"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

lunes, 28 de abril de 2014

El estado del Estado

Por: Martín Caparrós .

Vacacioné, se me acabó, volví, leí unos diarios argentinos, me volvieron a producir la sorpresa de siempre. La sorpresa de siempre es un concepto interesante:
La sorpresa del tonto, del que se sorprende por lo que ya es costumbre...
Yo, faltaba más –y supongo que tantos de nosotros.

La sorpresa de siempre, en este caso, es moderada pero consistente:
Me volvió a sorprender la habilidad que tienen nuestros comentaristas políticos para entrar en “modo electoral”.
Para olvidar que falta un año y medio para las elecciones más cercanas y ponerse a escribir interminables sagas sobre las posibilidades comparadas de un gobernador punching ball y un intendente punching y un rejunte de señoras y señores que se dicen de centro izquierda pero no saben si quieren o no aliarse con sus colegas de la derecha explícita.
Esa gimnasia innecesaria es lo que llaman, estos días, en argento básico, hablar de política.
La gimnasia útil consistiría, supongo, en identificar los problemas de los que sí vale la pena hablar para hablar de política.
Si yo supiera.
Si solamente me lo imaginara.

No lo consigo, por supuesto, pero hay un punto que me desasosiega ya hace tiempo:
La paradoja como danza.

El baile de la paradoja es una de las mazurcas más antiguas.
Hay para todos los gustos, por supuesto.
A mí me gusta una más aparente que real, la que avanzaban los romanos cuando decían “Si vis pacem, para bellum” –si quieres paz, prepara la guerra.
O, más cerca: Si quieren destruir una idea, dejenla gobernar.

La idea que mejor destruyeron estos diez años de gobierno familiar fue la importancia del Estado.
El Estado argentino es, como la mayoría de lo argentino, un concepto en vaivén:
La Argentina fue un país estatista durante varias décadas hasta que, a fines de los ochentas, el menemismo neustadista usó sus fallos para postular que el Estado no podía manejar nada y había que entregar todos sus bienes a privados.
Fue una de las ideas más pobres de una larga historia de ideas pobres –¿por qué debería ser capaz de gobernarnos un cuerpo que no es capaz de conseguir que los teléfonos funcionen?– pero se impuso:
En diez años el Estado argentino perdió lo que había construido en muchas décadas.

La furia privatista no duró.
Como la idea gobernó, el efecto fue su naufragio:
Tras el desastre de 2001 muy pocos argentinos dudaban de la necesidad de que volviera a funcionar un Estado más fuerte.
Por confianza o por necesidad entendieron que, sin ese organismo regulador, sin su intervención, los más ricos hacían lo que querían y usaban los recursos del país en su beneficio sin nada que los moderara.
El principio del siglo XXI nos encontró, entonces, re-estatistas.
Sobre esa base el kirchnerismo –que se había beneficiado tanto de las privatizaciones– instaló su oportunismo proverbial.

O su pragmatismo:
Para quienes manejan el Estado, ampliar su influencia tiene varios beneficios.
Por un lado, amplía su poder como gobierno; por otro, amplía sus posibilidades de lucrar con él como individuos.
El kirchnerismo se hizo estatista, entonces, y gobernó durante diez años según esa idea: así, consiguió destruirla según la paradoja.
Ahora, otra vez, millones de argentinos dudan de la capacidad de su Estado para manejar un país o una bicicleta con rueditas.

Una teoría de la corruptela diría que el uso menemista del Estado era el apropiado para sus intereses particulares: que vendiendo sus propiedades obtenían la mayor cantidad de dinero personal posible.
Y que en cambio el kirchnerismo necesitaba recomponer sus potestades para sacarle algún dinero: que solo pagando millones de subsidios conseguirían los milloncitos personales.
Yo creo que eso es cierto pero secundario:
Más importante es que ambos peronistas sabían que, sin el discurso antiestatista y proestatista que cada cual mantuvo, no tenían grandes chances de gobernar en sus momentos respectivos.
Pero lo más interesante –la continuidad peronista– es que menemistas y kirchneristas mantuvieron el mismo uso del Estado como herramienta de regulación y control social.
Cuando gobernaba Menem yo lo llamaba la paradoja neoliberal:
Que, en tiempos en que el Estado decía que se achicaba, la cantidad de argentinos que dependían de él para sobrevivir fuera mayor que nunca.

Esa estructura clientelista se mantuvo a través del kirchnerismo.
La Argentina clientelista es una consecuencia de los dos cambios más decisivos del fin del siglo pasado:
La destrucción de la industria nacional que produjo un aumento exponencial de la cantidad de pobres, y el deterioro de los servicios del Estado.
Entre ambos, dejaron a millones de personas sin empleos genuinos ni garantías de atención. 
El efecto más importante de los cambios sociales y económicos introducidos por los neoliberales antiestatistas fue que, para muchos millones de argentinos, ahora el Estado es su única fuente de ingresos: Millones que viven de subsidios, planes y empleos estatales.

Por eso es raro cuando se habla, ahora, de la ausencia del Estado.
Si algo pasó en los últimos 25 años es que el Estado tomó ese lugar decisivo que le permite regular las posibilidades de supervivencia de millones de argentinos –y que explica, en gran medida, el mito contemporáneo de que solo el peronismo puede gobernar: gobierna porque sabe usar el mecanismo clientelar del Estado, gobierna porque no hay como él para aprovecharse de su propia fábrica de pobres.

Pero el Estado no está solamente ahí.
Paga, sabemos, miles de millones en subsidios para servicios que no funcionan;
derrama miles de millones en una compañía aérea que no despega;
expropia el petróleo pero no se lo apropia;
gasta más que nunca en una educación que pierde en todas las comparaciones;
sirve para que el partido gobernante nos acribille a propagandas y castigue a la prensa independiente de él –y más y más funciones.

Se habla sin cesar de la “ausencia del Estado” –y lo que se discute todo el tiempo es el uso de ese Estado. Que si los gobernantes lo usan para robar todos los vueltos;
que si permite o no comprar o vender dólares;
que si debe rebajar el impuesto a las ganancias;
que si miente con sus cifras de inflación o pobreza;
que si su Justicia es incapaz de hacer justicia –y así de seguido.

Y, sobre todo:
Que si su policía puede o quiere controlar el territorio.
Si hay un asunto donde la idea de “ausencia del Estado” prima es cuando se habla del aumento de la delincuencia.
Y en ese tema, por supuesto, el Estado tampoco está ausente:
Eligió mantener, desde hace décadas, una policía incapaz, con más alianzas que enemistades con el crimen. Y por eso muchos ciudadanos se sienten indefensos y dicen que no hay Estado y que tienen que ocuparse ellos mismos de su seguridad:
Se atrincheran, se pertrechan, linchan.

Parece que en un año y pico habrá elecciones.
Si los postulantes quieren hablar en serio, lo primero que tendrían que hacer es decir qué van a hacer con el Estado y cada una de sus funciones.

De últimas, para eso los estaremos eligiendo.
Y en esos planes está la diferencia:
Eso que de verdad se llama la política.

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