Arturo
Pérez-Reverte
01/9/2014
Pinchos
morunos y cerveza.
A la
sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor -treinta años de
cómplice amistad- se recuesta en la silla y sonríe, amargo.
«No se dan cuenta,
esos idiotas -dice-.
Es una
guerra, y estamos metidos en ella.
Es la tercera
guerra mundial, y no se dan cuenta».
Mi amigo
sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado
anónimo, sin uniforme.
De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola
debajo de la almohada.
«Es una
guerra -insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza-.
Y la
estamos perdiendo por nuestra estupidez.
Sonriendo
al enemigo».
Mientras
escucho, pienso en el enemigo.
Y no
necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese
territorio.
Costumbres,
métodos, manera de ejercer la violencia.
Todo me
es familiar.
Todo se
repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos,
Constantinopla y las Cruzadas.
Incluso
desde las Termópilas.
Como se
repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí
aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatolás.
Como se
repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al
final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy
negros inviernos.
Inviernos
que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia,
conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en
frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por curas,
imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él,
que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos
feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII:
«Cuando
los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante
nada».
Porque
es la Yihad, idiotas.
Es la
guerra santa.
Lo sabe
mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo
sabe el que haya estado allí.
Lo sabe quién
haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con
lucidez.
Lo sabe
quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de
cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus
padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras
lapidadas -cómo callan en eso las ultra feministas, tan sensibles para otras
chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar»
y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles.
Lo sabe
quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia-
exhibe con el texto:
«Degollad a quien insulte al
Profeta».
Lo sabe quién
vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en Damasco, sino
en Londres- donde advierte:
«Usaremos vuestra democracia para
destruir vuestra democracia».
A
Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la
que hoy goza.
Poder
ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te
cuelguen de una grúa.
Ponerte
falda corta sin que te llamen puta.
Gozamos
las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios
fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que
Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. Pero ahora los jóvenes son
otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a
llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso.
En términos históricos, ellos son
los nuevos bárbaros.
Europa, donde nació la libertad,
es vieja, demagoga y cobarde…
Mientras
que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los
cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio.
Dar mala
imagen en Youtube les importa un rábano:
Al
contrario, es otra arma en su guerra.
Trabajan con su dios en una mano
y el terror en la otra, para su propia clientela.
Para un
Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca
puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socio
teológicas.
Creer
que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una
inmensa gilipollez.
Es un
suicidio.
Vean
Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar.
Y con
quién.
Es una guerra, y no hay otra que
afrontarla.
Asumirla
sin complejos.
Porque
el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino
también aquí.
En el
corazón mismo de Roma.
Porque
-creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las
ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros.
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