Por el Dr. Jorge B. Lobo Aragón (*)
Es sabido que la Virgen María, junto a la Cruz, no sólo ha participado en forma eminente en el misterio redentor (corredención) sino que ha compartido, místicamente, la misma muerte de su Hijo.
Así reza una oración litúrgica dirigida a la Virgen Madre:
“Dichosa tú que, sin morir, mereciste la corona del martirio junto a la Cruz de tu Hijo”
(2ª Misa de la Compasión, oración post comunión).
En el misterio, que hoy celebramos, la Virgen María se convierte en el “icono escatológico * de la Iglesia peregrina”, es decir: al ser entronizada en cuerpo y alma en la gloria, todos nosotros estamos incluidos en este triunfo anticipado.
Ella es actualmente todo lo que la Iglesia peregrina aspira a ser en un futuro.
Es verdad que nuestra pascua o paso a la vida eterna tiene dos etapas: la muerte física y la resurrección al fin de los tiempos.
Sin embargo, lo esencial es nuestra entrada en la gloria después de nuestra muerte.
En efecto, en este mundo el alma necesita de las imágenes sensibles aportadas por el cuerpo para entender y gozar, pero en el cielo no conoceremos por imágenes sino que Dios mismo será a la vez la imagen, el objeto de la visión y el gozo beatíficos.
Por lo tanto, la resurrección de los cuerpos al fin de los tiempos no aportará un cambio o progreso esencial a nuestra gloria sino sólo accidental.
El alma que goza de la visión beatífica tiene ya una gloria perfecta y completa, ya que la raíz misma de la sensibilidad permanece en ella.
Veamos, pues, nuestra propia muerte como una participación viva, actual y fecunda en el misterio pascual de Cristo.
Hoy nos parece absolutamente normal honrar a la Virgen como Madre de la Iglesia, pero esta “definición” del Papa del Concilio costó sangre, sudor y lágrimas, tanto al Papa como a los Padres conciliares.
Ha sido una ocasión más en la cual el gran Papa nos dejó un ejemplo no sólo de cómo amar y servir a la Iglesia sino también de cómo sufrir por ella.
En cuanto a la muerte de la Virgen, tampoco la tocó esta vez el Concilio.
Ya vimos que la Virgen también murió (místicamente) junto a la Cruz en orden a nuestra corredención.
Ahora bien, consumada la Redención en la cruz (y la corredención al pie de la cruz), la muerte de la Virgen, sin pecado original, carece de causa eficiente y suficiente.
En efecto, la Virgen al pie de la Cruz llegó a la última consumación de su misión en la tierra.
Todo lo ocurrido después es consecuencia de esto, sobre todo la madrugada de Pentecostés.
La Iglesia nació del costado de Cristo muerto en la Cruz.
Pentecostés fue la manifestación gloriosa de este nacimiento.
La vida de la Virgen después del Calvario es uno de los misterios más profundos y sublimes que a todos sus amantes nos gustaría conocer.
Cumplida su misión de corredimirnos junto y bajo su Hijo, exenta del pecado original y colmada de gracia desde su Concepción, su vida oculta junto a san Juan debe haber sido una adoración, acción de gracias e intercesión incesantes por toda la Iglesia naciente.
Es verdad que no tenemos datos concretos sobre el fin de su vida terrena, inmediatamente antes de su Asunción, pero lo espontáneo, natural y necesario desde el punto de vista teológico es su pascua (paso) directo a la gloria.
Son los mortalistas los que deben aducir razones para justificar la presunta muerte de la Virgen, ya que al carecer de pecado original no tendría ninguna causa natural o racional.
Podemos, pues, pensar sana, lúcida y piadosamente que la Virgen
“consumado el curso de su vida terrena, fue asunta al cielo en cuerpo y alma” sin pasar por la muerte.
Claro, sin herir ni descalificar a los muchos que piensan de otra manera.
San Agustín decía así:
“En lo cierto: unanimidad.
"En lo dudoso: libertad.
"En todo: caridad”.
Termino recordando la antigua máxima:
“Nuestros muertos gozan de buena salud”, incluso los que deben pasar un tiempo en el Purgatorio purificándose, ya están salvados y pueden beneficiarse con el consuelo de nuestras oraciones y sacrificios.
Como quería san Pío X, asumamos desde ahora nuestra propia muerte, ofreciéndola libre y espontáneamente por la vida del Cuerpo Místico.
Ahora que estamos lúcidos hagamos un acto de generoso desprendimiento y aceptemos no sólo nuestra propia muerte, sino también todos los detalles y circunstancias físicas, psíquicas y espirituales que la acompañen.
Vivamos intensa y apasionadamente nuestra vida terrena, pero en función de la vida eterna que esperamos y nos espera.
Encomendemos nuestros muertos a la misericordia divina, para que ellos nos encomienden a nosotros una vez glorificados.
Por último los dejo con el Apóstol:
“Hermanos” Ambicionad los carismas mejores.
Y aún os voy a mostrar un camino mejor.
Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles.
Si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden.
Ya podría tener yo el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el saber.
Podría tener fe como para mover montañas.
Si no tengo amor, no soy nada...
Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo...
Si no tengo amor, de nada me sirve.
El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia;
el amor no presume ni se engríe;
no es mal educado ni egoísta;
no se irrita, no lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites.
El amor no pasa jamás.
¿El don de predicar?, se acabará.
¿El don de lenguas?, enmudecerá.
¿El saber?, se acabará.
Porque inmaduro es nuestro saber e inmaduro nuestro predicar; pero cuando venga la madurez, lo inmaduro se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño.
Cuando me hice hombre, acabé con las cosas de niño.
Ahora vemos como en un espejo de adivinar; entonces veremos cara a cara.
Mi conocer es por ahora inmaduro, entonces podré conocer como Dios me conoce.
En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor:
estas tres.
La más grande es el amor (1 Cor 12, 31 – 13, 13).
(*) Crónica y Análisis publica el presente artículo del Dr. Jorge B. Lobo Aragón (Abogado, ex Juez y Fiscal en lo Penal y ex Legislador) por gentileza de su autor.
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* Escatología (religión)
La tradición cristiana recoge en el último libro de la Biblia las visiones del apóstol san Juan sobre el fin de los días. En el cuadro los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Escatología es el tratado de las realidades últimas (muerte, el juicio final, el infierno y la gloria o cielo) y de las teorías apocalípticas religiosas (la escatología cristiana, el milenarismo y los movimientos apocalípticos)
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