NOTA ESPECIAL TRADUCIDA DE LA REVISTA “VEJA” DE RIO DE JANEIRO - BRASIL.
Edición 2256 – Año 45 – No 7 Nota de: André Petry – New York
En los 50.000 años de historia humana en la Tierra, jamás surgió la prueba de que la muerte no es el
fin de la vida, pero nunca dejamos de creer en esa posibilidad.
Ahora, la neurología, la psicología y la genética están empeñadas en explicar por qué esa creencia es tan persistente.
Cuando el pastor batista Don Piper dirigía su Ford rojo sobre el puente, una carreta chocó su carro de lleno.
El volante reventó su pecho, el techo se derrumbó y el panel cayó sobre sus piernas.
Había hierro retorcido, astillas de vidrios y sangre por todas partes.
Los paramédicos llegaron pronto, tomaron su pulso, pero no había más qué hacer, tan solo cubrir el cuerpo sin vida con una lona.
Cerca de una hora y media después, cuando alguien rezaba fervorosamente al lado de su cuerpo todavía atascado en los hieros del auto, Don Piper simplemente volvió a la vida.
Después de 120 días en el hospital, 34 cirugías y trece meses de cama en casa, él contó su experiencia en un best seller que ya vendió más de 4 millones de ejemplares.
En los 90 minutos que fue dado por muerto, Piper garantiza que estaba en el cielo.
Una elevada multitud delante de un portón espumoso, con sonrisas y palmas, besos y abrazos. Había luces radiantes y bellísimos sonidos celestiales inclusive el retumbar de alas de los ángeles.
Si.
Pipe garantiza que hay un lugar para donde vamos después de la muerte.
Que la muerte no es el fin.
En los 50.000 años de historia humana jamás surgió una prueba cabal de que la vida no termina con la muerte.
No en tanto hace 50.000 años la humanidad, en cualquier tiempo o cultura cree que la muerte no es el fin de la vida.
Una investigación muestra que más del 70% de los americanos, en todas las franjas sociales, creen en la vida después de la muerte.
Una encuesta realizada en 23 países (Brasil entre ellos) identificó que el 51 % cree en alguna forma de vida post muerte – vida en el paraíso o en el infierno, a través de la reencarnación o como energía cósmica.
En el caso de los brasileños llega el 72%.
La idea de que los muertos tienen una segunda vida perdió aceptación generalizada, pero todavía impregna el imaginario occidental: ella está en las conversaciones, chistes, filmes y libros.
Es enorme el éxito de las series de vampiros, confirmando el interés en otro universo.
Entre la ficción y no ficción, el sitio de Amazon ofrece más de 3.000 títulos en inglés sobre la vida del otro lado.
El tema está en todos los lugares, en especial en las iglesias y templos.
“El occidente vive una fascinación con la vida después de la muerte como no se veía desde el auge del espiritismo, entre 1850 y 1870”escribió el holandés Jan N. Bremmer, autor de un provocativo libro sobre la idea de más allá de la tumba.
Dos factores contribuyen para la creciente popularidad del asunto.
El terrorismo islámico es uno de ellos.
La principal motivación de los extremistas musulmanes para sacrificar la vida en explosiones suicidas es la recompensa de las 72 vírgenes en el paraíso.
Los atentados del 2001 cambiaron la visión americana del mundo y de la actualidad y recolocaron a la religión en el centro de la discusión pública.
En respuesta al terror islámico, el fundamentalismo cristiano también revivió, para su propia comodidad, la consoladora idea de que los muertos renacen en el más allá.
El otro factor está en la proliferación de investigaciones.
La ciencia nunca se interesó tanto en la investigación de la vida post muerte como lo está haciendo actualmente.
Las llamadas “experiencias de casi muerte”, en que una persona clínicamente muerta revive, como ocurrió con el pastor Piper, son el blanco de los científicos.
Antes, esos estudios estaban confinados a los raros departamentos de parapsicología de las universidades americanas.
Ahora, están en las áreas de neurología, psicología y genética.
Uno de los aspectos de estudio es la intrigante persistencia de la idea de vida post muerte, que resiste a los siglos, las culturas y la tecnología.
