Dilma.
La ola de protestas descolocó a la presidenta de Brasil.
La nueva clase media que heredó de su antecesor Lula se resiste al ajuste.
En casa, la fuga de capitales continúa.
Hace apenas un mes, el consenso internacional, sostenido por economistas prestigiosos en los Estados Unidos y Europa, y por otros presuntos expertos en temas geopolíticos, era que Brasil por fin estaba por salir del subdesarrollo para erigirse en una potencia de alcance planetario.
Para justificar su optimismo, señalaban que el producto bruto del “gigante sudamericano” ya igualaba o, quizás, superaba (depende de la forma de medirlo) los del Reino Unido y Francia, pasando por alto el hecho de que, por tener Brasil una población que es más de tres veces mayor que las de sendos países europeos, tal hazaña no significaba mucho.
Asimismo, nos decían que, gracias a los presidentes Luiz Inácio “Lula” da Silva y Dilma Rousseff, decenas de millones de brasileños antes paupérrimos se habían incorporado a la clase media mundial, que los inversores extranjeros salivaban al pensar en las inmensas posibilidades ofrecidas por un país con tantos recursos materiales y humanos, y que ser anfitrión de la Copa Mundial del fútbol primero y, dos años más tarde, de los Juegos Olímpicos, serviría para confirmar que Brasil formaba parte de la nueva elite que pronto marginaría a los Estados Unidos, la Unión Europea y el Japón.
Pero, para extrañeza de quienes compartían la euforia triunfalista, Brasil, como ciertos otros países, entre ellos la Argentina que durante algunos años habían crecido con rapidez de resultas del “viento de cola” que soplaba desde China y los centros financieros del Primer Mundo en que las tasas de interés eran desagradablemente bajas, dejó de expandirse al ritmo previsto.
¿Sería que la idea de que los “emergentes” dotados de soja, minerales, petróleo y otros recursos agrícolas o naturales estuvieran por desplazar a los tecnológicamente avanzados era solo un mito?
Parecería que sí, que el desarrollo auténtico requiere más, mucho más, que una abundancia de “commodities”.
Se trata de una verdad que entienden muy bien los muchos millones de brasileños que desde hace varias semanas están participando de protestas multitudinarias, y en ocasiones violentas, en las ciudades principales de su país.
Si todo va tan bien como nos aseguran, se preguntan, ¿por qué son tan miserables los servicios públicos, tan brutales los policías y tan asquerosamente corruptos los políticos y sindicalistas?
¿Por qué nos es tan difícil llegar a fin de mes?
¿Por qué gasta el gobierno cantidades fenomenales de reales en construcciones faraónicas deportivas cuando lo que necesitamos son hospitales limpios, escuelas mejores y más oportunidades para abrirnos camino en la vida?
Son tantos los reclamos y las quejas que los políticos, encabezados por Dilma, no saben muy bien cómo reaccionar.
En un lapso brevísimo, el índice de aprobación de la presidenta, que había alcanzado un nivel estratosférico, se precipitó a tierra, a pesar de sus intentos de convencer a los manifestantes de que en el fondo compartía sus puntos de vista y procuraría darles lo que pedían.
Es posible que Dilma logre recuperarse del susto en las semanas venideras, pero entenderá que, bien que mal, Brasil ya no es el país que se había habituado a manejar y en que, de acuerdo con las encuestas, la mayoría la creía la persona más indicada para liderarlo en los años próximos.
Muchos están buscando paralelos entre el estallido de furia que de golpe convulsionó a Brasil y lo que está ocurriendo en Turquía, Egipto, España, Grecia, Hong Kong y otros lugares en que muchedumbres de adolescentes y veinteañeros, convocadas a través de las ya ubicuas redes sociales, están rebelándose contra un statu quo que, de súbito, encontraron insoportable.
Aunque son distintos los motivos de las protestas
–la islamización prepotente en Turquía y los países árabes,
el desempleo masivo en la periferia europea,
el desprecio por derechos antes garantizados por un régimen colonial en Hong Kong–,
lo que tienen en común es la voluntad de un sinnúmero de jóvenes de clase media de repudiar el destino que, intuyen, el mundo tal y como es, les han reservado.
Habían esperado algo muy diferente; por lo tanto se sienten estafados por sus mayores.
Se trata, pues, del choque de expectativas a primera vista razonables, y no exclusivamente económicas, contra una realidad que es incapaz de satisfacerlas.
En un mundo globalizado de comunicaciones instantáneas, para muchos “la normalidad” a la que aspiran puede hallarse en los enclaves más prósperos y más libertarios de un puñado de países ricos pero no, por desgracia, en los suyos.
