El
presidente argentino inaugura el 1º de marzo el período de sesiones ordinarias
en el Congreso
Por
Alberto Valdez*
De aquí
al 1° de marzo, cuando el presidente Mauricio Macri inaugure con su discurso el
período de sesiones ordinarias en el Congreso, continuará el debate dentro y
fuera del gobierno sobre la conveniencia o no de contarle a los argentinos el
calamitoso estado en que Cristina Fernández de Kirchner le entregó el país.
Hasta
ahora hay muchas incógnitas y pocas certezas.
Nadie
discute, por ejemplo, que la herencia en las dependencias oficiales y
ministerios es la más grave de la reciente historia democrática que inició el
ex presidente Raúl Alfonsín allá por
1983.
Un
análisis pormenorizado de cada una de las oficinas públicas permite inferir que
la situación es prácticamente de tierra arrasada.
“Además
de la mala praxis en la gestión, en los últimos meses hicieron literalmente
abandono del Estado”, dice un ministro de la nueva administración.
La otra
certeza es que la amplia mayoría de los votantes de la coalición Cambiemos
desea fervientemente que el jefe de Estado cuente la gravedad de lo recibido.
Muchos
lo reclaman porque consideran que solo de esa forma la sociedad podrá
comprender que muchas malas noticias (aumento de luz y gas, devaluación) no son
producto de “una supuesta perversión aneoliberal” de Macri, sino las
consecuencias del campo minado que dejó Cristina. Consideran, incluso dentro
del oficialismo, que si no se denuncian tantas irregularidades, el nuevo
gobierno se haría cargo sin chistar de esa situación y la legitimaría.
Pero los
influyentes Marcos Peña, jefe de gabinete, y el asesor ecuatoriano, Jaime Durán
Barba, no están de acuerdo con esa movida.
Creen
que solo profundizará la brecha entre kirchneristas y antikirchneristas y ellos
pretenden que Macri mire hacia adelante y exprese el futuro superando el debate
del pasado reciente.
Claro
que también influye en esta postura la legitimidad que siguen teniendo muchas
de las políticas públicas que impulsaron los K en la última década, de acuerdo
a las encuestas que han llegado a los despachos más importantes de la Casa
Rosada.
“Que
hayamos ganado las elecciones presidenciales no significa que la sociedad haya
dejado de ser populista”, dicen en el entorno del presidente argentino.
Desde
esa óptica se argumenta que la década kirchnerista tuvo un solo triunfo real y
concreto:
Ganó la
batalla cultural imponiendo su relato.
Actualmente
el difunto ex presidente Néstor Kirchner, responsable de muchas de las bombas
de tiempo que recibió el macrismo, goza de niveles de popularidad superiores al
70%, incluso entre los votantes más fieles del PRO.
Se
percibe un fenómeno muy particular que genera restricciones políticas al
presidente.
Hasta la
base electoral de Cambiemos aprueba políticas K como la de derechos humanos
(pese a las graves denuncias de corrupción y cooptación que existen contra
organizaciones como Madres de Playa Mayo) o la estatización de Aerolíneas
Argentinas, una empresa desfinanciada y pésimamente gestionada por jóvenes de
La Cámpora.
Culturalmente
la mayor parte de la opinión pública quiere un “Estado presente y grande”.
Y casi nadie
quiere oír hablar de bajar el gasto público a pesar del déficit fiscal que le
dejó Cristina a Mauricio, superior a 9 puntos del PIB. Evidentemente amplios
sectores sociales quisieron cambiar en las urnas porque se mostraban agotados
de los 12 años de kirchnerismo y el fuerte personalismo de la ex presidenta.
Pero no
querían que la nueva gestión hiciera modificaciones de fondo al proyecto K.
El
problema central de esta situación tiene que ver con la inviabilidad del modelo
económico del kirchnerismo:
No se
puede mucho tiempo más barrer bajo la alfombra con una economía que hace cuatro
años que no crece, ni crea empleo privado porque no hay inversiones, con una de
las inflaciones más altas de la región y una presión tributaria histórica.
Con esa
perspectiva se hace más complicado financiar el gasto público sin recurrir a la
emisión monetaria.
Ni
hablar de recuperar el mal servicio público en salud, educación y seguridad.
Por eso,
Macri ha optado por un avance gradualista y no políticas de shock como
pretenden en el mercado financiero y en el mundo empresarial.
Está
siendo pragmático:
Hace lo
que puede y no lo que realmente le gustaría.
Si se
dejara llevar por esos cantos de sirenas más ortodoxos haría peligrar su
gobernabilidad y es lo que desean fervientemente desde el kichnerismo para
estigmatizarlo como “un presidente neoliberal e insensible que gobierna solo
para los ricos”.
Además,
un sector importante del 67% que lo aprueba (según mediciones confiables)
dejaría de darle crédito porque muchos de ellos votaron a Daniel Scioli.
Ni
hablar de la actitud que adoptaría Sergio Massa, hoy su principal aliado en la
oposición, el peronismo moderado que lidera el gobernador de Salta, Juan Manuel
Urtubey, y los sindicalistas de los gremios más poderosos, como Hugo Moyano.
Se
cruzarían de vereda y empezarían a criticar muy duro al presidente y a su
gobierno.
No cabe
ninguna duda que Macri padece, como los DT de fútbol, el problema de la sábana
corta.
Si ataca
mucho corre el riesgo de que le hagan un gol de contra golpe, y si solo se
defiende, su equipo tendrá problemas para convertir.
El
presidente argentino quiere atacar pero sin ruidos ni fricciones que afecten su
popularidad:
La
sociedad parece que se conforma con un empate.
*
Periodista de FM Milenium 106,7 y columnista de Infobae.
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