El biólogo Dean Hamer, integrante de la estirpe de científicos que escriben libros y se convierten en estrellas populares, afirma que tenemos una predisposición genética para la espiritualidad.
Al investigar 200 personas, incluyendo, gemelos, Hamer descubrió una coincidencia: los que tenían sentimientos religiosos compartían un gene, el VMAT2, responsable por el control del flujo de substancias químicas que regulan el humor.
En El Gene de Dios, el biólogo es categórico: “La espiritualidad es una de nuestras herencias más básicas. Es un instinto”.
El trazo genético no sería un efecto colateral de nuestra historia evolutiva sino una ventaja adaptativa.
La espiritualidad, según Hamer, nos dotó de un optimismo innato que, en el plano psicológico, nos conforta y nos estimula a procrear, ayudando a preservar la especie.
El seudocientífico Adrew Newberg , de la Universidad Thomas Jefferson, monitoreó el cerebro de monjas y mojes en el momento que rezaban o meditaban e identificó el circuito neural que es activado por la inmersión religiosa.
Al ejemplo del hallazgo de Hamer, la investigación de Newberg sugiere que la espiritualidad - la fuente más fértil de las creencias en pos de la vida - puede ser una base biológica.
El psicólogo canadiense Bruce Hood, de la Universidad de Bristol, cree que llegamos al mundo con una inclinación no a la espiritualidad sino más a lo sobrenatural.
“Dios puede requerir las creencias en lo sobrenatural, pero las creencias no sobrenaturales, no requieren de Dios” dice.
De acuerdo con Hood, tenemos un “supersentido”, un instinto para creer en cosas invisibles, inmensurable y desconocidas – como la existencia de una entidad divina, los poderes de la cartomancia, las columnas de los horóscopos de los diarios y revistas, la telepatía y la vida después de la muerte.
Por eso, los niños tiene tamaña facilidad de creer en el Superhombre, brujas voladoras, sapos que hablan, que con tanta facilidad violan las leyes naturales.
Dependiendo del ambiente en que crecemos – más o menos místico – el pensamiento mágico va siendo substituido por otras creencias o por el raciocinio científico.
En súper sentido: por qué creemos en lo increíble.
Hood es generoso con los que tienen fe, pero llega a una conclusión severa: “El pensamiento sobrenatural en el adulto es el residuo de los errores conceptuales de la infancia que no fueron debidamente eliminados”
Todavía hay controversia sobre si somos programados para la vida espiritual o no, pero la ciencia llegó a
un consenso: el cerebro fue diseñado por las fuerzas evolutivas para extraer sentido del mundo que nos rodea.
Él está permanentemente procurando padrones, modelos, estructuras intentando encontrar orden y lógica en todo los que nos rodea.
En ese imperativo biológico que nos lleva a ver figuras en las nubes.
Si oímos palabras sueltas, sin sentido como “marina raspar a medes es linda” el cerebro logra organizar esos sonidos en algo inteligible, como “Marina Gaspar Méndez, es linda”.
En cierto sentido luchamos con una paradoja fascinante; el cerebro está programado para ver el mundo como él no es – ordenado y lógico.
El universo es un caos, con oscuridades interminables, explosiones estelares, cuerpos celestes chocándose en velocidades alucinantes.
Todo es aleatorio y casual.
Pero el cerebro por la fuerza de su naturaleza, precisa encontrar un orden.
En esa tarea, se recurre a la ciencia o a lo sobrenatural y puede ser fácilmente engañado. Una experiencia reciente del neurólogo del Instituto Karolinska, en Estocolmo, mostró que el cerebro puede ser rápidamente engañado de que tenemos tres manos.
En el inicio, él entra en conflicto.
En seguida, absorbe la información y pasa a sentir como si la existencia de las tres manos fuese real.
El cerebro humano es una máquina excepcionalmente potente y compleja pero, al contrario del sentido común, no es perfecta y mucho menos moderna.
En realidad su diseño es tan antiguo que está en contradicción con el progreso tecnológico que nos toca hoy.
Hoy es innecesario un cerebro que se siente mortalmente amenazado por serpientes o arañas.
Eso era providencial en el tiempo de las cavernas.
