Vayan. No se la pierdan.
No ocurre todos los días que alguien cree una película y se convierta en una obra de arte y que, más allá de ello, se transforme en algo que debiera ser obligatorio.
Porque sí: la visualización y la comprensión de "¿Y ahora adónde vamos?" debería constituir una obligación para todos.
Quizá, en especial, para los curas, rabinos o imanes, esto es, para los profesionales de cualquier religión, y también para los políticos con cualquier inclinación.
Sobre todo. Pero también para los demás.
A veces, demasiadas sin duda, los seres humanos cometemos atrocidades.
De las peores.
A ningún otro ser vivo sobre el planeta se le ocurriría provocar una guerra o torturar al enemigo; de hecho, a ninguna otra especie se le ocurre tener enemigos.
Y menos por una cuestión de ideas o creencias, claro.
Pero a los seres supuestamente más evolucionados, a los que nos hemos colocado por encima de todos los demás, sí.
Y, quizá por ello, porque podemos ser atroces, nos hemos convertido en grandes constructores de las más horrendas pesadillas.
Las fotografías de los niños asesinados en Homs esta semana forman el mejor y más terrible ejemplo.
Unos cuantos centenares de "shabiha", los milicianos que arropan al Ejército sirio, entraron en los barrios de Karm al Zeitun y Adawya y mataron de un tiro en la cabeza, a bocajarro, a 26 menores -y también a 21 mujeres-.
La horrible matanza, que ojalá al menos contribuya a despertar al resto del mundo para que se decida a detener las barbaridades de Bashar el Asad, representa lo peor de la crueldad máxima que pueden alcanzar los humanos.
Pero, afortunadamente, junto a estos malditos asesinos, también habitan nuestro mundo seres que se dedican, con las herramientas que tienen a su alcance, a intentar hacer del mundo un lugar mejor.
Nadine Labaki es uno de ellos.
La directora libanesa ha escrito y dirigido un hermosísimo filme que, más allá de su desbordante belleza, sutil e inteligente, recoge el ansia y la dedicación de tantas personas en su afán por evitar llegar al mayor de los absurdos: que la gente se mate.
Que unos y otros se maten.
Que todos acabemos matándonos.
En este mundo en el que cada día los medios de comunicación contabilizan los nuevos muertos de nuestras guerras, agregándose desde distintas partes del mundo en cada jornada hasta alcanzar un recuento vergonzoso y humillante para la Humanidad, también hay, afortunadamente, otro tipo de guerreros, los que luchan, como hace Labaki, con todas sus fuerzas por combatir la agresividad, la intolerancia y la resolución de las disputas a través de la violencia.
La directora de la deliciosa Caramel, que ha vivido rodeada como todos los libaneses de una incesante sucesión de conflictos bélicos, lejos de acostumbrarse a ellos o de conformarse con vivir de puntillas junto a ellos, apuesta porque el sentido común y la valentía arruinen al mundo presidido por la violencia, y a sus múltiples e ignorantes embajadores.
Reacciones
En su película, Labaki muestra, también, otro fenómeno que tal vez no ha sido suficientemente valorado, ni tampoco interpretado: la extremadamente diferente reacción que a menudo sostienen mujeres y hombres cuando estalla un conflicto que puede llegar a convertirse en una tragedia.
Con habilidad, la directora señala la intolerancia y la violencia en la cual suelen instalarse tantos hombres cuando se sienten agredidos, así como detalla las numerosas estrategias que desarrollan sus mujeres para evitar que la venganza de unos y otros concluya en una escalada sangrienta que al final acabe con ambos géneros.
En la película, musulmanes y cristianos conviven felizmente en un pueblo aislado, hasta que los hombres, estimulados por escaramuzas que ocurren en otras zonas del país, en donde se dan algunos enfrentamientos, comienzan a verse inducidos a pelearse entre ellos, divididos por su religión.
Las mujeres, por su parte, elaboran todo tipo de planes conjuntos para que no haya guerra.
Las mujeres llegan a hacer cualquier cosa, desde disparar a un hijo en el que persiste el ánimo de venganza, hasta renegar de su religión y abrazar la del enemigo, para evitar que los disparos se conviertan en la música del pueblo, y la muerte de los vecinos en la primera noticia del día.
Tolerancia
Si todos tuviéramos al menos una parte de la tolerancia que prescribe Labaki con su película, los militares norteamericanos desplazados en Iraq no tendrían que recibir clases para explicarles que no deben quemar el Corán, como hicieron en febrero en la base de Bagram.
Y, con un ánimo más tolerante, los locales se habrían mostrado mucho menos ofendidos ante la irrespetuosa acción del ejército de EEUU.
Con un Estado y una tradición tolerantes, como lo son las mujeres que retrata la directora libanesa, la joven Amina Filali no habría sentido la necesidad de suicidarse porque tras haber sido violada, como lamentablemente fue el caso, nadie le habría obligado a casarse con Mustafá Fellak, su agresor.
Y, con el sentido común que debiera imperar en el mundo, también en Marruecos, Fellak en vez de recibir un premio -a su nueva esposa- por violarla, debería descansar largos años a la sombra de una celda, tras el correspondiente proceso judicial, para que le diera tiempo a reflexionar sobre lo que hizo.
En un lugar razonable, esto es, donde impere la razón, el Vaticano no tendría por qué advertir a los teólogos que deben someterse a los obispos, como acaba de ocurrir, al parecer siguiendo instrucciones de Benedicto XVI.
En un país donde prevalezca el sentido común, la campaña de la Iglesia para captar curas ofreciendo "un empleo fijo" solo debería causar sorna, una vez superada la sensación de mal gusto eclesiástico al utilizar el paro "civil" como reclamo.
En todo caso, vayan, vayan a verla. No se arrepentirán.
@affermoselle
El Mundo.es
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