Nuestra Argentina bien podría considerarse el laboratorio ideológico
(y psicológico, por qué no) de la región.
El país que habiéndolo tenido todo se
hunde aferrado al palo mayor de su inmadurez, mientras sus vecinos pobres lo
superan.
El del eterno futuro venturoso y, generación tras generación,
decepcionante presente.
Un cruento campo de batalla donde la retaguardia rezagada del
socialismo (fiel representante de frenos burocráticos e intereses creados) sigue
dando su pelea, ya perdida, contra las libertades personales; contra la riqueza.
Al costo, eso sí, de un importante retroceso en nuestra calidad de vida con gran
sufrimiento para los más débiles e ignorantes.
Una guerra de infanterías de bayoneta y cañones tirados por caballos
contra misiles guiados por láser desde el espacio.
De una vetusta (pero
increíblemente soberbia) “ingeniería social” impuesta por la fuerza bruta,
contra la creatividad empresarial y la inversión tecnológica del capitalismo.
En
suma, una negación inútil de las más éticas, útiles y profundas tendencias de la
naturaleza humana.
De entre la bruma de la “era del simio” de la ciencia económica, se
abre paso un paradigma sin soberbia; más realista.
Es el que postula asumir la
realidad de que la economía se funda no en los planes del burócrata sino en
la inagotable inventiva privada.
Vale decir, en la continua generación
particular de nuevos fines a alcanzar y de nuevos medios para lograrlo, en un
flujo de informaciones, conocimientos, innovaciones y replanteos que torna
lastimosamente fútil (más aún: contraproducente) todo esfuerzo de “mejora”
coactiva del bienestar general por parte del gobierno.
La inteligentzia ya sabe
que los postulados de eficiencia estática en los que hasta hace unos años se
basaban los planificadores para sus cálculos de costo-beneficio, sustentadores
de la entera teoría del Estado de Bienestar (o socialismo “light”, para
diferenciarlo de su cercana mater
ideológica: el socialismo comunista genocida bien asumido), quedaron
obsoletos.
La frenética codificación fotográfica de datos y el planeamiento
reglamentario subsiguiente quitando, autorizando, frenando y privilegiando
mezclas magistrales de “justicia” y “eficiencia” tal como se los entiende hoy y
aquí… son material de museo.
Señores economistas pro-Estado: procedan a acotar su soberbia
intelectual, por favor. La economía no era una foto en sepia que pudiesen
retocar sino un vertiginoso DVD digital y el no haberlo comprendido a tiempo fue
causa directa de grandes padecimientos, todos evitables, infligidos al pueblo
por ustedes.
Hemos perdido demasiado tiempo en su peligroso juego de aprendices
de magos.
Hoy se sabe que cada ser humano es el empresario de su propia vida,
no siendo las empresas otra cosa que la suma inteligente de tales valiosas
individualidades, desarrollando su función sinérgica desde una base personal y
hacia lo colectivo en forma voluntaria, con una eficiencia operativa y una
coordinación absolutamente dinámicas.
Sí orientables mediante
unas pocas y firmes reglas básicas (las de nuestra Constitución original, por
ejemplo); nunca manipulables por
terceros iluminados, sean estos elegidos o no por una mayoría.
Una dinámica de riqueza popular que sigue aguardando a ser liberada
en nuestra nación, más allá de la confusa opinión que mucha gente tenga de
conceptos tan bastardeados como igualdad, equidad, justicia social y rol del
Estado.
Porque toda la cháchara populista, su soporte teórico minado de
criterios estáticos y el dañino mito de la solidaridad “a palos” se acaban
cuando la dignidad parental de un buen empleo y el dinero sólido empiezan a
fluir sin estúpidas trabas fiscalistas hacia las clases medias y bajas. Como ya
está ocurriendo, por cierto, en algunos países con bastante más “viveza” social
que el nuestro.
Sabiendo que la mayoría decente antepone consideraciones básicas de
justicia al puro racionalismo de la eficiencia productiva y del progreso
material, todo dirigente inteligente, a más de intachable y creíble, debería
asumir la necesidad de fundamentar su propuesta en un marco moral
incuestionable.
Marco que solo puede sostenerse adhiriendo a la ética
libertaria, que no deja cabos ideológicos sueltos ni suciedades amorales bajo la
alfombra.
Porque lo cierto es que no deberíamos resignarnos a la barbarie: más
allá de estar todavía aceptando la subjetividad de que el fin político
justifique los medios atropelladores existen principios morales de validez objetiva, que son
anteriores.
Y que deberían prevalecer -por muchas evidentes razones- sin
importar hacia qué maizal ajeno esté siendo arreada, otra vez, la piara.
Sucede que eficiencia y justicia son las dos caras de la misma e
indivisible moneda, ya que sólo lo socialmente eficiente hace posible lo que es
económicamente justo y viceversa. Principios morales y ganancia individual lejos
de ser conceptos contrapuestos ¡son abrumadoramente complementarios!
Hoy se sabe que el mercado es un proceso dinámico y que su eficiencia en
crear riqueza para todos sólo es
compatible con un tipo de justicia
equitativa.
Que es la que enjuicia comportamientos particulares (no colectivos) según normas morales de derecho natural
clásico (como las que prescribe nuestra Constitución original) protegiendo con
firmeza, entre otras cosas, todo bien lícitamente adquirido.
¿Por qué las demás alquimias son inmorales?
Porque en su coerción
redistributiva obstruyen el libre ejercicio de la función empresarial de
coordinación social creativa.
Porque van en contra del derecho de propiedad, que
implica el derecho a los resultados de la propia creatividad.
Y porque ir en
contra de estos dos derechos, en cualquier proporción, es ir contra los
principios de fondo que hicieron
posible nuestra civilización, haciéndonos retroceder en igual medida hacia la
miseria.
Afirmación de inmoralidad probada en el fracaso del socialismo real,
tras los últimos 70 años de masivos experimentos con su “ingeniería social” y
sus corruptas dictaduras de soborno electivo, en lo que fue (y aún es) el más
costoso y obcecado intento de negación de libre albedríos de la historia humana.
Demás está decir que ninguna medida de veneno será buena y en
cualquier compromiso entre alimento y toxina, habrá de ser el organismo entero
(o su sector más vulnerable) el que sufra.
(*) Crónica y Análisis publica el
presente artículo de Justo J. Watson por gentileza de su
autor.
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