Ahora digamos, que sería más útil un cerebro aterrorizado con el choque eléctrico. Al final en casa corremos más riesgos con una descarga eléctrica que con una serpiente.
Pero el cerebro no tuvo tiempo – en términos evolutivos – para adaptarse a la modernidad. David Levis-Williams, en su The mind in the cave ( La mente en las cavernas) resumió muy brillantemente esa dicotomía: “La esencia del ser humano es una inconfortable dualidad entre la tecnología “racional” y la creencia “irracional”.
Todavía somos una especie en transición”.
Por eso, somos capaces, en un solo tiempo, ir a la luna y también creer en fantasmas, o usar la más formidable tecnología para hablar de universos paralelos en filmes fascinantes como Matrix, y la trilogía El Señor de los Anillos o El Origen estrenado por Leonardo Di Caprio.
El radiólogo y oncólogo Jeffrey Long escribió Evidence of the Afterlife (Evidencia de la vida después de la muerte) , catalogando la historia de 1600 personas que pasaron por una experiencia que pasaron por una “experiencia de casi muerte” que los estudiosos conocen por la sigla ECM. Long tiene un sitio con 2.500 testimonios y 40.000 visitantes por mes.
Los estudiosos de ECM tienen una asociación internacional, publican un periódico trimestral y organizaron un congreso internacional en Francia en 2006.
Los estudios mostraron que los resucitados tienen relatos semejantes.
Cuentan que flotaban sobre su propio cuerpo, entraban en un túnel, veían pasar la vida entera delante de sus ojos y encontraron parientes y amigos muertos. (Consta que Elizabeth Taylor, en una ECM, se encontró con Mike Todd “Él me dio un empujón y me devolvió a la vida” dijo ella. Peor no aclaró si el empujón si el empujón vino en beneficio de él o de ella.)
La neurología ya explicó buena parte del fenómeno de ECM.
El estímulo de una región de cerebro llamado giro angular derecho altera la percepción espacial, y con eso tenemos la sensación de abandonar nuestro propio cuerpo.
El giro angular izquierdo es la región que, estimulada por impulsos eléctricos produce la visión de bultos. La falta de oxígeno, común en las paradas cardíacas, afecta primero las células de la visión periférica, y la visión central pasa a predominar – de eso resulta la imagen del túnel. Como se sabe desde la era psicodélica de los años 60 y del festival de Woodstock.
Las drogas producen todo tipo de alucinación.
El psiquiatra inglés Karl Jansen hizo entrevistas con usuarios de drogas recogió testimonios semejantes a los relatos de quienes vivieron una ECM.
La película ante los ojos resulta de la hiperactividad de algunas áreas del cerebro que, empeñadas en compensar la falta de oxígeno, acaban produciendo una alucinación que se parece a una retrospectiva
de la vida.
El neurólogo Kevin Nelson, liderando un equipo de la Universidad de Kentucky, descubrió recientemente
que la experiencia de verse fuera del cuerpo puede ser producto o trastorno de sueño profundo. Normalmente, del sueño profundo para el estado de vigilia sin escalas.
Peor algunas personas tienen un disturbio en que los dos estados de consciencia - adormecido y despierto – se confunden.
En una simplificación, es como que la mente despertase antes del cuerpo, que sigue paralizado en sueño profundo por cuanto la mente hace un vuelo alucinante fuera del cuerpo.
Como el trastorno es vinculado al tronco cerebral, eso puede ocurrir incluso que la parte superior del cerebro ya haya muerto.
Tal como lo concebimos hoy, la idea de vida después de la muerte es un legado del cristianismo, peor llevó siglos hasta consolidarse en un conjunto doctrinario.
La propia idea del purgatorio - aquel estadio intermedio donde las almas son juzgadas, o purgadas – sólo ganó claridad en el siglo XII y llegó a su apogeo con la Divina Comedia, del Dante Alighieri.
Admirador del Dante, Miguel Ángel se inspiró en la Divina Comedia para pintar el techo de la Capilla Sixtina. Botticelli hizo centenas de dibujos a partir de los versos del poeta.
