo de Saint Simon», «La huelga de los ricos», «El programa del partido republicano y el programa de la Internacional», «Pío IX en el Paraíso». Otros, llegan a conclusiones de extraordinaria originalidad, como sucede en las tres entregas sobre «La Organización del Trabajo». La tesis central afirma que los proletarios son la única clase útil, y que por consiguiente las máquinas, que en poder de las otras clases ociosas son mecanismos de explotación, deben pasar a ser su propiedad, convirtiéndose en instrumentos de liberación, que sustituyan el penoso trabajo manual por el más eficaz del autómata y cumplan la misión, sencilla y gratificante, de disminuir el número de horas de trabajo, por lo menos hasta seis. Esta disminución sería mucho más efectiva si, de acuerdo con los cálculos de Owen, se obligase a trabajar a las clases ociosas y sobre todo a sus innumerables lacayos, los domésticos desde luego, pero también los magistrados, abogados, escribanos, agentes de policía, literatos, clérigos y militares, cuya única función es asegurar la ociosidad de su amos.
Este comunismo, inspirado en Saint Simon, Fourier y Owen poco tiene que ver con Marx, pero Engels, que ya en 1869 se había trasladado a Londres, y convertido en animador de la causa de los proletarios, escribió desde su casa de Regent Park Road a Laura, manifestando su gratitud al secretario para España de la Internacional: «Te felicito por los artículos de Paul Lafargue en La Emancipación, que representan una capa de aire fresco en el desierto de declamaciones abstractas que dominan a los españoles». Es el tercer apoyo, quizás el más inestimable, que recibe el original revolucionario.
La actividad política y periodística de Lafargue en España duró un año escaso –de diciembre de 1871 hasta septiembre 1872– pero tuvo particular intensidad. Por aquellos años, Marx después de la conferencia de Londres, se preparaba para desbancar a Bakunin y al movimiento anarquista antes de que cobrase una fuerza invencible. Mientras tanto, en los países latinos se reproducía este conflicto, pero esta vez con ventaja para los libertarios, que eran allí claramente dominantes. A pesar de ello, en Junio de 1872, los redactores de El Emancipador denunciaron a los miembros del Consejo Federal, que no disolvían la Alianza bakuninista –en realidad un cuerpo extraño dentro de la AIT–, con la consecuencia de que ellos mismos fueron expulsados de la Federación de Madrid y obligados a crear una «Nueva Federación Madrileña».
Tres meses después, Lafargue intervino, como representante de esa esquelética Federación en el Congreso de Haya que expulsó a Bakunin de la Asociación de Trabajadores. El resultado de las votaciones fue contradictorio en el caso de España, porque mientras la totalidad de los delegados (40 contra 29) estaba en clara mayoría a favor de la acción política y contra los anarquistas, cuatro de los cinco españoles defendieron a los libertarios, y sólo Paul, en su condición de enviado de una federación fantasma, defendió las tesis de Marx. Como además la sorprendente propuesta final de Engels, de trasladar el Consejo General fuera de Europa, significaba de hecho el golpe de gracia a la Primera Internacional, el secretario para España se consideró liberado de sus funciones, y se trasladó otra vez a Londres, donde estuvo diez años, hasta 1882.
De todas formas, la corta estancia en España fue muy importante para Paul Lafargue. Lo que le enseñó este viaje no es la doctrina socialista, ni la variante marxista, que había malaprendido de boca de su maestro en sus paseos por Londres. Tampoco los desarrollos posteriores en los periódicos franceses de 1880 hasta su espectacular muerte. Le enseñó en cambio lo que después definirá su figura intelectual, y ello es la dirección, verdaderamente original, que en él tomará el pensamiento de Karl Marx. Es verdad que sus artículos en El Emancipador estaban todavía tocados por el proudhonismo, y por el socialismo de Saint Simon, y Owen, pero ya en ellos aparecía un invencible llamado a la pereza. Porque cuando las clases ociosas y sus subordinados participen del proceso productivo general, sería posible disminuir el trabajo a seis horas por lo menos. Esta ilusión de prejubilado se verá confirmada y aumentada al sacar más tarde las consecuencias de las teorías de superproducción y subconsumo.
