Por Martín Caparrós
Discutimos penas, debatimos códigos.
La Argentina de esta última semana –los políticos y periodistas argentinos de esta última semana– se trenzó por las cifras del castigo:
Por unos días, penal dejó de ser un pelotazo a doce pasos.
Es poco probable que el proyecto del nuevo Código Penal consiga imponerse:
Lo promueve un gobierno en retirada, no tiene el consenso suficiente,
no tiene tiempo ni espacio para una buena discusión.
Habrá servido, entonces, si acaso, para aclarar posturas.
Ya nadie niega que uno de los grandes cambios de la Argentina de las últimas décadas fue el crecimiento de robos y homicidios, la aparición de la inseguridad.
No hay números recientes sobre el aumento de delitos:
Sabemos que este gobierno cree en retener –entre otras cosas– números.
Así que las evaluaciones sopesadas son reemplazadas por la famosa sensación de inseguridad –que, al fin y al cabo, la inseguridad es, por definición, una sensación.
La sensación existe y tiene, por desgracia, demasiada base.
Llevo un año en Barcelona...
Aquí recuperé aquel placer tan porteño de caminar sin mirar a los costados.
Vivíamos así; ya no vivimos.
Lo he dicho demasiado: hace casi cuarenta años los ricos argentinos, siempre tan astutos, se creyeron que podían hacer un país tercermundista sin los problemas del Tercer Mundo –y así estamos.
El crecimiento del delito –el peso del delito en nuestras vidas– está claro.
Lo que no está claro es cómo aminorarlo.
Por lo visto en estos días, la discusión sigue siendo otra: cómo castigarlo.
Un sector trata de bajar las penas; más que nada, porque no cree en los beneficios de la cárcel.
Tienen razón: una cárcel argentina es un instrumento de tortura y una escuela del rencor y un seminario de técnicas al uso.
Pero no proponen alternativas alentadoras.
Otro sector intenta subir las penas porque tampoco se le ocurre otra cosa.
El sentido común –la mayoría– los acompaña.
El sentido común es la formación más conservadora:
Pide lo que conoce, teme lo nuevo, desconfía de lo nuevo, no imagina lo nuevo.
Por eso es común.
Discuten.
Sus argumentos tan acalorados parecen olvidar que las penas no impiden los delitos:
Que, para disuadir o no disuadir a un aspirante, diez años de prisión son lo mismo que cinco.
Que nadie dice uy no voy a matar a mi suegra porque en lugar de 12 años me van a dar 18 y no quiero comerme seis años más al cuete;
nadie, voy a salir a robar porque son solo cuatro años;
nadie, voy a pedirles el 12 por ciento de cometa porque menos de tres años son excarcelables.
La disuasión, por desgracia, no está en la amenaza de una mayor condena.
Si los ladrones potenciales fueran tan razonables como para calcular la relación calidad/precio harían otra cosa.
No matarían sin razón, por ejemplo, y sus delitos no serían tan notorios, tan temibles.
(Escribo matarían sin razón, y la fórmula me suena curiosa.
Es cierto: la razón del ladrón no gana con esa muerte.
Un ladrón que intercepta a un tipo que está guardando su coche en el garaje y le apunta para que se lo dé podría conseguir, casi siempre, su meta sin matarlo.
Matarlo es un despilfarro:
Le cuesta al ladrón mucho más que lo que le aporta.
Le puede aportar, si acaso, cierta rapidez y la sensación de poder que debe dar matar a alguien;
le cuesta una repercusión mucho mayor, persecución mucho mayor, mucha más cárcel.
No tendría sentido.
Pero en cambio, la razón colectiva del colectivo de ladrones gana:
Si no hubiera cada tanto alguno que matara a un asaltado, los asaltados dejarían de temer los asaltos, no entregarían lo que se les pide, se resistirían más.
Esas muertes son necesarias para la profesión.
Y, al mismo tiempo, es obvio que ningún ladrón mata para contribuir al bien común del gremio.
Son mecanismos mucho más misteriosos.)
La disuasión, por desgracia, en el corto plazo, empieza por el control de los espacios donde pueden cometerse los delitos.
Este control, en nuestras sociedades, suele ser policial o parapolicial -y suele ser pretexto para reprimir a quienes reclaman otras cosas.
La disuasión, en el mediano plazo, es más simple:
Consiste solo en armar una sociedad vivible para todos.
Pavadas.
Mientras tanto, con una policía que no puede –ni, a veces, quiere– contener robos y hurtos, ni políticas de base que ofrezcan opciones preferibles a salir de caño, en una sociedad que no sabe qué hacer para defenderse de los delitos, la cárcel es la forma de cobrárselos:
Que paguen, que se pudran ahí adentro.
Las cárceles argentinas no sirven para recuperar a un condenado.
Sirven, sí, para mantenerlo inoperante y vengarse de él.
Ésas son las dos cosas que se discuten cuando se discute el tiempo de la pena.
La querella por la pena es, más que nada, un debate sobre precios:
Cuánto cuesta matar a mi vecino, cuánto robar mi casa, cuánto venderle diez gramos a mi nene.
O, dicho en buen cristiano: cuánto vale mi ojo.
(Y cuánto vale el tuyo, y cuánto aquél.
Es un intento de orden, de clasificación:
Dos robos de coche a mano armada equivalen a una esposa asesinada, la venta de medio kilo de merca a un tercio de secuestro, y así de seguido.)
Es, de últimas, una discusión menor, un regateo.
El Código Penal es puro discurso –¿puro relato?– mientras la justicia no esté preparada para aplicarlo y la policía siga permitiendo, alentando –participando de– muchos delitos.
Y eso no parece tener solución en el sistema político presente.
¿Entonces qué?
Es la discusión decisiva pero, justamente por eso, nadie quiere sostenerla.
Porque, sobre todo, el Código Penal es puro discurso –¿puro relato?– mientras no haya políticas realmente serias para ofrecer a la cantidad de argentinos que toman el delito como opción otras opciones.
Educación, certezas, empleos, ambiciones, una identidad que no consista en tener las mejores zapatillas, un futuro.
Decir que tal o cual problema es estructural suele ser el modo de no hacer nada, porque la solución de esos problemas tardaría demasiado tiempo -y el desastre es ahora.
Llevamos un par de décadas diciendo que habría que encarar esos problemas estructurales; si hubiéramos empezado entonces, ya habríamos hecho mucho.
Lo que lo impide no es el tiempo que se podría tardar en resolverlo...
Es que nuestra sociedad está basada en esas exclusiones, en esas diferencias.
El delito es uno de los precios que pagamos por vivir en ella.
Entonces, para no hablar de lo que importa, para no atacar la gangrena general, discutimos cuánto vale un ojo, cuánto un diente.
Son, después de todo, cuestiones del mercado.
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