La influencia del Dante, incontrastable en el mundo occidental, atravesó los siglos y llegó hasta nosotros en la literatura de James Joyce, en la dramaturgia de Samuel Beckett, en la poesía de Seamus Heaney, el Nobel de 1995.
Las religiones son grandes creadoras de la idea del paraíso.
“Las religiones creen en la vida después de la muerte porque para ellas, el mundo fue hecho por Dios que no pretende ver Su creación reducida a nada” dice la profesora Carol Zaleski, del Smith College, aclamada autora sobre el asunto.
El estudio de las visiones del paraíso elaboradas por las religiones equivale a un viaje por el mundo de las circunstancias terrenas.
Las tribus que escribieron la Biblia y el Corán habitaban una región desértica, y no por casualidad tiene abundancia de ríos – leche, miel, vino y agua.
En el Egipto antiguo , sólo después que el paraíso dejó de ser privilegio de los faraones es que se creó el tribunal de los muertos, que son juzgados en la presencia de de la bella Maat, la diosa de la verdad, del orden y la justicia, aquella que tiene una larga pluma de avestruz en la cabeza cuya punta graciosamente se apoya sobre su propio peso.
En la Judea el cielo sólo dejó de ser la morada exclusiva de Dios, y pasó a ser destino de los muertos, cuando se desparramó furiosamente el temor de que le mundo iba a acabar. En los EEUU, la idea del paraíso llegó con los primeros puritanos y el cielo era austero.
El celebrado evangelista americanos Billy Graham, 93 años, hoy lo define como el lugar donde “vamos a conducir sobre calles de oro un Cadillac amarillo convertible”.
Somos la única especie con consciencia de su propia existencia, pero el precio que pagamos por esa dádiva es la ansiedad de sabernos mortales. – la muerte, ese misterio que Hamlet llamó de “padres desconocidos” de donde nadie jamás volvió.
Tal vez la ansiedad explique por qué el más allá es paradisíaco.
El psicólogo Jeff Greemberg, de la Universidad de Arizona, creó la teoría según la cual la idea de la inmortalidad suaviza esa ansiedad que, de lo contrario, sin atenuantes, sería incapacitante.
Bautizada de “teoría del manejo del terror”, su tesis sugiere que nuestros valores y creencias fueron desarrollados para protegernos del miedo de la muerte – de modo que ante la amenaza de la muerte, tendremos que apegarnos a ellos.
En un test, Greemberg y otros colegas, pidieron a 22 jueces municipales que definiesen el valor de la fianza en un caso banal ( y ficticio) de prostitución.
Antes, invitaron a la mitad de los jueces a responder un cuestionario cuyo objetivo era sólo hacerles recordar de la inevitabilidad de la propia muerte.
La otra mitad no recibió el cuestionario.
La diferencia en los valores de la fianza fue espantosa.
Los jueces expuestos al recuerdo de la muerte estipularon la fianza de 450 dólares.
Los otros 50 dólares.
O sea: cuando recordaron que son mortales, los jueces fueron mucho más severos con una conducta – la prostitución – ofensiva a su moral.
En otras palabras, nuestros valores y creencias son una promesa de inmortalidad.
La ironía final es que la inmortalidad, en vez de preservarnos para la eternidad, nos transformaría en algo que nunca fuimos.
El profesor de filosofía de la Universidad de Cambridge Stephen Cave lanzará en breve un libro sobre la inmortalidad en el cual defiende el argumento de que, si un milagro nos desea vida eterna, la civilización, tal cual la conocemos, estaría irremediablemente destruida.
“Gran parte de lo que hacemos es en base a la esperanza de vencer a la muerte.
Lo que haríamos si no fuese más preciso rezar, crear arte ni hacer investigaciones científicas?”.
Dice Cave. “Más allá de eso, el valor de una cosa está definido por su escasez. Valorizamos nuestro tiempo por lo que él está limitado”.
Sin tener que hacer, pero con tiempo infinito para hacerlo, seríamos otros.
Cave concluye: “Las consecuencias de la eternidad serían malas para el individuo y un desastre para la civilización..."
Pero nada de eso, matará la esperanza – el último en morir después de todo – de que la muerte sea, quien sabe, solo un nuevo comienzo disfrazado.
Nota de: André Petry – New York
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