Asimismo, la expansión explosiva de la educación terciaria, a menudo en instituciones recién improvisadas de calidad abismal, ha creado una nueva clase de personas diplomadas que, según los políticos locales, es la “generación más instruida y mejor educada de la historia”.
Como es natural, sus integrantes quisieran disfrutar de los mismos privilegios de los graduados de antes, cuando solo una minoría reducida iba a la universidad.
Si bien en las décadas últimas se han multiplicado “las salidas laborales” para quienes están en condiciones de aprovecharlas, en dicho ámbito la oferta se ha desvinculado de la demanda hasta tal punto que en el mundo hay centenares de millones de jóvenes que nunca encontrarán empleos a la altura de sus ilusiones.
En África del Norte, la frustración de quienes tenían motivos de sobra para sentirse defraudados por la vida provocó la llamada primavera árabe, que, desafortunadamente para ellos, no tardó en transformarse en un invierno islamista.
En los países de cultura occidental, las perspectivas frente a tales jóvenes son menos deprimentes que en el mundo musulmán, pero distan de ser tan buenas como era habitual suponer antes de que el crac financiero de 2008 pusiera fin a la fantasía de un futuro en que todos alcanzarían sus metas particulares.
Decir que todo es culpa del “capitalismo” o del “neoliberalismo” no ayuda.
Aunque en Brasil, lo mismo que en Europa, muchos manifestantes enarbolan banderas rojas decoradas con la hoz y martillo o retratos del Che Guevara, muy pocos toman en serio la noción de que valdría la pena probar suerte con un esquema socialista o comunista.
De más está decir que la falta de alternativas radicalmente distintas hace aun más tenebroso el panorama. Mal que bien, con la excepción de Corea del Norte y, cada vez menos, de Cuba, todos los países han adoptado alguna que otra variante del capitalismo.
En cuanto al “neoliberalismo”, solo se trata de una palabra que se emplea para descalificar el hecho lamentable de que a veces sea necesario que el Estado se limite a gastar lo que efectivamente tiene porque no le será dado endeudarse más.
En Europa, los gobiernos están desmantelando poco a poco el Estado benefactor institucionalizado que se construyó en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial por motivos que tienen menos que ver con las preferencias ideológicas, ya que hoy en día todos los políticos son centristas, que con el envejecimiento de la población y el temor a perder competitividad.
En Brasil y el resto de América latina, en cambio, el asistencialismo suele ser clientelista y por lo tanto se presta a un grado de corrupción que motiva la indignación de aquellos miembros de la clase media que, a pesar de haber visto mejorar su propia calidad de vida en términos materiales, son reacios a continuar tolerando los abusos.
El populismo discrecional puede funcionar muy bien en sociedades en que la mayoría está conformada por pobres “estructurales” de nivel educativo sumamente bajo, pero en cuanto los conscientes de lo humillante que es depender de limosnas repartidas por caciques adquieran una masa crítica, el sistema dejará de asegurar los resultados previstos por los operadores políticos y sus jefes.
Parecería que en cierto modo, el gobierno brasileño se ha visto perjudicado por su propio éxito al arreglárselas para que muchísimas personas –se habla de cuarenta millones–, salieran de la miseria “estructural” para ingresar en la clase media y adoptar las actitudes correspondientes.
Puede que quienes están liderando las protestas procedan de familias que no deben su estatus actual a las medidas tomadas por Lula, pero cuentan con la simpatía de millones que sí fueron beneficiados, de ahí el derrumbe estrepitoso del índice de popularidad de Dilma.
Es como sí la mayoría de los brasileños hubiera decidido repudiar el modelo de país reivindicado por la vieja corporación política para reclamar otro que, de forma aún confusa, cree percibir detrás de las consignas que están coreando quienes han tomado la calle.
Gobernar un país que se supone de clase media no es lo mismo que gobernar uno que se ha reconciliado tácitamente con su propio atraso.
He aquí una razón por la que en la ciudad supuestamente autónoma de Buenos Aires las vicisitudes del drama político suelen ser tan diferentes de las del vecino conurbano bonaerense.
A juzgar por lo que acaba de suceder en Brasil, la gente que día tras día está protestando no se ha argentinizado sino que, antes bien, se ha porteñizado, para alzarse contra un orden que, luego de asegurarle pan en cantidades suficientes, se ha puesto a gastar una proporción excesiva del dinero aportado por los contribuyentes en espectáculos circenses por suponer que, como sucedía en épocas que ya parecen remotas, ayudarían a estimular el orgullo patriótico.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
Boletín Info-RIES nº 1102
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Hace 2 meses
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