La muchachada anduvo algo perdida durante los cincuenta días en los que Cristina no estuvo. No fue fácil no tener todos los días alguna frase tranquilizadora de la Presi para convencerse de que está todo bien, que no pasa nada, que el cuco no existe y el dólar a diez pesos, tampoco.
La ausencia de Cris se tradujo en síndrome de abstinencia ante la falta de festicholas y decideron que con una de esas levantarían el ánimo. Pensaron en festejar la erradicación de la pobreza, pero los gorilas que duermen en Plaza de Mayo no quisieron moverse para armar el escenario. Decidieron celebrar el crecimiento del poder adquisitivo, pero cuando hicieron la vaquita para comprar las banderas no les alcanzó ni para los sobrantes de arpillera del Mercado Central. Quisieron celebrar el día de la Lealtad Peronista, pero el único que se prestaba para ello era Amado Boudou. Analizaron la chance de hacer una fiesta por la soberanía hidrocarburífera, pero Chevron no los autorizó. Les pintó organizar una joda para conmemorar la plena vigencia de la Ley de Medios, y se encontraron con que Clarín ya tenía todo arreglado.
La señal de alerta definitiva se encendió cuando vieron a Luis D’Elía desesperado, participando de la marcha del orgullo gay, algo que, de ocurrir en su amada Irán, generaría una colecta masiva con el fin de juntar sogas suficientes para colgarlos a todos juntitos.
Ante este panorama, le metieron garra para celebrar el Día del Militante y no se les ocurrió mejor idea que pasar otra vez la película de Néstor, donde la única militancia de los setenta que se muestra del expresidente es una escena en la que le hace cuernitos a Cristina y le saca la lengua al padre. De haber tenido un poquito de creatividad, podrían haber armado -y facturado- una charla debate sobre formas de comunicación en tiempos de represión, donde habrían explicado que no estaba pelotudeando a la novia y al viejo, sino que estaba pasando mensajes claves a los compañeros.
Pero como no hay mal que dure cien años ni hematoma subdural que se resista a la fuerza del proyecto nacional y popular, Cristina volvió. A su modo, pero volvió. Y lo hizo con un video en el que pudo comprobar que a Florencia le pagó un curso de cine en Nueva York al pedo, todo para que termine filmando un video con un trípode y casi sin sonido.
Podría haber aprovechado a esa empresa que factura más de cincuenta palos por transmitir sus sesiones de terapia televisada, pero Cris prefirió hacerle un mimito a Flor. Después de todo, el contenido estuvo a la altura del presupuesto del video. Sentada en un sillón agradeció las muestras de cariño, a los pacientes de la Favaloro -después de cerrar todo el sexto piso, la deben de haber saludado por señales de humo- y al militante que le mandó un pingüino de felpa. Esperábamos a la Presi en funciones y nos trajeron a Virginia Lago sin vinito y con extensiones.
Luego de las gracias vino la presentación de Simón, un cachorrito que le trajo Adán Chávez -el hermano de Hugo- desde Venezuela, y del que suponemos que cumplió con todos los requisitos del Senasa. Y así fue que después de siete semanas de ausencia, la Presi volvió para contarnos la historia del perro nacional bolivariano. Si le metía onda, capaz que utilizaba el video para anunciar cosas relevantes, pero ella está para otras cosas.
A las 20,45 apareció Scoccimarro para avisar que a Lorenzino le cumplieron el deseo, que Kicillof es el nuevo ministro de Economía, que Capitanich deja la pujante provincia de Chaco y que Mechita Marcó del Pont vuelve al anonimato con la misma gloria con la que atravesó su gestión: una línea en un mensaje de quince segundos.
Lo más lindo de todo el asunto no es que Cristina haya tenido tiempo para presentar un perrito y no para anunciar cambios de gabinete, sino la actitud adoptada. Desde que perdieron en las primarias de agosto, en el kirchnerismo se vivieron tres vertientes: los que se dijeron que siempre fueron massistas, los que reconocieron que algo había que cambiar, y los que negaron absolutamente todo y celebraron el triunfo en la Antártida.
Nadie se esperaba que entre los primeros se encontrara Martín Insaurralde. Entre los segundos estuvieron desde Daniel Scioli hasta Jorge Capitanich. Los que negaron todo incluyeron a funcionarios, dirigentes perpetuamente ninguneados y, obviamente, los monos con surtidor de maní 24 horas del prime time de la TV Pública.
En un revoleo de pragmatismo que haría sonrojar a Charles Sanders Peirce, Cristina tomó por la tangente: Capitanich quería que algo cambie, lo cambiaron a él y lo pusieron de Jefe de Gabinete. Los que deseaban profundizar el modelo de crecimiento de anuncios con inserción de pobreza, recibieron como regalo de navidad venezolana la designación del Kici al frente formal de la Economía nacional. Y los que negaron todo, ahora tienen que meterle garra para festejar que era necesario hacer un cambio para que nada cambie.
En cierto modo, estas movidas de gabinete son como un homenaje al ciclo kirchnerista. Por un lado, está el tierno homenaje al Duhaldismo, ese antepasado de la cadena evolutiva que también tuvo a Capitanich como Jefe de Gabinete. Por el otro, metió al Banco Central a un bachiller con el mérito de ser gomía de la familia. Y para el final quedó esa cosa de “si no te gusta, te lo enchufo al cuadrado”. Le pidieron que afloje, que levante la patita del acelerador o que, al menos, la reme hasta 2015. Le dijeron que había que evitar chocar contra el Iceberg, ella decidió acelerar para partirlo al medio.
Lo del Coqui Capitanich tiene lógica: Cristina quiere hacer entender que la batuta para bendecir al próximo presidenciable del kirchnerismo la tiene ella. Ante las aspiraciones de Scioli, Randazzo e, increíblemente, Julián Domínguez, la Presi les bajó las ganas a todos al colocar en la primera línea al gobernador de la provincia de Chaco, que queda tan lejos de la capital que los cómodos camporitas ni se calientan en ver cómo anda. Por lo pronto, esperan ansiosos la orden para volver a pegarle a Scioli.
En cuanto a Lorenzino, hay que reconocer que tenía menos autoridad que Lanata en un congreso antitabaco, pero el que nos jodía -y nos jode- era -y es- Guillote Moreno. Lorenzino no molestaba, sumaba para hacer bulto en las conferencias y hasta hacía juego con los muebles. Queríamos una cerveza que no engorde, nos dieron una que no emborracha. Pedimos que saquen al talibán, nos traen a Bin Laden.
Por lo pronto nos queda la duda de saber si Cristina estuvo aislada de la realidad, viendo las temporadas completas de Games of Thrones y tejiendo al crochet, o si los funcionarios tienen razón y estuvo al tanto de todo. Cualquiera sea el caso, en tan sólo siete minutos de video y quince segundos de un comunicado, nos dio suficiente dosis cristinista para compensar los cincuenta días de ausencia: un peluche, un perro, lo feo de enfermarse, lo lindo de la familia y el alivio de luto como dulce para mandar a otro a dar las buenas nuevas.
Todo un mes de elucubraciones para que en un puñado de segundos, un ínfimo instante, nos digan que no, que nos equivocamos porque votamos mal, que la economía va por el buen camino y que el gaucho tiene razón cuando cree que todos los ingleses van de contramano en pleno centro de Londres.
Martes. Alguien no entendió nada y no creo que seamos nosotros.
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