"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 28 de septiembre de 2013

En los brazos de mamá Angie

Por James Neilsen / Revista NOTICIAS

En Alemania la mayoría quiere tanto a Merkel que la llama “Mutti”, o sea, “mamá”.

Mientras que en países como Grecia, España, Italia y Portugal, muchos ven en Angela Merkel una mujer cruel y calculadora que, según ellos, está más interesada en los malditos números que en la gente, en Alemania la mayoría quiere tanto a su “Angie” que la llama “Mutti”, o sea, “mamá”.

De haberse celebrado elecciones presidenciales el domingo pasado, mamá Angie pudiera haber triunfado por un margen aún más impresionante que el anotado aquí por Cristina hace apenas dos años, ya que, según las encuestas, el 70 por ciento aprueba su gestión pero, desgraciadamente para “la mujer más poderosa del mundo”, sólo se trataba de legislativas, de suerte que el Partido Demócrata Cristiano que domina tuvo que conformarse con poco más del 41 por ciento de los votos.

Por lo demás, merced en buena medida a la popularidad de Merkel, se hundió el Partido Demócrata Liberal de sus socios en el gobierno, obligándola a negociar con los socialistas o, tal vez, verdes, a fin de formar una coalición, una necesidad que podría darle dolores de cabeza en las semanas próximas.

La aversión que sienten por Merkel en la atribulada franja mediterránea de la Unión Europea se debe a su negativa firme a subsidiar, con el dinero aportado por los contribuyentes alemanes, un orden socio político y económico que en su opinión, y la de la mayoría de sus compatriotas, ha dejado de ser viable en el mundo globalizado y cada vez más competitivo que nos ha tocado.
Desde el punto de vista de quienes le están reclamando más “flexibilidad”, más respeto por las entrañables costumbres locales, más compasión por los pobres y, huelga decirlo, más plata, mamá Merkel desempeña un papel que es muy parecido a aquel del FMI en la demonología populista argentina. Figura como la culpable máxima de todos los males de países cuyas elites se aferran con tenacidad al statu quo al que se han habituado.
Que éste sea el caso puede entenderse: escasean los políticos que están dispuestos a reconocer que los problemas “estructurales” de sus países respectivos podrían deberse a sus propios errores cuando les resulta muy fácil atribuirlos a la perversidad foránea.
Asimismo, quienes se ensañan con Merkel, caricaturándola como una reencarnación de Adolf Hitler y acusándola de aspirar a recrear el Tercer Reich esclavizando a los vecinos, sobre estiman la capacidad de los alemanes para ayudar a los miembros más débiles de la Eurozona a llevar a cabo las odiosas reformas “neo liberales” que se suponen imprescindibles.

A pesar de la imagen de pujanza irrefrenable y eficiencia inhumana de la Alemania actual, para continuar prosperando por mucho tiempo más tendría que superar una serie de dificultades internas que son tan formidables como las enfrentadas por sus socios sureños.
De éstas, la más grave es la planteada por la demografía.

A menos que los teutones comiencen a reproducirse con mayor entusiasmo en los años próximos, Alemania morirá de vejez antes de iniciarse el siglo XXII.
Con “1,36” hijos por mujer cuando se necesitarían al menos “2,1” para impedir que la población disminuya, en poco más de una generación dejará de ser el país más poblado de la Unión Europea, ya que de persistir las tendencias actuales el Reino Unido y Francia contarían con más habitantes.

El envejecimiento muy rápido de la población, al aproximarse la edad promedio de los alemanes a 50 años, no tardará en aplastar el Estado de bienestar existente.
Aun cuando la inmigración procedente de los países mediterráneos sirviera para aliviar un poco la situación, no sería suficiente como para modificar muchas cosas.

En cuanto a la “solución” progre que consistiría en abrir las puertas de par en par para que ingrese una multitud de refugiados procedentes del Oriente Medio y África, muchos de nivel educativo muy inferior al considerado necesario para abrirse camino en un país desarrollado, provocaría tantos problemas sociales y culturales que a juicio de la mayoría de los alemanes sería peor que inútil.

Así las cosas, puede tomarse la voluntad de tantos alemanes de descansar en los brazos de Mutti por un síntoma preocupante.
No es el único.
Orgullosos de que su país tenga fama de ser una “locomotora” económica, productora de bienes manufacturados de calidad inigualable, los políticos alemanes, acompañados por el grueso de sus compatriotas, se resisten a asumir responsabilidades en el exterior.
Por razones comprensibles, luego de la derrota apocalíptica que sufrieron sus ejércitos en la Segunda Guerra Mundial que ellos mismos habían provocado, los alemanes han sido reacios a contribuir más de lo mínimo a la defensa europea y occidental, un privilegio que dejaron en manos de los norteamericanos y, en menor medida, británicos y franceses.