La influencia de España en Lafargue se puede resumir en el célebre aforismo escolástico: «Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur». Efectivamente, la forma de ser de los españoles definió la modalidad de su socialismo, lo mismo en el año clave de 1872 que en sus desarrollos futuros en Londres y París. En medio de la polémica que produjo su acción política entre los dos movimientos revolucionarios de España –libertarios y marxistas– y que duró hasta su misma muerte, el juicio más ponderado y más preciso es el de Anselmo Lorenzo, que sintió por él una devoción sólo superada por la que le inspiró Fanelli: «En él aparecían dos aspectos diferentes, que le hacían parecer en constante contradicción: afiliado al socialismo (marxista) era anarquista comunista por íntima convicción, pero enemigo de Bakunin por sugestión de Marx, procuró dañar al anarquismo; debido a esta doble manera de ser, produjo diferente efecto en quienes se relacionaban con él.» Así pues, siguiendo una fórmula tópica, hay que decir que es el más libertario de los marxistas y el más marxista de los libertarios.
Pero hay más todavía, pues Lafargue arrastraba una invencible tendencia a la pereza, que ya le viene de su nacimiento tropical. Ya en el conflicto de su noviazgo, el mismo Marx se lo había advertido en una carta en la que aparece su talante mitteleuropeo y victoriano: «La observación me ha demostrado que usted no es trabajador por naturaleza, pese a su buena voluntad y sus accesos de actividad febril.» Cuando Paul visitó España, comprobó con gozo que allí «los prejuicios económicos no han desarraigado aún el odio al trabajo que es la peor de las servidumbres». Después, solicitó el testimonio de la literatura española con su exaltación del pícaro, el héroe incorruptible, que parte de la base de que debe evitarse por encima de todo cualquier faena, viviendo en perpetua holgazanería. Desde entonces consideró que la principal función del socialismo, había de ser precisamente conseguir «el derecho a la pereza».
Lafargue retardó su contestación a Marx, que en los días de su noviazgo, le había tildado, con mucha diplomacia, de zángano, pero el comienzo de su particular Programa Comunista es una parodia y una contraposición, consciente o inconsciente, al del Manifiesto de 1848. «Un espectro obsesiona a Europa. Es el espectro del comunismo», dicen Marx y Engels al inicio de su panfleto, y El Derecho a la Pereza: «Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa pasión es el amor al trabajo, la causa de todas las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste humanidad.»
En su escrito central, publicado por los años 80 en Francia, Lafargue tuvo en cuenta sobre todo la doctrina de Marx en el libro primero del Capital y sobre todo el análisis de las crisis de superproducción, que periódicamente golpean a la economía capitalista, y que de modo inevitable conducen a una nueva sociedad socialista. Las conclusiones que en El Emancipador había sacado diez años antes, cuando el reparto del trabajo entre la única clase útil de los proletarios, y las otras clases ociosas y sus innumerables subordinados, permitía rebajar las horas de trabajo por lo menos a seis, se ven rebasadas con mucho gracias a los nuevos cálculos. Efectivamente, si el exceso de producción, que la acción de las máquinas asegura, pasa a ser propiedad de los obreros, entonces será posible llegar a una jornada de trabajo de dos o todo lo más de tres horas.
Lafargue pareció haber asimilado por fin la doctrina que años atrás le enseñaba en sus paseos londinenses Karl Marx, pero su dominio de El Capital le permitía revisar las conclusiones del Manifiesto. Según él, cuando la clase proletaria se hace con los instrumentos de producción, y por consiguiente con el trabajo automático y liberador de las máquinas, puede seguir un doble camino. En primer lugar puede multiplicar indefinida mente los bienes y crear un paraíso en la tierra, donde cada uno encuentre la satisfacción de sus necesidades, pero para eso necesita atravesar un complicado proceso, que empieza con la dictadura del proletariado, sigue con el Estado socialista y termine en el final de la historia con la sociedad comunista. Y lo que es peor, necesita trabajar (el que no trabaje que no coma, dijeron los padres del socialismo, en frase que debió oler a chamusquina al criollo).
Pero era posible otro camino, por cierto más sencillo y agradable, que seguía las ideas del Emancipador llevándolas hasta el límite, todo ello con la ira de Marx, de Engels y de la misma Laura, que por estos años tradujo al francés el Manifiesto.
«El fin de la revolución –decía Lafargue–
no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad y demás embustes con que se engaña a la Humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y gozar intelectual y físicamente lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que empezar a divertirse»
El socialismo representará la opulencia para todos, es decir, la disminución del tiempo de trabajo y la proclamación de
«los derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y sagrados que los tísicos derechos del hombre, defendidos por los aboga dos metafísicos de la revolución burguesa».
Por lo demás era muy fácil concretar con toda precisión estos derechos:
«No trabajar más de tres horas diarias, holgando y disfrutando el resto del día y de la noche»
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