Durante décadas Alemania ha sido, en efecto, un protectorado cuya seguridad depende de Estados Unidos, lo que le ha permitido tener un presupuesto militar reducido y por lo tanto disfrutar de ventajas económicas. Como muchos han señalado, una consecuencia paradójica de los horrores de la primera mitad del siglo pasado fue la transformación de dos países al parecer congénitamente militaristas, Alemania y el Japón, en sociedades pacifistas de mentalidad comercial, y el surgimiento de un Estado judío, Israel, que pronto se vería mundialmente renombrado por sus proezas bélicas.

Con todo, si bien es legítimo creer que, en vista de la alternativa hipotética que, a pesar de todo lo sucedido a partir de 1945, sigue asustando a los demás europeos, sería mucho mejor que Alemania continuara siendo lo que es, habrá un vinculo entre la resistencia de sus dirigentes a pensar en asumir más responsabilidades internacionales por un lado y, por el otro, la decadencia demográfica que, tal y como están las cosas, podría culminar relativamente pronto en la virtual extinción de un pueblo que, hacia fines del siglo XIX, pareció destinado a dominar no sólo Europa sino el mundo entero merced no tanto a su poderío militar cuanto a su dinamismo económico y sus extraordinarios logros culturales.

Los éxitos macro económicos recientes de Alemania que han motivado la admiración, y la envidia a veces rencorosa, de los miembros del “Club Mediterráneo”, se han debido casi por completo a la pujanza de sus empresas exportadoras. De reducirse el poder de compra de sus clientes tanto en Europa como en otras partes del mundo, sufriría enseguida el impacto, como sucedió un lustro atrás al estallar la gran crisis financiera que puso fin a un período prolongado signado por una bonanza consumista, financiada por deudas que resultarían insostenibles, en todos los países ricos.

Para Alemania, una eventual recaída en recesión de sus socios comerciales sería desastrosa, sobre todo si la privara por un rato de sus mercados en el sur de Europa, Estados Unidos, China y el Oriente Medio.
He aquí una razón por la que los gurús insisten en que le convendría que sus propios ciudadanos gastaran mucho más, pero sucede que en sociedades envejecidas, como la alemana y la japonesa, la mayoría suele ser ahorrativa, propensión que a la larga puede resultar contraproducente.
De todos modos, al igual que en otros países opulentos, en Alemania está ensanchándose la brecha que separa a quienes perciben ingresos más que adecuados de los muchos que apenas llegan a fin de mes. Parecen condenados a ser los “pobres estructurales” del mundo avanzado porque sus perspectivas son sombrías.
Conforme a las estadísticas disponibles, hay más de 15 millones de personas en Alemania que viven de trabajos precarios o que, aun cuando sean estables, pagan poco.
Lo mismo que sus homólogos en otros países desarrollados, Merkel supone que “la solución” consistiría en brindar a los excluidos de la parte próspera de la sociedad oportunidades para aprender nuevos oficios, pero hasta ahora los resultados de los esfuerzos en tal sentido han sido decepcionantes.

Es lógico: además de eliminar muchísimos empleos tradicionales, el progreso tecnológico vertiginoso hace que los nuevos sean aptos sólo para especialistas bien calificados.
Así, pues, el gobierno alemán está procurando tentar a técnicos informáticos de la India y otros países asiáticos, además de los del sur de Europa, a probar suerte en Berlín o Munich, porque las empresas no pueden encontrar a los que necesitan entre los millones de desocupados o subocupados nativos.

Angie se ha comprometido a prestar más atención al drama de los muchos que se han visto descolocados tanto en el sur de Europa como en Alemania misma por los cambios de las décadas últimas, pero a juzgar por la experiencia ajena, sería poco probable que lograra hacer mucho.
Sea como fuere, el triunfo electoral, estadísticamente modesto pero de acuerdo común arrollador, de Merkel, ha sido interpretado por muchos como si mostrara que su estilo nada glamoroso, el de un ama de casa un tanto severa que sabe inspirar confianza, merece ser imitado por los políticos más ambiciosos de otras latitudes.

Sin embargo, lo que funciona muy bien en una sociedad que no se preocupa por el futuro de las generaciones por venir, si es que vienen, no necesariamente sería apropiado para países un tanto más exigentes y menos satisfechos de sí mismos que la rica, pero muy vulnerable, Alemania actual.

El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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